En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Amor y terrorismo

De A para X, de John Berger

Berger

Amor y rebelión se juntan en esta bella novela de 2010. La guerra y el amor son escenarios perfectos para las narraciones dramáticas porque pueden escenificar todos los contrastes morales, todas las confrontaciones entre pueblos y parejas y todas las circunstancias trágicas: el dolor, la pesadilla, la traición, lo ruin, lo vil, el valor, la lealtad, la esperanza, el abuso de poder. En esta novela epistolar, una mujer innominada escribe a un hombre innominado y condenado a cadena perpetua en una cárcel de Iraq. El contexto histórico es el tiempo de la invasión extranjera occidental. La población intenta seguir la vida (que no rehacerla) en medio de los bombardeos y la constante amenaza de los tanques, de los drones y helicópteros artillados que defienden a occidente del “fundamentalismo islámico” sobretodo porque es una amenaza para el mercado del petróleo. Cada carta expresa al condenado un dibujo del mundo exterior, la cotidianidad de una vida que su juez, una autoridad extranjera, le ha negado. Las cartas están encaminadas a alimentar la memoria del preso, a brindar un poco de consuelo y felicidad a través de la descripción fisiológica de los sentidos. La pareja trata de casarse, pero sus solicitudes serán negadas una y otra vez. Junto a las cartas, la mujer envía olores y sabores en forma de recordatorios, a la mazmorra. Esa es una forma de conectar la memoria del preso con la realidad, de mantenerla unida ante la fragmentación por la sinestesia, la suplantación de los sentidos por palabras. Ella envía recuerdos a su amado. El, en cambio, envía reflexiones políticas sobre los falsos valores del capitalismo salvaje, sobre la explotación del tercer mundo, sobre el castigo. Ella narra los actos de heroísmo de que tiene noticias y los que realiza cada día en su farmacia. Le cuenta que ha curado a un hombre a punto de caer en un coma diabético y que con el tiempo se vuelven a encontrar, para descubrir entonces que salvó a un poeta. Ella se suma a la defensa civil que hacen las otras mujeres de una fábrica donde se han refugiado milicianos que luchan contra el ejército invasor. La fábrica está a punto de ser bombardeada. Las mujeres cercan la fábrica y con sus cuerpos de escudo humano disuaden al invasor y hacen retroceder los tanques. Un mínimo gesto de miedo habría desmoronado la fuerza de voluntad del grupo y avanzar al invasor. La observación de la vida en un lugar foráneo despeja los prejuicios sobre aspectos que nos son desconocidos, porque siempre son correlatos eludidos por la propaganda oficial de un imperio en guerra. Berger deroga la idea maniquea en el discurso contra la alteridad representada en el “terrorismo internacional” que justificó las invasiones de Iraq y Afganistán al comienzo del siglo XX y ahora la de Siria: “nosotros”, los buenos católicos, contra “ellos”, los bárbaros musulmanes, el bárbaro, el otro. Lo que el invasor llama “terrorismo” es la respuesta a su desproporción de fuerzas represoras. Cada acto desesperado de guerra es la resistencia de un pueblo para enfrentar la agresión que impone una supremacía militar. Quedarse callado, quedarse quieto, sería aceptar no solo la derrota sino la deshumanización. Al condenado se le impone dos cadenas perpetuas porque la justicia también está al servicio de la supremacía. Es una justicia relativa por el lugar de enunciación de quien controla el poder. Una pena desmedida que busca hacer que su caso sea aleccionador para aquellos que puedan intentar oponerse, por métodos radicales, a la invasión. Se le aisla, para deshumanizarlo. Se le aisla, hasta del contacto mínimo con el condenado de al lado, para suprimir su fuerza de voluntad. Se le lleva a una isla de hormigón no para proteger a la humanidad del bárbaro sino para advertir a la barbarie que una barbarie mucho peor serán su juez y su condena. Es la advertencia que se da al resto del mundo de lo que le va a ocurrir a quien se oponga a las tiranías. Los métodos de censura son, siguiendo a Foucault: por afirmación, por negación y por coacción. La afirmación consiste en afirmar que algo no existe e visibilizarlo. La negación consiste en negarlo para acallar. La coacción consiste en aplastar y desaparecer la evidencia. A esta pareja se le aplican las tres fórmulas de aplastamiento del poder.
