En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Pablo Escobar

Revisión del mito, a 20 años de la muerte de Pablo Escobar

En Latinoamérica ya no nos preocupa el laberinto metafísico de la soledad, porque aquí lo que hay es violencia, la peor desigualdad social y los experimentos atroces del capitalismo salvaje. La agresión interpersonal, que presenta varias categorías (violencia del individuo, violencia institucional, violencia social) ha querido tomarse como el motor del mal. El mal, en sentido ontológico, que según las clasificaciones arbitrarias de la teología supone la presencia o transubstanciación del paradigma del demonio en una mentalidad humana, es insuficiente para entender la violencia de una época. La violencia supone una transgresión del orden moral (la ley) y la ética (la vivencia de la ley) que poco tiene que ver con los demonios del infierno y mucho con los fantasmas de la ambición humana.

En 2012 hubo en Colombia una serie de televisión que recreó, para todas las audiencias, el prontuario criminal del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria con su clan de socios de El cartel de Medellín. Dicha serie, plus ultra de las novelas de capos, dio un viraje al mezclar personajes reales y hechos históricos en su argumento. Fue titulada El patrón del mal y emitida durante el segundo semestre de 2012. Sus creadores reivindicaron haber basado la serie en uno de los libros más documentados sobre el narcotraficante y la época que lleva un título también de connotaciones teológicas: La parábola de Pablo, de Alonso Salazar. La serie causó ampolla entre las élites culturales que atacaron la emisión por hacer apología al delito en un país que no soporta un narco y un sicario más. Las objeciones más interesantes que se le han hecho a la serie son: 1) El impedimento moral de mostrar la historia del narco-terrorismo representada.  2) El asesinato y el entorno del homicida como motor de la serie. 3) El protagonismo del criminal que lo catapulta al lugar del héroe.  4) La capitalización de la figura de un delincuente a niveles míticos.

En el caso de la barbarie encabezada por Pablo Escobar hay al menos tres niveles que hicieron posible llegar a la violencia exacerbada de fines de los años 80s del siglo XX: la sofisticación de la barbarie (técnicas de matar que provocan un distanciamiento de la compasión), el origen de la guerra contra las drogas (el negocio del narcotráfico y su prohibición que condujo a una guerra sin objetivos que aun no llega a su fin y que amenaza con expandirse) y la riqueza sublimada que es un espejismo interiorizado como valor en la sociedad colombiana.

La sofisticación de la barbarie conduce a un distanciamiento de la muerte: matar de lejos (a través de sicarios o carros-bomba) lleva a tomar distancia del hecho atroz: el abismo entre jefes-lugartenientes-sicarios reduce el impacto moral de cualquier acto de crueldad. Es el abismo que media entre la responsabilidad intelectual a la responsabilidad material en un atentado terrorista: si tienes una red de lugartenientes a los que obedece una legión de sicarios y dinero a raudales para invertir en dinamita y técnicas de terrorismo, puedes arrodillar a un país con crímenes atroces usando siempre intermediarios, sin mancharte las manos. Acaso la misma distancia que media entre la orden dada desde el cómodo sofá de una casa en Medellín tenga implicaciones morales distintas para el jefe que da la orden, para el especialista en explosivos que arma la bomba y para el “suizo” que la instalará el artefacto en un avión. La muerte no es un hecho culposo causal de remordimientos para el primero ni el segundo eslabones, y acaso solo sea una forma de trabajo para el último. Es posible que Escobar tuviese una idea de la muerte distinta a la de quien no pertenece  a las redes de sofisticación de la barbarie. Cuando él daba la orden de poner una bomba o cometer un magnicidio (por atroz que nos parezca) era otro, siempre otro, quien detonaba la bomba o cometía el magnicidio, nunca él. La sangre fría necesaria para impartir órdenes no es la misma que se requiere para matar, y en ese caso el título de la serie es correcto: El patrón de los que hacen daño, o “el mal” a otros, no el mal en sí mismo. Ese distanciamiento de la muerte tiene menos relación con el demonio que inocula el mal en la conciencia de alguien (el mal que reclamamos para identificar una mente capaz de ordenar matanzas a gran escala) que con el distanciamiento moral que viven aquellos que ya han entrado a la pirámide de sofisticación de la barbarie, sea esta legal o ilegal: en un piloto de avión que bombardea a tres mil metros a guerrilleros que solo son puntos brillantes en su radar, en un jefe guerrillero que da la orden de asaltar a cilindrazos de gas un pueblo por radioteléfono, en un general de la república o un ministro de defensa que ordena ametrallamientos opera el mismo distanciamiento. La indiferencia de provocar la muerte ajena a larga distancia no es una particularidad moral de un sujeto conocido como Pablo Escobar sino una escala de degradación a la que se llega en el orden de jerarquías que provoca cualquier guerra, y vale tanto para el jefe de un cartel de las drogas como para un jefe militar de cualquier ejército.

