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Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

José Saramago, de la demagogia a la consumación de las utopías

Foto: Alfaguara.
Foto: Alfaguara.

Crítica del sentido que en la actualidad han cobrado algunos valores en la sociedad como la democracia, la igualdad, el Estado y los derechos humanos, El nombre y la cosa, libro del Premio Nobel de Literatura  José Saramago, fallecido hoy en Lanzarote, España, a los 87 años de edad, recoge la conferencia impartida por el autor en febrero de 2004, en el marco de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey, México, así como el posterior coloquio a propósito de sus ideas y su obra.

El nombre y la cosa comienza con una presentación de Tomás Granados Salinas y un prólogo del profesor y coordinador de publicaciones del Tecnológico de Monterrey, Roberto Domínguez. Dichas aproximaciones introducen tanto a la obra del recientemente fallecido Nobel de literatura José Saramago, como a los móviles de su disertación, dividida aquí en tres capítulos, a saber: “El nombre y la cosa”; “El despertar de las democracias ciegas”; y “Descubrámonos los unos a los otros”.

Es, en primera medida, una breve imprecación a la democracia, según el precepto aristotélico en que pobres y ricos deberían presidir un gobierno de coalición, encargado aquí –según rezaría la cartilla o “cualquier manual básico de derecho político”– de proveer y asegurar “la intercomunicación y la simbiosis entre gobernantes y gobernados en el marco de un Estado de derecho”.

Luego, aparece el concepto de Estado como la forma superior de moralidad, cuando, en la afirmación de Saramago, “parece que estamos viviendo en el mundo al revés, en que precisamente el Estado casi es la forma inferior de la moralidad que queda”. Se explica así el título general de este libro, dada la deficiencia semántica que no permite que algunas palabras puedan cumplir a cabalidad con lo que determina su significado:

La cosa no va muy bien con el nombre y el nombre no está muy de acuerdo con la cosa.

9789681681852

El nombre y la cosa. José Saramago Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes FCE-ITESM, México, 2006, 88 pp.

El nombre y la cosa es una suerte de ajuste de cuentas con la historia de la llamada democracia occidental, partiendo del viejo problema filosófico planteado en el Cratilo de Platón sobre la naturaleza y convención de las palabras, en tanto los valores políticos han perdido, tras tergiversaciones y “condicionantes de toda índole”, el sentido que otrora se les asignara: la democracia como aquella “quimera griega”, base de una sociedad armoniosa que en nuestros días tiende a mostrarse en la forma de “un cuerpo autoritario particular bajo los ropajes democráticos generales”. De ahí su crítica al acto de votar –un asunto bastante visitado en su novela Ensayo sobre la lucidez– y su idea de formular una alianza tripartita en que tanto lo político, lo económico y lo cultural den al término la posibilidad de cobrar fuerzas y llevar a feliz término el proyecto social implícito en su ‘idílico’ significado. Saramago revisa en primera medida el doble cariz del acto de votar, como una forma inocente de delegar en algunos individuos las decisiones colectivas, cuando tras bambalinas intereses particulares están perjudicando el tan añorado bien común:

Observando ahora las cosas más de cerca, creo que puedo concluir que siendo el acto de votar, objetivamente, por lo menos en una parte de la población, una forma de renuncia temporal a una acción política propia y permanente, postergada y puesta en sordina hasta las elecciones siguientes, momento en que los mecanismos de delegación volverán al principio para acabar de la misma manera, esa renuncia podrá ser, no menos objetivamente, para la minoría elegida, el primer paso de un proceso que aun estando democráticamente justificado por los votos, nada tiene de democrático, e incluso podrá llegar a ofender frontalmente a la ley.

Tras los bemoles de la democracia, los gérmenes del malestar de ese supuesto “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” permiten la celada del poder. “Las relaciones de concubinato entre los estados y los grupos económicos internacionales cuyas acciones delictivas, incluyendo las bélicas”, terminarían por conducir a la humanidad a una catástrofe segura, a menos que aquellos modelos democráticos “incompletos e incoherentes”, acaso fruto de una avasalladora plutocracia, sean revaluados y exista, en su lugar, una democracia tangible, sólo posible en la medida que pueda ser ‘reinventada’. Añade Saramago:

Dejemos de considerar la democracia como un dato adquirido, intocable, definido de una vez y para siempre. En un mundo que se ha habituado a discutir sobre todo, sólo una cosa no se discute, precisamente la democracia.