Más allá del contraste ideológico que nos enfrenta a la deshumanización del terrorista, al conocimiento de sus motivos, de su vida, de su subjetividad, todo lo que lo humaniza, dos ideas me quedan latentes de esta historia entre guerra y amor (Armonía era la hija de la guerra y de la belleza en la mitología clásica): el primer acto de rebelión está en formular una pregunta. El terrorista es un defensor acorralado de una idea contraria, que cuestiona. Una pregunta no es poner una bomba. Pero esa pregunta es la que lleva a decidirse en favor de una bomba (hipótesis). La otra, es que la sublimación del deseo, la idea platónica del amor espiritualizado, idealizado, la trascendencia como fin último, es la fuerza de voluntad más fuerte que hay, porque está en los límites de la fe, o es otra forma de creencia como el ateísmo. Una pareja es feliz porque se siente única, no porque la felicidad consista en poseer bienes materiales. Un terrorista pone una bomba porque siente que su acto cambiará el orden de las cosas. El lazo que tiende el amor en este caso es una oposición, una rebelión, una exculpación. Deciden casarse para conspirar contra el poder, ellos que son el no-poder. Ellos que lo desafían con sus actos, con sus preguntas, con su voluntad. El amor y la rebelión son ideas cercanas, o ideas que aproximan a dos personas que miran el mismo horizonte por un instante. Nacen como oposición a un orden de cosas. Al menos en el espíritu romántico que aún subsiste en literatura como la de Berger. Pero no “romántico” en el sentido de cursi, sino en el sentido de compartir las ideas libertarias de la república romana. La pareja de este libro se enfrenta a todo, lo desafía todo, y esa rebelión y ese desafío los va uniendo aún más, los aproxima en la separación impuesta. El amor se opone a los prejuicios, de clase, de origen, políticos, a las barreras económicas, ideológicas, geográficas. Los enamorados desafían a nombre del amor. La fuerza del sentimiento amoroso los lleva a desafiar el orden establecido. Otra vez estamos frente al mito de Romeo y Julieta, de Medea y el argonauta. La fuerza arrasadora de la primera etapa del enamoramiento es avasallante y ciega. Por lo tanto creativa y violenta, armónica. Va en contra de todo, hasta de la razón. Pero no es el amor lo que los hace rebeldes, es compartir una visión del mundo, de la vida, una idea de la justicia, es la solidaridad, los gestos de bondad, lo que aproxima y afianza el amor. La felicidad aquí no es el fin último. Son felices, aunque no se vean, aunque solo puedan verse tras un permiso que se posterga. Son felices por el pasado en común, porque lucharon hombro con hombro.
Esto me lleva a pensar en una digresión sobre la felicidad, esa extraña idea que parece una asíntota: ¿La felicidad es necesaria para que se desencadene todo lo que lleva al amor? En el documental DonCa de la colombiana Patricia Ayala, el protagonista del retrato, Camilo, que ha decidido irse a vivir al paraíso de Guapi en el pacífico colombiano, dice, de forma abrupta, aparentemente injustificada, que la felicidad es la distancia que hay entre lo que quieres y lo que tienes. Cuando la distancia entre esos dos extremos es ancha, eres infeliz. Cuando es corta, te sientes feliz. Pero cuando no quieres nada, agrega, lo tienes todo. Él, don Ca, no quiere nada como Epicteto. Quiere vivir en paz en un paraíso afrocolombiano, rodeado de jóvenes que llenan el vacío de un hijo perdido, de un amor desdichado. Es una idea noble que está contaminada por otras innobles como la posesión material de las cosas del mundo, incluidos los cuerpos. Pero la felicidad no es la medida de satisfacción que te provoca el objeto del deseo.
La pareja de esta novela de John Berger es la prueba literaria de que para ser feliz no se necesita tener fortuna ni posesión del objeto del deseo. Así sería, si la felicidad fuera el deseo.

Comentarios