Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

María Antonieta de Austria (1755-1793)

Proveniente de la alta alcurnia, a María Antonieta, como es común en las princesas, no le quedó más que cursar el camino que otros decidieran por ella. Hija del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Francisco I, y de María Teresa, archiduquesa de Austria y reina de Hungría, la penúltima de las hijas de los reyes no prometía otra cosa más que una vida colmada de lujos y privilegios. Fue criada para ser una caprichosa. Su madre vigiló con cautela una instrucción que consistía principalmente en preservar la higiene y llevar hábitos saludables, además de instruirla con profesores particulares en dicción, canto, clave, baile y actuación. La princesita consentida pasa los años de su infancia recorriendo los distintos salones de varios palacios vieneses, hasta que a la edad de los 14 años la emperatriz consigue emparentarla con el nieto de Luis XV, el joven delfín Luis Augusto, y que a la postre se convertiría en Luis XVI, rey de Francia. En 1770 María Antonieta renuncia de manera oficial al trono de Austria, para celebrar su fatídico casamiento, en el que a consecuencia de un incendio ocasionado por fuegos artificiales acabarían muriendo más de un centenar de personas. Su llegada al Palacio de Versalles no fue menos enardecido. La delfina despierta todo tipo de animadversiones en la corte, quienes ya andaban prevenidos del comportamiento altivo de la bella y agraciada María Antonieta, de una hermosura desconcertante y unos modales petulantes, dado su creencia natural de que la realeza estaba bendecida por los dictámenes divinos. Ese era su mundo, el de una diosa cortesana. Sin embargo tratará de acomodarse a los hábitos versallescos, y a pesar de disgustarle muchos de sus costumbres cortesanas, como la desmedida lujuria libertina del rey Luis XV. Su esposo no prestaba mucho interés a los tantos comentarios que suscitaba su mujer, manteniéndose más que distante, y es así como tendrían que pasar siete años para que finalmente se le acercara y consumaran su matrimonio. Desde 1774 la pareja ostenta el título formal de reyes de Francia, y al poco tiempo después ya comenzarían las burlas y ofensas en contra de la malquerida de María Antonieta. “Pequeña reina de veinte años”, cantaban las canciones famosas del momento. Con el ánimo de sentirse más segura, María Antonieta se rodea de un séquito de cortesanos favoritos, que en adelante recibirán un pago bastante generoso para que le sirvan en su defensa, protección, consejos y cuidados de toda clase. Por esa época comienza a hacerse notorio su derroche estrafalario, los juegos de cartas en los que la reina disfruta desafiar a la suerte malgastando grandes sumas de dinero, las fiestas fastuosas y el lujo desmedido en sus vestidos y los banquetes que ofrecía, todo lo cual acabó agravando el descontento de un pueblo empobrecido y hambriento que veía cómo ante sus propios ojos la propia reina, irreflexiva y frívola, derrochaba las riquezas del heraldo público con su egoísmo y su excesivo despilfarro. En una época en la que escaseaba el pan, ella solía empolvarse las pelucas con harina. Era costumbre usar las zapatillas por un par de días para luego estrenar otras completamente nuevas, y fue sabida esa desfachatez de su cuñado que cada día portaba con rigurosidad un par de zapatos distintos. Según los rumores, María Antonieta ejerce una amplia influencia sobre su marido, quien sujeto a las veleidades de su esposa, le corresponde con el nombramiento y destitución de ministros y otras decisiones políticas que le resulten convenientes a sus intereses y caprichos personales. Independiente, de ninguna forma se permite que alguien la gobierne o la dirija o le dicte qué hacer y cómo hacerlo, ella sólo parecía estar allí para divertirse con sus antojadizos privilegios. Es entonces cuando una campaña agresiva intenta desprestigiarla hasta el punto de lograr que la reina tambalee en su trono. Se publican panfletos en los que se le acusa de mantener relaciones furtivas con varios amantes de ambos sexos, y así también se denunciaban sus gastos desproporcionados, onerosos, atrabiliarios e innecesarios. Denigrada por todos, a la reina se le tenían apelativos tales como “La otra perra”, “La loba austriaca” o “Madame Déficit”. Para 1778 los reyes tendrán a su primogénita, María Teresa, conocida como “Madame Royale”, y dos años después morirá la madre de María Antonieta, quien hasta ahora había sido una de sus mejores consejeras, asistiéndola