Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Mamá

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Doce años atrás, regresé de una adolescencia que naufragó en los precipicios del alcohol. Al llegar estaba mi mamá encorvada sobre la máquina de coser con los mismos problemas que tenía cuando me fui y el mismo ensimismamiento con el que repasaba su vida. Imágenes amarillas rodaban por los laberintos de su memoria: los años en los que trabajó interna en una joyería en La Candelaria, los meses en los que fungía como administradora de una zapatería, el matrimonio en el que se encerró para el resto de sus días.

Después de mi retorno compartimos la melancolía de las lluvias de noviembre y la alegría de los nietos de su hermana que fueron haciéndose hombres y mujeres mientras ella continuaba arqueada sobre la máquina de la que salían perros de hocico alargado a quienes les hablaba como si fueran reales.

Algunas veces se unía mi papá que perdía trabajos y esperanzas, mi hermana cuando coincidían las vacaciones universitarias con las laborales o mi abuelo que se iba a la velocidad de los pasos que arrastraba entre los bastones que diseñó para acortar la distancia que lo separaba de la muerte.

Meses después abandonamos su cotidianidad: mi papá conseguía trabajos ocasionales que le daban la posibilidad de paladear la vejez, mi hermana ascendía por los ramales del éxito, yo me aventuraba en trabajos en Tunja y amores en Barranquilla y mi abuelo, a pesar que cada paso era más corto que el anterior, cruzó la última frontera.

Cuando retorné de ciudades y amores, recobré su rutina: el tinto de las diez de la mañana, las carreras del almuerzo, las charlas con los canarios que contestan como si entendieran, su preocupación por encontrar clientes (o conserva los anteriores), a pesar que no los necesita para ganarse la vida. Todas las tardes, después del tinto de las dos de la tarde, ella inevitablemente se arquea sobre la máquina para repasar la nostalgia que apaga sus ojos y acorta sus pasos. Algunas veces, entre sus afanes y los míos, le robo una carcajada para que regrese a la juventud en la que apedreaba el Teatro La Candelaria. Finalmente a estas alturas de la vida, esa es la única forma de ayudarle a cargar el peso de sus años…

Nota: fotografía de Villegas Lillo

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