A este vademécum de equívocos semánticos, el Nobel portugués adiciona palabras del argot político tales como semejante –que “aparentemente dice mucho pero al final no está diciendo nada, porque a ese otro en muchísimos casos lo consideramos un enemigo”– o aquel concepto muy en boga en la actualidad, “eso tan loado que llamamos tolerancia”. Esa norma que “no implica más que decir ‘yo te tolero a ti según mis propias condiciones, no las tuyas, por lo tanto acepta mi tolerancia pero no te pases, porque yo no estoy dispuesto a darte más que eso’. En el fondo, si habláramos sinceramente, estaríamos diciendo eso o, por lo menos, tendríamos la conciencia, a la hora de decir tolerancia, de que no estamos diciendo nada o casi nada”. De esta manera, cosas como los derechos humanos quedan más que en entredicho. Los planos del poder económico y político son –muy a pesar de esa democracia que no “es más que una fachada” de la cual “no sabemos lo que hay detrás”– el aparato substancial en un sistema piramidal que relega a los ciudadanos a la impotencia, allí donde es poco probable que la luz del sol pueda abrigarlos.

En más de un sentido, El nombre y la cosa es una mirada crítica a varios términos neurálgicos en el ejercicio de los valores políticos: “hay unos cuantos eufemismos que sirven para disfrazar la realidad, y en este caso, al empleo precario se le llama también flexibilidad laboral”. Igual sucede con aquellas campañas guerreristas adelantadas en nombre de la democracia –el caso aquí citado por Saramago es el de Oriente Medio y Próximo– cuando en realidad lo que mueve al imperio no es otra cosa que unos cuantos intereses económicos.

De El nombre y la cosa puede decirse, por lo demás, que soporta en su síntesis muchos de los argumentos esgrimidos por José Saramago a lo largo de su obra literaria. Por un lado está ese interés particular por la falacia electoral, explorada in extenso en dos libros que comportan un ciclo narrativo particular, Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez. Por otro lado, la situación de Portugal frente a la Europa comunitaria, y la vehemente crítica que La balsa de piedra –novela del autor lusitano en que la península ibérica se desprende del continente europeo– hace de aquella “casa común”, la Europa cuya mayor contrariedad es “aquel comportamiento aberrante que consiste en ser Europa eurocéntrica en relación a sí misma”. Así, y siguiendo con la discusión semántica inicial, se habla del descubrimiento de América en relación con los falsos calificativos que ha querido dársele a lo que entonces sólo fue “violencia, depredación y conquista”, esto es, “encuentro de pueblos”, “diálogo de culturas”. Luego, importa a Saramago permitir un descubrimiento real del otro, un ejercicio ahora sí consecuente de la tolerancia ya secundada por “una ‘reorganización’ de valores que debería suponer una redefinición, al mismo tiempo racional y sensible, de los viejos valores humanos tan poco estimados en nuestros días”.

El nombre y la cosa se cierra con un conversatorio con estudiantes e investigadores a manera de oportuna conclusión. En primera instancia están aquellas preguntas que indagan por las pistas o claves que puede dar un autor como Saramago a los jóvenes escritores, como las que tienen que ver con el “proceso de pasar al papel lo que se está pensando”:

Hay un pensamiento que yo llamaría superficial, es evidente que nosotros de alguna forma controlamos eso que nos lleva a decir: “estoy pensando”, y por lo tanto lo conducimos. Pero a lo mejor hay otros pensamientos subterráneos, que trabajan por su cuenta, y que no se muestran nada interesados por lo que está pasando arriba. Puede ocurrir, y en la creación literaria, por ejemplo, ocurre mucho. Para entender lo que ha pasado súbitamente: el pensamiento subterráneo sube al nivel del otro.

La escritura, como un proceso de “algún modo irreal” es, en este sentido, el hecho a veces inverosímil en que “cada palabra que escribes es la última de una especie, pero se queda en el aire esperando a la próxima palabra que viene”, puesto que, según anota más adelante Saramago, “si las palabras no están todas en su lugar, si además no tienen una especie de música interior que hace que cada palabra suene como si acabara de ser inventada, necesitamos muchísimo trabajo todavía”. Más adelante, y no dejando a la deriva el asunto del Cratilo, viene esta oportuna definición de la labor del escritor:

Escribir es un poco como si se desembarcara en una isla desierta y se inventara la botánica, los nombres de los animales, para darles sentido.

Finalmente, caben preguntas como las referentes a la situación mexicana, otras relacionadas con el hecho de haber recibido en 1998 el premio Nobel de literatura y claro, las que nos llevan de vuelta a la gran inquietud presentada en esta cátedra, la situación económica y social de los países que han sido víctimas de sus propios instrumentos democráticos, porque, ya sentadas las bases de lo que procede en estos casos, nada más a tono que esta inevitable conclusión: “Mejor que la democracia, sólo la democracia”

Nota: El presente texto me fue publicado originalmente en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica en agosto de 2007, y lo retomo ahora por obvias razones.

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