en sus dudas y preocupaciones a través de continuas misivas. Un año más tarde nacerá el delfín de la familia real, Luis José, y no se harán esperar los pasquines propagandísticos que ponen en duda la supuesta paternidad del rey. En 1785 estalla un escándalo conocido como el “Caso del collar”, y que incluso Napoleón bautizó como uno de los detonantes de la mismísima revolución. Un joyero acusaba a María Antonieta de no haber pagado por un collar de diamantes que le había encargado a través de un cardenal. Finalmente se logró demostrar que tanto la reina como el religioso habían caído en una estafa, pese a lo cual el pueblo se mantendría reticente ante la inocencia de la consentida reina. En 1785 nace su tercer hijo, y dos años después la última de sus hijas, que moriría antes de cumplir un año a causa de la tuberculosis. Para ese momento la que hasta entonces se había comportado con un cierto descaro acerca de los asuntos de su pueblo, toma conciencia del odio y de su impopularidad, y decide reducir sus gastos para empezar a patentar un estilo de vida mucho más austero. Pero esta vez serán los cortesanos quienes manifestarán su descontento y acabarán por darle la espalda, toda vez que María Antonieta les hubiera reducido sus salarios y los tantos lujos a los que estaban acostumbrados. De esta forma la pobre reina no encontraba la manera de resarcir sus culpas pasadas y ganarse el cariño de un pueblo que ya empezaba a celebrar su decadencia. Pero el disparador que desataría el fragor enardecido del pueblo llegaría el día en el que, luego de haber sido encarada por una turba famélica que se apostó en el Palacio de Versalles para reclamarle frente a frente que no contaban ni siquiera con trigo y harina, esta, soberbia como todos la conocemos, exclamó aquella frase con la que terminaría por poner el último clavo en su ataúd. “¡Que coman pasteles!” María Antonieta, así como toda la familia real, es atacada desde todos los frentes. Los religiosos levantan su voz en contra suya desde los púlpitos, y para julio de 1789 ya se había fijado un precio por la cabeza de la reina. María Antonieta prepara sus joyas, alhajas y vestimentas, e intenta convencer a su esposo para que abandonen el palacio antes de que sea demasiado tarde. A comienzos de octubre un grupo de manifestantes armados con lanzas, picos y cuchillos ingresan al palacio y asesinan a un par de guardias que defendían a la realeza, pero no consiguen asestar un golpe final a “el panadero” (el rey), “la panadera” (la reina) y a “el pequeño aprendiz” (el delfín), ya que estos habrían conseguido ser escoltados por sus tropas personales. Sin embargo la familia es tomada prisionera y recluida en las Tullerías de París, donde entonces tendrán la oportunidad de contactar al rey de España y al emperador Leopoldo II, hermano de María Antonieta, pero ambos omitirán estos auxilios y acabarán por negarles cualquier tipo de ayuda. En 1791 la familia intenta huir en el interior de una berlina, pero en un evento desafortunado son reconocidos por un paseante casual y nuevamente son trasladados a París. El pueblo señala a Maria Antonieta de traición y la tildan de ser un “monstruo femenino”. Para agosto de 1792 una multitud desbordada de hastío ingresa en las Tullerías y consigue superar los guardias que custodiaban a la familia real, y aunque esta consiguiera encontrar refugio en la Asamblea Legislativa, de donde luego serían llevados a la torre del Temple, y allí aguardarían algunos días hasta que finalmente fueron sentenciados a pagar sus distintas condenas. La monarquía fue abolida oficialmente el 21 de septiembre de 1792 y la Convención Nacional pasó a conformar el órgano central de la República Francesa, poniendo un sello definitivo el 21 de enero de 1793 con la ejecución de Luis XVI. Cualquier intento de María Antonieta por salvar su vida fue totalmente infructuoso. Durante su presidio muere su tercer hijo, y así mismo le arrebatan al delfín para dejarla únicamente en compañía de su hija. No se les permitía ningún contacto con el mundo exterior, y ya para ese entonces el Comité de Salvación Pública, encabezado por el temible Robespierre, había iniciado un juicio ante la Convención Nacional en el que pedía la sentencia de muerte para la reina destituida. Algunos propusieron canjearla por soldados prisioneros, pero finalmente fue traslada a una celda aislada en la prisión de la Conciergerie, donde según se dice se golpeó la cabeza con el dintel de la celda, justo al momento de ingresar, y ante la pregunta