La guerra contra las drogas surge por la prohibición de los gobernantes en el seno de esa misma sociedad que hace posible que el negocio se sustente: Estados Unidos. Ha sido una guerra estéril, desde que la declaró Ronald Reagan, pero los sucesivos gobiernos colombianos asumieron la orientación de perseguir y condenar a los productores y todos los agentes de la cadena del narcotráfico, tal y como exigía el Departamento de Estado. El origen del narcoterrorismo proviene de esa prohibición y de la persecución a los capos, y seguirá alimentándose de ahí porque el dinero que arroja el negocio sigue siendo astronómico (y sigue armando ejércitos y recaudando aspirantes a ocupar las primeras líneas de la cadena, hasta que venga otra fuente de riqueza absoluta a sucederlo). Pablo Escobar fue solo un paradigma con reemplazos. Sólo perdió su guerra cuando se convirtió en un obstáculo adicional para el negocio: al romper la única ley que mantiene el orden del crimen organizado, la lealtad; al asesinar a sus socios, perdió su guerra; pero vinieron otras, y otros capos.

Un punto más complejo es el mito social que alimentó la ambición de Escobar y que seguirá ensalzando su imagen y causando muertos y aspirantes a ese apostolado mientras no se desmonte la ideal de donde está enraizada: la sociedad de la sublimación de la riqueza. Una sociedad que siga encandilada con la metáfora del oro, con la idea de que el dinero se consigue honesta o deshonestamente, porque el objetivo de la vida y la felicidad sólo se consigue con riquezas, contrayendo riquezas, no con conocimiento, no sin hacer daño, sino aplastando al otro, conquistando el mundo, se ha asentado como la base en la que se apoyan los mártires del crimen. De modo que el mito del mal no es el que explica a Escobar: es el mito de la ambición desaforada.

Pablo Escobar es una suma de subjetividades. En su figura hay varios yoes, varios tiempos, varias personas encarnadas en una que lo convierten en un “demonio” para unos, en un “santo” para otros, en un “ejemplo a seguir”, en un “terrorista” o en “el patrón del mal”. La importancia de ver su mito representado en libros y series y grafitis y canciones no está en el mal que evoca, sino en lo que posibilitaron todos los implicados en ese instante de tiempo para que su figura esté implantada en la conciencia colectiva como una gran cicatriz. Lo más evidente es mucha veces más difícil de aceptar que lo oculto: ni la riqueza ni el terror de Escobar provienen del mérito o el error individual. Todos: políticos y militares y policías corruptos, familiares que guardaron silencio, sicarios que se lucraron de la muerte, tienen parte en ese episodio de horror. Lo que está de fondo, en la barbarie monótona que acarrea la persecución del narcotráfico (y que pocos quieren reconocer), es el absurdo de haber permitido que su prohibición desencadenara una guerra que ha cobrado la vida de una generación entera solo por no firmar un papel que desmonte la lucha contra las drogas desde el militarismo y la penalización y se centre en la salud pública y la legalidad.

De otro lado, es apenas comprensible que una serie de televisión con un pie en hechos pasados cause ampolla,  porque aquellos que sufrieron el narcoterrorismo encuentran en la serie un removedor de heridas  que no han cerrado. Ellos piden respeto a su dolor y a su pérdida y a la impunidad que los rodea, pero no pueden reclamar una censura de la representación, porque la realidad no tiene propietario.

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Una versión mutilada de este texto se publicó en Revista Vuelta a la Página, México.

Recomendada:

 

Entrevista inédita de Yolanda Ruiz a Pablo Escobar en 1988, RCN Radio

 

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