En contra

Publicado el Daniel Ferreira

La Universidad Nacional y la vocación equivocada

«Ahora me pregunto qué hubiera dicho Roberto Perry del nuevo examen de admisión a la Universidad Nacional vigente desde 2013.» Obituario extemporáneo del profesor Roberto Perry.

Me entero hoy, siete meses después: en julio del año pasado falleció el profesor Roberto Perry. Fue mi profesor de fonética en la Universidad Nacional. A él le oí algunas de las ideas más fascinantes sobre las palabras y su evolución. Él imaginaba, por ejemplo, que en Antioquia, Colombia, la unión de rasgos suprasegmentales (simplificación de expresiones a palabras como “asozí”, “eavemaríapuesome”) conllevaría a que, más o menos en 800 años, en esa codiciosa región del planeta se hablara una lengua tonal más parecida al chino que al español. Por él comprendí que cada quien vive lo que habla como la lengua de verdad y que por eso la profilaxis y corrección y ambición purista que pretende sanear la lengua de palabras “malas” es un trabajo estéril; casi siempre un ejercicio de pedantería o la forma más barata de parecer inteligente. Por él traté entender la primeridad, segundidad y terceridad peirceana (que eran, para el pragmatista norteamericano las tres formas para interpretar la realidad: la física, la imaginaba y la simbólica).

Un día llegué a su clase más temprano que de costumbre para un exámen extemporáneo. Llegué a las seis y media, porque vivía a un tiro de papabomba de la Universidad, y me senté a leer las cartas del Vincent Van Gogh a su hermano Theo. Perry llegó poco después y vio la carátula del libro con una reproducción del holandés en la portada y me dijo: “¿Estudió el AFI para el examen?” (El AFI era el Alfabeto Fonético Internacional: un tablero lleno de signos que correspondían al punto donde ponemos la lengua y los labios y hacemos vibrar la laringe al pronunciar los sonidos). Por supuesto, yo no había estudiado, porque era uno de sus estudiantes más apáticos. Por eso, además, tenía que validar. Para evitar sus preguntas insidiosas antes del examen, le dije honradamente que no, que estaba más interesante el proceso de descomposición mental de Van Gogh que el AFI. Él abrió los ojos quelonios que tenía y se fue acercando como una tortuga hasta la portada del libro y entonces me interrogó: “¿Usted de verdad quiere ser lingüista?” Negué, con el pudor de los desenmascarados. Quiero ser escritor, me rendí. Entonces él se irguió, encendió el cigarrillo que apretaba en la juntura de los dedos y me dijo al mismo tiempo que expulsaba la bocanada de humo con sus palabras: “Si sigue leyendo esas cosas tan peligrosas seguramente va terminar siéndolo, pero dejará la carrera.” No era una advertencia, lo sé hoy; era un consejo. Esa vez no contesté. Él volvió a hablar: “Y más le vale dejarla pronto, porque lo peor que hay en la vida equivocarse de vocación.”

Era un pedagogo que interrogaba a sus estudiantes constantemente y divagaba sobre temas ajenos a su ciencia. Era un maniático de la puntualidad en los horarios, de la palabra precisa en los escritos, del debate a través del diálogo socrático. Trataba de responder a todas las inquietudes de todos sus estudiantes tomándose unos segundos para reflexionar. En esos segundos, podía pegarse al vidrio y mirar los prados del Freud con los grupos de aplicados fumadores de marihuana (si estábamos en un salón convencional) o mirar un punto indefinido de la pared si estábamos en el salón sin ventana que él llamaba “laboratorio de fonética”. Luego pegaba un grito con la misma frase arcana de siempre: “!En qué mundo estamos!”. Quería decir que había que situarse: adoptar una perspectiva para tratar de comprender un fenómeno particular, para poder dialogar.
Un día le pregunté esta tontería que a tantos amarga: qué ocurría cuando alguien decía “haiga” en lugar de “haya”, y aunque se quedó un momento con los ojos desmesuradamente fijos en el punto indefinido mientras frotaba los labios como borrándose un mal regusto, luego de cinco segundos exactos contestó: “Porque la gente quiere regularizar un verbo irregular.”
Otro día una alumna le preguntó esta profundidad: si estaba bien dicho “vaso de agua” o si debía decirse “vaso con agua”. Él, que estaba acostumbrado a que lo consultáramos como a un cazador de gazapos en periódicos, dijo que los guardianes de la corrección defendían el caso con un argumento tonto: el vaso era de vidrio y no de agua, por lo tanto, correcto era decir “vaso con agua”. Pero enseguida añadió que la expresión incorrecta tiene una connotación metafórica que la validaba y que purificaba su uso contra la regla pragmática: pedir un vaso de agua era pedir una medida (la del agua que cabe en el vaso, como cuando decimos, y es lícito, “un metro de tierra” o “un kilo de carne”); lo que se pedía de esa manera era la cantidad de tierra que cabe en un metro cuadrado o la cantidad de carne que cabe en un peso y que corresponde a un kilo.