del guardia de si acaso se encontraba bien, María Antonieta le respondió: “Ahora nada puede hacerme daño”. Incomprendida por todos, la mujer que estuvo siempre rodeada de lujos se veía ahora conferida a permanecer en un espacio reducido, con un sillón, dos sillas, una mesa, un catre, y bajo una estricta vigilancia. A pesar de esto, María Antonieta se las ingenia para intentar escapar, pero su plan de fuga se ve frustrado, toda vez que no contó con la participación de todos los implicados y fue finalmente delatada. Para exacerbar el rigor de su custodia, y como reprimenda por su intento de huir, la reina es llevada a una prisión de máxima seguridad, donde apenas una mampara la separan de los guardias que noche y día la vigilan. Curiosamente sería en esta misma prisión donde el temido Robespierre pasaría también sus últimas horas de vida. El juicio de María Antonieta fue un acto ridículo, mucho más injusto que el de su esposo, defendida por un par de abogados jóvenes e inexpertos que pocas pruebas y argumentos presentaron para salvar a su defendida. Ante el jurado llevarían al pequeño delfín, quien bajo amenaza dijo haber sido inducido por su madre a ciertos juegos sexuales, y todo esto para deslustrar aún más la decaída imagen moral de la sindicada, a quien por encima de todo se le acusaba de alta traición y por ser una conspiradora en contra de la patria francesa. En el preámbulo de su acta de acusación se dice que María Antonieta “ha sido, después de su paso por Francia, la plaga y la sanguijuela de los franceses.” Dos días después de iniciado el juicio, María Antonieta ya tenía su sentencia resuelta y sin lugar a apelación. La llevan de vuelta al calabazo, donde ya solamente tendrá una noche más de vida, y en la que aprovechará para escribir una carta a Madame Isabel, la hermana de Luis, quien se hará cargo de sus dos hijos. La misiva sería interceptada por Robespierre y su destinataria nunca conocería de su existencia, y sin embargo la carta fue conservada y logró ser rescatada años más tarde como una constancia histórica. En ella dice no sentir culpas, pero ofrece disculpas a quienes haya ofendido, así también como su perdón, e insiste a todos que no se empeñen en vengar su muerte. Expresa el amor que siente por sus hijos y se permite aconsejarles. Le describe a su cuñada su sentencia: “Acabo de ser condenada, no a una muerte honrosa, sino a la que se reserva sólo para los criminales, pero voy a reunirme con vuestro hermano”. Y de esta forma concluye: “¡Dios mío! Qué doloroso es dejarlos para siempre. ¡Adiós, adiós! Me voy para ocuparme de mis deberes espirituales, pues como no soy dueña de mis acciones…” En la mañana del 16 de octubre de 1793, María Antonieta fue llevada hasta la tarima donde la esperaba su verdugo, no sin antes atravesar la plaza pública en la que un pueblo entero la abucheaba y escupía, mientras ella recorría esos últimos pasos que la separaban de la muerte. Se negó a confesarse. Aquel día vestía uno de sus “vestiditos blancos” que paradójicamente acabarían por adoptar las mujeres revolucionarias, y que, pese a la imagen de cortesana emperifollada, la misma María Antonieta había diseñado hacía muchos años como una prenda ligera que solía portar dentro del palacio. Al subir al cadalso María Antonieta tropieza con el pie del verdugo, y un gesto postrero de altura y dignidad nos demuestra el carácter cierto de una verdadera reina: “Disculpe, señor; no lo hice a propósito”, se excusa. Finalmente fue guillotinada, y fue enterrada con su cabeza entre las piernas. Durante el último período de su vida la pintora Vigée-Lebrun nos dejó una colección de más de treinta retratos de María Antonieta. Su historia ha sido retratada en novelas, películas, obras de teatro, canciones y documentales, como una figura que después de siglos ha comenzado a incorporarse en la misma cultura popular, referente de la cortesana caprichosa, insolente y derrochadora. Muchos historiadores aseguran que parte de su historia está desteñida por la propaganda que desde el comienzo de su mandato proliferó y que estuvo siempre en su contra, plagada de chismes y rumores, gran parte de ellos sin sustento alguno, como aquel suceso de los pasteles, que ya muchos desmienten y cuya frase se le atribuye a otras cortesanas que reinaron antes que ella. Lo que sí podríamos afirmar es que María Antonieta será otra víctima de su destino, una pobrecita reina incomprendida, una legítima descabezada real.

MARÍA ANTONIETA DE AUSTRA

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