Ecuaciones de opinión

Publicado el Ignacio Mantilla Prada

Profesores universitarios a destajo

Hace una semana escribí sobre uno de los puntos a tener en cuenta para la urgente revisión que necesita el Decreto 1279 de 2002 que estableció el régimen salarial y prestacional de los docentes de las universidades estatales; pero sólo me referí a la ausencia de un tope para los salarios de los profesores de las universidades públicas (ver: https://blogs.elespectador.com/actualidad/ecuaciones-de-opinion/los-salarios-sin-techo-las-universidades-publicas).

Como bien lo anotó don Nicolás Gómez Dávila en uno de sus famosos escolios: “Nada más peligroso que resolver problemas transitorios con soluciones permanentes”.  Y eso es precisamente lo que se ha logrado con el Decreto 1279 de 2002.

Veamos otro ejemplo de una situación que originó el Decreto 1279 y que con el paso del tiempo se ha venido agravando por haberse validado a través de una caprichosa definición, un modelo de vinculación de profesores que ha tenido que ser implantado por algunas instituciones ante la imposibilidad de realizar concursos docentes para vincular nuevos profesores de planta, debido a la falta de financiación adecuada para su funcionamiento que crece anualmente por encima del IPC  y que como consecuencia ha terminado por convertir en permanente una nómina de profesores temporales, con el fin de reducir los costos de una mayor cobertura y oferta de nuevos programas, originándose una injusta estratificación docente en la mayoría de las universidades públicas según la dedicación, mas no según la categoría o formación.

Es así como, desde la expedición del Decreto 1279 se han impuesto unos contratos laborales que no son atractivos para vincularse como profesor universitario o para estudiar un doctorado y contribuir a mejorar la calidad de la educación superior o para convertirse en uno de esos educadores, que como bien lo dijo Bertrand Russell, «…son más que cualquier otra clase de profesionales, los guardianes de la civilización».

Es cierto que no hay uniformidad en el mundo sobre los nombres que se dan a las categorías de los profesores universitarios. En España por ejemplo, ser catedrático significa alcanzar la máxima categoría a la que puede aspirar un profesor; en Colombia se reserva este nombre para aquellos docentes que comúnmente tienen una actividad profesional principal distinta a la docencia y que dedican sólo unas horas a la semana para “dictar” una o varias materias en una o varias universidades. Pero esa denominación no tiene nada que ver con la categoría.

El Decreto 1279 los llama despectivamente “profesores de hora-cátedra” y los caracteriza con precisión en su Artículo 4 de la siguiente manera:

Los profesores de hora-cátedra de las Universidades estatales u oficiales distintas a la Universidad Nacional de Colombia no son empleados públicos docentes de régimen especial ni pertenecen a la carrera profesoral y, por consiguiente, sus condiciones salariales y prestacionales no están regidas por el presente Decreto, sino por las reglas contractuales que en cada caso se convengan, conforme a las normas internas de cada Universidad, con sujeción a lo dispuesto en las disposiciones constitucionales y legales.

Así las cosas, los catedráticos, con excepción de los así llamados en la Universidad Nacional, son en realidad profesores temporales, más precisamente son ocasionales, con unas condiciones laborales de “docentes a destajo”, contratados mediante una orden de prestación de servicios por las semanas que duran las clases en un período académico; es decir unas 16 semanas en promedio. Esos contratos se renuevan de manera indefinida en algunos casos, concediendo un ahorro importante a las universidades que han impuesto y aumentado en forma alarmante esta forma de contratación semestre a semestre para poder responder a su misión sin la la financiación requerida por parte del Estado.

Lo anterior corresponde a un modelo perverso que desafortunadamente se ha copiado y “mejorado” tanto en universidades públicas como en universidades privadas. Desde mi juicio personal, creo que este es uno de los mayores cánceres de la educación superior colombiana. 

La calidad de una universidad depende en gran medida de la calidad de sus profesores y de la dedicación que éstos tengan a la investigación y a la formación de sus estudiantes. No se concibe entonces una universidad de calidad en la que la mayoría de sus docentes “dicta” su clase y tiene que salir corriendo a dictar otra en la misma o en otra institución, sin tiempo de atender siquiera a sus estudiantes en una oficina porque no dispone ni de oficina ni de reconocimiento por ese tiempo.

La figura de docente ocasional con la que se pretendía sortear una situación transitoria, como por ejemplo la ausencia de un “profesor de planta” que toma su año sabático, ha terminado siendo la única solución posible encontrada en algunas universidades públicas para reemplazar en forma definitiva a los profesores pensionados o para aumentar su oferta académica, disminuyendo los costos de una planta de profesores que ya no son vinculados por 12 meses sino por solo 32 semanas al año. Pero además con una grave afectación de la calidad de los programas, ya que estos docentes son escogidos “a dedo» por los directivos, sin un filtro a través de un concurso docente que realicen los pares y expertos del área y estableciéndose en algunos casos unos nichos de poder indebidos que controlan los cargos docentes al interior de las universidades.

Una solución para este flagelo docente es en primer lugar conseguir una financiación para el funcionamiento de las universidades que reconozca este rezago de dos décadas y luego imponer a las universidades unos topes, unos porcentajes máximos de docentes de hora-cátedra y ocasionales, como condición necesaria (no suficiente) para su acreditación. El porcentaje de estos docentes ocasionales a mi juicio no debería ser mayor del 10%, con contratos por un período académico completo (que no es solo el tiempo de duración de las clases). En las universidades públicas se debe estimular también, mucho más, la figura de profesor invitado, reservada a reconocidos académicos que hacen pasantías cortas y realizan actividades de docencia o investigación y que no duran más de uno o dos semestres.

Por otra parte, hoy es posible recurrir en Colombia a una figura que se ha establecido en las principales universidades norteamericanas y europeas, como es la de los asistentes docentes que ha empezado a usarse en la Universidad Nacional. Se trata de estudiantes de posgrado que con la orientación y control de su director tienen a cargo algunas actividades docentes en los pregrados y que como estudiantes de posgrado reciben entonces unos beneficios económicos que pueden traducirse en la rebaja de su matrícula o en algún auxilio para su sostenimiento. También existe la pasantía posdoctoral que es una excelente alternativa y que brinda además la oportunidad de evaluar al eventual candidato a profesor en un natural período de prueba que puede durar un año.

Naturalmente para el año 2002, cuando se expidió el decreto 1279, estas figuras no eran consideradas, ya que para esa época solo existían 46 programas de doctorado en las universidades públicas y privadas. Ese año se graduaron solo 167 doctores en el país. Pero ya en 2014 la cifra de programas de doctorado ofrecidos se había duplicado (92) y tuvimos 390 graduados en el país.

La revisión de los beneficios y perjuicios que ha traído el Decreto 1279 de 2002 tanto para los profesores y estudiantes como para las universidades no da espera. Ojalá el presidente Duque se anime a expedir un nuevo Decreto que tenga en cuenta las opiniones de quienes hemos tenido la experiencia de su aplicación y esté dispuesto a reconocer que aunque se pueden hacer ajustes y reducir algunos gastos, el funcionamiento de las universidades de calidad tiene costos directamente proporcionales a la categoría y dedicación de sus profesores.

@MantillaIgnacio 

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