Pequeñas reflexiones en las que él aprovechaba para devolvernos las preguntas y nos desmenuzaba los mitos de la profesión de lingüistas, entre los cuales el primero a derogar era el de ser un defensor del bien decir, porque la lengua era hablada antes que escrita, antes que formalizada, y estaba viva y sus reglas cambiaban con los usos y las regiones y las formas del mundo en que vivían los hablantes.

Para la huelga estudiantil del año en que Uribe Vélez y no los votos de los estamentos eligieron al glosador de la historia de las colonizaciones económicas en Antioquia y el Valle, el reformista y tecnócrata Marco Palacio, como rector de la Universidad, Roberto Perry había vuelto de un año sabático pasado en el Amazonas y decidió continuar haciendo su clase fuera del edificio de Ciencias Humanas que había sido clausurado con una pila de pupitres hecha por los propios estudiantes declarados en huelga.

Aquellos que alcanzamos a llegar a tiempo para la clase de Fonética fuimos con él hasta un prado, cerca del edificio de posgrados y nos dispusimos a tener una clase al aire libre. Esta vez nos acosó con preguntas que tenían poco que ver con las lecturas: quería saber si estábamos a favor o en contra de la huelga estudiantil. A los que se declararon a favor de la huelga, los atosigó a continuación con otra clase de preguntas: si sabíamos qué era el ALCA (embrión del TLC), si habíamos averiguado algo de Marco Palacio; por qué estábamos a favor, o por qué nos oponíamos a la elección del rector, o por qué insistíamos en el cese de clases.

Primero llegó el turno a quienes se oponían al bloqueo. Los que estaban en contra al comienzo miraban, pero luego los dos grupos acabaron enfrentados en una discusión con mucho calor y pocas ideas, pero en el intercambio de frases oímos los estallidos de las primeras papas explosivas y vimos a un grupo de estudiantes cubiertos con capuchas que vinieron hacia nosotros para interrumpir el coloquio. Ellos pidieron la aprobación del profesor para que dejara abandonar la clase a los estudiantes que quisieran participar de la protesta. Perry dijo que bien podrían abandonar la clase los que quisieran, pero que él les impondría una falla, y nos recordó que su clase era del tipo teórico-práctica y estábamos obligados a cumplir con el 80% del horario o correríamos el riesgo de perder su materia, por inasistencia.

Una encapuchada no se arredró y dijo en voz alta que por culpa de profesores como aquel era que la universidad estaba en crisis. Esto provocó un gesto payasezco en el profesor Perry: se llevó una mano al oído, simulando sordera, y preguntó, con sus ojos muy abiertos, camaleónicos: “¿Crisis? ¡Ella dijo crisis!” y nos miró a todos con una interrogación feroz en la cara: “¿Alguien sabe qué es crisis?”.
Un estudiante alzó la mano y dijo que crisis era cuando las cosas iban mal.
Perry volvió a fingir sordera y preguntó: “¿Alguien sabe qué es crisis en el sentido filosófico del término?”.
Nos miramos en silencio. Las papas seguían explotando en la calle 26. Nadie sabía definir crisis.
“!Crisis es algo que se rompe! ¡La crisis te obliga a pensar! ¡De crisis vienen las palabras crítica y criterio!”.
Luego se dirigió a la encapuchada y dijo: “¿A usted le interesa tanto el futuro de la universidad y la educación como para no asistir a clases?”.

La estudiante eludió la respuesta y lo tildó de fascista y de partidario de Marco Palacio y sus secuaces, y a continuación nos invitó a todos a desertar masivamente de la materia en son de protesta.

