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Pink Floyd: la lucha por un nombre

 

David Gilmour (1977)
Fuente: Flickr – Affendaddy

La banda inglesa lanzará su nuevo disco en octubre. ‘The Endless River’ es un trabajo resguardado por 20 años, producto de las sesiones de grabación del último disco de la banda, ‘The Division Bell’. Las tensiones interiores en la banda produjeron su ruptura. Esta es la historia de ese quiebre, que se zanjó en estrados judiciales y escenarios.

Juan David Torres Duarte

Era un cerdo inflable gigante. Pink Floyd lo usaba en sus conciertos en los años ochenta, en parte inspirados en toda la estética que crearon en The Wall (1979) y Animals (1977), y lo hacían volar sobre el escenario. Era gigante y robusto y parecía un arma de guerra. En eso se convirtió, de hecho, a mediados de los años setenta. La banda se había separado, en esencia, porque David Gilmour (guitarrista) y Roger Waters (bajista), compositores ambos de la mayoría de temas de la banda, encontraron un punto de quiebre que no supieron ni quisieron superar. Entonces Waters —usando toda la defensa posible, arguyendo que la banda había salido adelante gracias a su trabajo, que las letras eran suyas, que las armonías eran suyas— quiso que el cerdo ya no fuera usado en ningún posible concierto de Pink Floyd.

Por entonces, la banda tenía a tres de sus miembros originales, que se aparecían en el estudio de rato en rato, y había preparado una nueva producción: A Momentary Lapse of Reason. Waters peleaba por los derechos sobre el nombre, y pedía a la discográfica —por medio de demandas que tuvieron más bien poco éxito— que no les permitiera utilizarlo ni explotarlo so pena de perder tiempo y dinero en severos líos judiciales y comerciales. Las demandas no surtieron el efecto que él deseaba; pero debía atacar por todos los flancos. Y salió el asunto del cerdo: Pink Floyd no debía utilizarlo porque, como el resto de la producción de la banda, el cerdo era autoría de Roger Waters y tenía derechos sobre él.

La banda respondió, medio en broma, medio en serio, poniéndole un par de testículos gigantes al cerdo para diferenciarlo de la imagen original creada por Waters. El hecho, más allá de su ironía, es el resultado más franco de una pelea que había llegado a los estadios de la ridiculez. Pink Floyd, una de las bandas que quizá más ha influenciado la ingeniería de sonido en el rock y cuyos temas superaron las meras pretensiones sonoras, se estancó por años en una pelea de tintes infantiles: Waters quería que la banda, toda su producción, estuviera a su nombre, y criticaba a Gilmour por tomarse derechos que no le pertenecían; Gilmour quería demostrar que Pink Floyd podía seguir teniendo el mismo nivel sin él.

Todo tuvo un comienzo ordinario: durante las grabaciones de The Final Cut, Gilmour y Waters entraron en una discusión sobre qué línea deberían llevar los temas del álbum. Había allí aún algunos remanentes de The Wall, que Gilmour no deseaba utilizar y Waters creía adecuados para un tiempo en que, entre otros sucesos, Margaret Thatcher le había declarado la guerra a Argentina por las Islas Malvinas. Waters compuso las letras y melodías del álbum; le pidió a Gilmour, poco después, que presentara su material; Gilmour, por razones de su pereza quizá, pero también porque trabajaba a un ritmo muy distinto, nunca presentó temas nuevos; Final Cut vendría a ser conocido como el álbum de Roger Waters y sólo de él.

Todos los integrantes de Pink Floyd —Nick Mason y Rick Wright, además de Gilmour y Waters— ya trabajaban por entonces en proyectos en solitario, lejos del confinamiento en que paso a paso se había convertido la banda. De manera oficial, Waters dijo que Pink Floyd era ya un proyecto gastado, acabado, en decadencia. La música que habían hecho —concluyó Waters— llegó a su tope, y como grupo no lograrían nada más, a pesar de todas las pretensiones de Gilmour y los buenos oficios de amigos cercanos para que la banda siguiera junta. Los managers y los dos integrantes restantes de la banda participaron de esa fallida reconciliación, que engendró, del modo más absurdo, el primer enfrentamiento legal entre Waters y la banda.

Waters quería prohibir que siguieran usando el nombre de la banda. Dado que nunca existió una comprensión clara de a quién pertenecían los derechos del nombre, Gilmour, Mason y Wright pudieron continuar haciendo discos y giras con ese nombre, y Waters explotó también el material que había creado junto con el trío. Demandó en varias ocasiones con la misma petición; jamás un veredicto estuvo a su favor.

El fracaso judicial no redujo la pericia de Waters. En los momentos en que Pink Floyd salía de gira, o estaban planeando alguna, Waters llamaba a los empresarios encargados de los escenarios y la logística y los amenazaba con demandar si se prestaban para ello. Fue entonces aquel asunto del cerdo, y fue entonces que Gilmour dijo que el bajista era un perro de granja y que pelearía contra él. ¿Reconciliación? La hubo, muchos años después, pero por ese tiempo Gilmour y Waters eran los peores enemigos de la industria musical aunque hubieran grabado una decena de discos juntos —The Dark Side of the Moon y Meddle, entre ellos— y se hubieran convertido en el experimento psicodélico más acertado y estructurado de los setenta.

El 23 de diciembre de 1987, una corte falló y el lío se dio por terminado: Gilmour podría utilizar el nombre cuanto deseara hasta el fin de los tiempos y Waters obtenía los derechos totales de The Wall. Vendrían años en que el uno no llamaría al otro, y en que en las entrevistas se ventilaran los problemas interiores de la banda como si fueran materia de sabiduría pública. Waters continuó su carrera y los otros tres integrantes grabaron otras dos producciones. Se reunieron en 2005 para el Live Aid: lo suyo fue una reunión en un concierto de caridad, y hasta allí fue todo. En 2010, Gilmour tocó un tema en un concierto con Waters. Y luego cada uno siguió su camino.

La estupidez suele disfrazarse bien de sabiduría. Roger Waters, casi treinta años después de todas sus peleas, pidió perdón y declaró que no había sido nada prudente su modo de actuar. Entonces ya había fallecido Rick Wright y Pink Floyd se había desbaratado, y sin embargo la música, esa bella ignorada, seguía por encima de todo cuanto se hubieran podido decir y hacer. La música siempre los sobrepasó, y siempre será más eterna que ellos, apenas carne y polvo. Quizá por eso el título de su álbum: El río infinito.

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