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La última cena

Funny cat and birds

Jerónimo García Riaño

Yo creo que las tórtolas que se posaban en el tejado del patio de mi casa le entendían a mi papá cuando decía que había que espantar al gato que se paseaba por el techo, porque el muy desgraciado se comía a los pajaritos.

La primera vez que vi al gato, me tomó por sorpresa. Me encontraba en el lavadero fregando una de mis camisas cuando lo sentí maullando sobre mi cabeza. Lo observé y como si supiera que tenía mis ojos pegados a él, se acostó sobre el tejado y extendiéndome su pata me invitó a jugar. Era un lindo gato. Blanco. Adornado con rayas cafés que pintaban todo su cuerpo. Una cabeza pequeña. Tenía ojos verdes de pupilas delgadas que parecían dos hilos negros. Y unos bigotes como nailon que atravesaban de lado a lado su jeta.

No pude resistirme a sus encantos y decidí jugar con él. Acariciaba  una de sus orejas y trataba de imitar su ronroneo. Luego de unos minutos de lo mismo, el gato se desencantó del juego y decidió ponerse en pie, listo para irse. Entonces me retiré y le regalé una sonrisa que él respondió con una larga y tierna mirada a mis ojos.

Con el tiempo, el gato se acostumbró al techo del patio. Mi abuela y mi tío eran los encargados de arrojarle migajas y sobras de comida para que se alimentara. Por el contrario, mi papá era el encargado de darle latigazos de agua fría que salían del viejo balde de la casa. A pesar de ese refrescante desprecio, el gato permanecía siempre sobre el tejado. Cada vez que me veía, se acercaba al borde de las tejas. Repetíamos la rutina. Tomaba su oreja e imitaba su ronroneo, y él con su garra, rayaba mi mano en un gran saludo. Nos convertimos en una especie de amigos.

Fue en la mañana (los pajaritos suelen aprovechar la mañana para hacer con ella lo mejor del día) cuando vi a una tórtola comiendo migajas de pan que el gato había dejado sobre el tejado. Era una tórtola pequeña. Punteaba con su pico la comida y la llenaba de agujeros. Se alimentaba con tranquilidad como si no existiera nada más en el mundo sino ella y sus migajas de pan.

Sigiloso, apareció el gato, al acecho, sus patas se movían suavemente como si caminara sobre el agua, observaba a la tórtola sin quitarle ni un instante la mirada… era su trampa, las sobras que mi abuela y mi tío le daban se habían convertido en carnada para los pájaros. No se dio cuenta que yo estaba ahí, observándolo; no quiso jugar conmigo. ¡Es fantástico ver a un felino cazar! Y al estar lejos de África, aquí, los de pueblo, tenemos que conformarnos con la acechanza de los gatos… pero no deja de ser asombroso.

El gato se acercó y atacó. La tórtola lo vio demasiado tarde. Cuando quiso escapar, el animal había pisado sus alas con una de sus garras y en cuestión de segundos ya tenía el cuello del pájaro en su jeta. Las plumas desprendidas de la tórtola formaban un pequeño y suave tapete café. Los ojos verdes del gato me observaron y con su mirada me invitó a presenciar la función en primera fila. ¿Con qué título bautizar la obra? La muerte de una tórtola o muerte natural, pero tal vez para mi amigo felino con que la obra se llamará un día de almuerzo era más que suficiente.

Del asombro pasé a la intriga, a la ansiedad por conocer la siguiente escena: el gato arrancaba las plumas del pájaro mientras éste agonizaba en su boca. Por fin alcanzó su cuerpo y destrozó el buche de la tórtola. Su jeta y su nariz se llenaban de sangre mientas escarbaba el interior del cuerpo del pájaro y extraía con sus dientes trozos de alimento.

Lo que nunca imaginé es que en la obra estarían involucrados más personajes. Otra tórtola se posó a corta distancia de la escena de la muerte, observaba una y otra vez el movimiento del gato despedazando a su compañera. Y sin pensarlo, emitió un sonido agudo y  fuerte, el gato asustado alejó su presa del ruido, pero él no se alejó del todo, quería que el espectador de su obra no perdiera detalle.

El chillido de la tórtola era un llamado a las otras aves. Poco a poco el entablado de la obra se estaba quedando pequeño con la cantidad de pájaros que habían ocupado el espacio. Todas observaban al gato que seguía devorando ya lo poco que quedaba de su banquete.

Las tórtolas no esperaron más y levantando una de sus alas, como una señal de ataque, se fueron contra el gato. Unas alzaron vuelo y empezaron a picarlo por la cabeza, otras embistieron su cola y unas más se fueron contra sus patas. El felino soltó su manjar y comenzó a defenderse, sus dulces maullidos se habían convertido en gritos de dolor, su papel protagónico perdía fuerza y las tórtolas se adueñaban del espectáculo. Llegaron más y más pájaros a apoyar la contienda. De nuevo sus patas y su cabeza fueron el blanco de los animales. El gato perdió un ojo en su defensa. Un ojo que tal vez, fuera del animal, podría parecerse a una hermosa canica de cristal. Cansado y dolido cayó sobre el tejado y las tórtolas seguían atacándolo. El cuerpo del felino saltaba, en un acto reflejo, con cada picotazo que le daban los pájaros… Por fin cesó la batalla y apareció un  temible silencio. La pelea había terminado y el agitado vuelo de las aves lo confirmó. El gato estaba muerto sobre el tejado.

Mi papá, contento tal vez, subió al tejado del patio, metió el cuerpo destrozado del animal en una bolsa negra y luego bajó para sacarlo de la casa y botarlo a la basura. Mientras mi padre caminaba hacia la puerta, vi la pata del gato que salía por la boca de la bolsa y se movía, de un lado a otro, con el ritmo de los pasos de mi padre, como en una simple despedida.

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