Afuera las explosiones se intensificaron y empezaron a llegar los policías y una jaula negra para disolver manifestaciones y disturbios. Un par de bombas de gas lacrimógeno trazaron una curva en el cielo y cayeron en predios de Posgrados y Uriel Gutiérrez. Los encapuchados reaccionaron en una carrera a todo vapor hacia la puerta de la calle 26 para impedir con piedras y papas explosivas el ingreso de la policía al campus.
Perry se quedó en suspenso, mirándonos desafiante y fumando su cigarrillo con esos ojos intensos cuyos párpados no alcanzaban para cubrirlos.
Yo miraba a los estudiantes que habían abandonado la clase y se alejaban, encapuchándose, hacia la calle 26. No sabía si quedarme o desertar. La misma ambigüedad se reflejaba en la cara de los otros, que corrían el riesgos de ser insolidarios para los estudiantes que defendían la universidad pública o desertores para un profesor intransigente. Creo que fueron los momentos más tensos que hayamos tenido con él en su clase llena de suspensos y estallidos.

Solo después apisonar la colilla con el talón, Perry empezó a hablar y dijo que en mayo de 1984 él presenció una huelga estudiantil que acabó en desapariciones forzadas. Las residencias de estudiantes fueron asaltadas y quemadas a plomo por el ejército. Por la calle la 26 los tanques aplastaron a los manifestantes y desparecieron a ocho personas. Eso sí había sido una “crisis”. La universidad fue cerrada por casi dos años, y luego, por orden del rector entrante de la época, Marco Palacio (el reformista) cuando volvieron a abrir el alma mater ya no había restaurantes gratuitos, ni residencias estudiantiles y toda la universidad que era abierta, la habían enrejado con cercas de alambre. La única prueba que quedaba de la represión eran aquellos edificios incinerados que aun siguen en pie en el Centro Nariño, frente a Corferias.

“¿Quien se acuerda de los nombres de esos desaparecidos?”, preguntó, “¡Nadie! ¡Solo yo! ¿Y saben por qué? Porque una de la desaparecidas era mi novia.”

Ahora fuimos nosotros los que quedamos en suspenso.
Él siguió hablando contra los que solían confundir a los mártires con los héroes, y sugirió que su novia de aquellos años había sido víctima de la revolución.
A este punto un estudiante alzó la mano para hablar y dijo:
“No, Perry: fueron víctimas de la bota fascista. Y si no hacemos hoy algo, mañana solo va haber universidad para unos cuantos.”

Ahora varios nos decidimos por los que convocaban a movilizarse contra la privatización y el abuso, y no con él y lo dejamos allí parado, con su cigarrillo en la comisura de los dedos.
Entonces abandonamos la clase y corrimos con dos piedras en la mano.
Seis horas después de los tradicionales gases, arengas y pedreas, todo acabó, sin desaparecidos ni saldo de muertos.
Al lunes siguiente volvimos a su clase y en la calle 26 no había huella del combate, porque un ejército de barrenderos borró los rastros.

En mi mente tengo también otro día en que el profesor Perry se refirió a aquella declaración de García Márquez en el Congreso de la lengua de México cuando avaló la eliminación de la consonante sorda (la H), y de las tildes. Perry dijo, de manera premonitoria, que esa declaración era una muestra de demencia senil del Premio Nobel: proponer la abolición de la ortografía ameritaba una réplica de su parte, no por parecer él un defensor del purismo, ya que la lengua era un dialecto con ejércitos (Hjemslev) y se defendía sola, sino porque esa abolición nos sumiría en una babel desmemoriada: no sabríamos reconocer las palabras por familias y derivaciones y la escritura sería anárquica e indescifrable. “¿Qué pasaría por ejemplo con la palabra ‘chulo’ si no existiera la hache?”.

Si tuviese que definir su pedagogía con su carácter, creo que Roberto Perry era un peripatético pasional, que es la forma más natural de transmitir conocimiento a principiantes. Había fundado el “laboratorio de fonética” (un computador con un software capaz de separar una muestra de habla en curvas, dibujos y espectros) y allí estaba casi siempre con un grupo de filósofas novicias con las que estudiaba la obra de Charles Sanders Pierce (la Universidad Nacional cuenta con un archivo completo de sus manuscritos). Una de sus exentricidades consistía en escandalizarnos al describir los experimentos que llevó acabo Peirce en Estados Unidos para probar que el pensamiento era consubstancial a otras formas de la vida, no sólo al ser humano. El que más le gustaba narrar era el de una rana a punto de ser guillotinada con un hacha. En una mano de Peirce estaba el filo y en la otra un alfiler. El científico soltaba la guillotina sobre la cabeza de la rana y una vez decapitada clavaba el alfiler y lo clavaba en una pata. Para sorpresa de su ayudante que sostenía el cuerpo del animal cercenado, la pata se recogía como si sintiera dolor. Eso, para la época de Peirce, decía Perry, era la prueba de que la representación no estaba ligada solo al cerebro, porque la cabeza no era el centro del pensamiento; ese experimento, decía, solmene, “era pensamiento hecho cuerpo”.
Todos lo mirábamos entre indignados e incrédulos, como si estuviérmos en presencia de un científico loco. Luego se maravillaba, Perry, hablándonos de otros misterios que un día serían resueltos. El fenómeno de resonancia, o cenestesia, o telepatía, mediante el cual el cuerpo podía anticiparse a las enfermedades o a los acontecimientos por venir; las mujeres que al vivir bajo el mismo techo regularizaban sus periodos menstruales y les llegaba al mismo tiempo; los árboles estériles que florecían al ser podados; el azar que llevaba a encontrarnos en la calle a la persona en la que habíamos estado pensando toda la mañana.

Su voz era un rugido de león en un cuerpo de ratón. Recuerdo que usaba una chaqueta de dril beige cuyas mangas le llegaban a las rodillas y le daban ese aire a señor Hyde empequeñecido después de una noche de crimen convertido en el temible Dr. Jekyll.

Por lo demás, nunca logré aprobar Fonética y fonología (la cursé tres veces), pero creo que aún sus advertencias me sirven para tratar de entender la forma en que hablo y hablamos en esta vida onírica.

Pregunto de qué murió, pero hay un silencio misterioso. Me entero de que una de sus amarguras de los últimos años (tal vez la que le llevó a la muerte) fue un proceso académico por acusaciones de plagio en su contra. No sé qué fundamentos hayan tenido esas acusaciones y si acabaron por prosperar en una amenaza de destitución, pero desde que las ideas producen dinero todo el mundo las quiere privatizar. Las ideas no pertenecen a nadie: solo nos pertenecen las formas, anotó en su diario Julio Ramón Ribeyro.

Recuerdo ahora que un día dije esta frase en su presencia y fue una de las pocas que me corrigió: “Él no dijo nada”. Perry me interrumpió con la advertencia de haber dicho todo lo contrario de lo que quería decir: que la persona dijo muchas cosas.
Recuerdo su encono contra las presentadoras de televisión, “esas vrutas” que hablaban en neutro y contra toda lógica despachaban boletines abstractos y revivían en cada emisión los sonidos que habían desaparecido del español desde el siglo XVI.

Ahora me pregunto qué hubiera dicho Roberto Perry del nuevo examen de admisión a la Universidad Nacional vigente desde 2013. Con el pretexto de buscar la excelencia, la Universidad designará arbitrariamente la carrera que debes estudiar, desechando tus aspiraciones y amparándose solo en los mejores puntajes obtenidos para asignar los cupos por carrera, como si un puntaje bastara para revelar a quién le viene bien estudiar medicina y a quién le va el derecho y a quién sociología, y quién no merece sino el azadón, el fusil o la mina. A largo plazo ¿a quién le conviene que en la universidad pública solo pueda educarse una minoría formada en colegios privados? A esa minoría. Con ese modelo, los pobres venidos de los circuitos de la educación estatal hacinada en campos de concentración de mil quinientos estudiantes, ya no irán a la Universidad a tirar piedras, claro, sino a los cursos técnicos para manufactureros del TLC. ¿Y qué conseguirán los elegidos? Una vocación errónea.

Creo que él habría dicho lo mismo que me dijo a mí la mañana del libro de Van Gogh: “Lo peor que te puede pasar en la juventud es perseguir una vocación equivocada.”

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http://unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com/

 

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Roberto Perry. /Google imágenes. Modificada por D.F.

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