En contra

Publicado el Daniel Ferreira

#GabrielGarcíaMárquez : Vivir para montarla

Vivir para contarla, Gabriel García Márquez, Memorias.

Ahora, después de la despedida, parecen más claras las razones de sus funerales de papá Grande: al menos tres gremios no literarios quedaron en orfandad; el gremio del periodismo iberoamericano (que le adeuda San Antonio la Fundación para formar cronistas), el gremio del cine (que agradece el impulso para crear una escuela cinematográfica en  Cuba) y la esfera política (que pierde al mediador entre Cuba y los presidentes de la OEA). Es una orfandad pasajera, porque a la larga lo que va a perdurar es la obra literaria. Y acaso no todos sus libros serán leídos en el porvenir con el mismo fervor al mismo tiempo que proporcionan una influencia creativa que no sea paródica (del realismo-mágico). Anatole France era el gran autor de su tiempo y Proust lo idolatraba, aunque le negó un prólogo, y ahora Proust es el más grande novelista del XX y nadie lee al Premio Nobel Anatole France). Es esta importancia primordial, su influencia, entre el gremio, lo que demuestra las adherencias y los ácidos rechazos de los escritores ante el rostro poliédrico de GGM.

Yo vuelvo siempre a su libro de memorias, su último mejor libro. Vivir para contarla es el testamento de alguien que se sintió heroico, célebre y predestinado, porque conoció las tres situaciones en vida. Quizá la mejor parte de esta memoria es el comienzo, y lo incómodo cuando el narrador insiste en pertenece al selecto grupo de los afortunados, en donde todo es perfecto y solo hay felicidad. Pero la suerte no está bajo control del héroe afortunado. El hado es predestinación, que se cumple porque no puedes hacer otra cosas que luchar. Pero hay una distorsión entre sentirse uno heroico y vivir como héroe. El héroe no se sabe heroico. Mientras se vive, no hay heroicidad, porque no se sabe el final, porque no se sabe a dónde nos conducen nuestros actos. Lo heroico aquí es que el héroe persiguió su destino. El narrador se sabe heroico porque está situado en el desenlace, con la perspectiva del camino recorrido y desde esa óptica los adultos ven al niño como genio, sus profesores del bachillerato lo advierten superdotado y en El Espectador lo reciben como genio sin haber escrito. Eso es fabulación. Cuando vida y obra se juntan, tenemos la impresión de que es posible el destino. Pero ninguna historia, ni la historia del mundo, ni la historia de Colombia, ni la historia de un hombre, deberían ser analizadas tomando el desenlace como destino irremediable. Mientras se gestaba la revolución contra España, no se sabía que el alza de impuestos iba a producir la descolonización. Mientras se vivía, todo era incertidumbre y propósito, y no se sabía cómo iba a resolver un dios ex machina todo el asunto.

Lo que ocurre en Vivir para contarla es que García Márquez nos convence como gran embrujador que es que todos le dieron trato de genio por donde pasó. Desde niño. Y la única prueba en contra de ello es que eso es posible en otros lados, menos en la costa de Colombia, en el Caribe, donde los héroes son fabricaciones de pacotilla, los ídolos tienen pies de barro. Él mismo cuenta en una entrevista con McCausland que allí él no era un gran escritor sino un premio: “Adiós, don premio» le gritaban en las calles de Cartagena por los años del Premio Nobel: “Ponte los zapatos de caucho o no entras en la cancha de tenis, Premio Nobel” decía el gerente del Hilton cuando jugaba tenis para espantar el alzhéimer.

Quien nos interesa no es el que lleva a cuestas el Premio Nobel, sino el hijo de un telegrafista que se convirtió en un escritor celebrado. Leemos sus memorias, porque nos interesa el escritor bohemio vaciado de los puteaderos de Barranquilla que debía empeñar los manuscritos de su primera novela para convencer a las putas niñas que se acostaban por hambre de que era una dicha acostarse con él. Hay autores que se deben a la historia de la literatura, a la solidez de su formación intelectual y a las conexiones que establecen con la historia de la literatura. Hay autores que se deben a la vida y al tesón. Y hay autores que se deben al gran Derby.

GGM se debe a todo, pero empieza en la nada, sin abolengos y sin libros. Su formación es toda con libros prestados. El personaje al que llamaban Trapoloco (por la afición a vestir camisas calicó de barco pirata), se formó como escritor en los burdeles de Barranquilla con los libros de Álvaro Cepeda y en las salas de redacción de los periódicos y abandonó la universidad y mendigó en Francia y aún con todo en contra fue capaz de escribir Cien años de soledad, ese milagro de la evolución del costumbrismo que acabaría por ser un libro fundacional porque cifra una cultura multiétnica y sus tradiciones (el caribe), dentro de una sociedad aislada y singular (la Colombia rural) y una época (la de las guerras civiles del siglo XIX).

El primer volumen de su memoria es tan feliz porque concierne a la pasión literaria, y hasta los percances le han de servir a un escritor atento. El mapa de su memoria en Vivir para contarla se ancla a unos pocos momentos determinantes: empieza en los años de reportero neófito, cuando malvive en Barranquilla de un trabajo simbólico de periodista de columnas mal pagas. Su madre llega al café Roma a pedirle que lo acompañe a vender la casa de la infancia, donde vivió con los abuelos en ese pueblo derretido por la reverberación y la canícula: Aracataca. El aprendiz de novelista viaja con su madre hasta el pueblo por un brazo proverbial por la Ciénaga grande. Tiene 27 años y en la mochila lleva una novela de Faulkner. Lo que presencia en esos dos días de viaje detonará y abarcará y será suficiente para cifrar toda la obra futura: la clave está en encontrar un universo narrativo. Y él lo encuentra ahí viajando con su madre. La clave está en definir un punto de vista, como descubrió en Mientras Agonizo, que intentará parodiar en su primera novela. Un hallazgo determinante de esos días, es que su mundo, la base de su universo narrativo, se corresponde con el universo narrativo de otro escritor William Faulkner, porque ambos se circunscriben al crisol del mundo Caribe.

Es, desde el futuro, que el escritor sacralizado, tratará de alinear su infancia y juventud para hacerla coincidir con los momentos determinantes de su vida. Esto puede llevar a pensar en los neófitos, de forma errónea, que todo estaba organizado para conspirar a su favor, que lo suyo era una vocación innata, y no una constante reflexión sobre la forma de cifrar las claves de una sociedad en unas cuantas escenas. Cada estación que hizo en la vida (Bogotá, París, México, Barcelona), y cada elección, adquiere sentido hoy, por la obra realizada. Sin obra, la vida no importa. Su vida, no nos importaría.

Otro dato determinante de Vivir para contarla está en la pulsión del periodismo mercenario que lo alejará para siempre de las aulas universitarias; una decisión con la que declinó la oportunidad de convertirse en abogado para entrenarse como escritor. La forzosa disposición de escribir a diario le dará otros rudimentos: la constancia de cronista y reportero y un puesto como periodista en El Espectador. Más que casualidades, son coincidencias, porque su memoria junta hechos que están separados como si provocaran un devenir. No está de más recordar que por entonces el periodismo era “arte y talento natural” (no exigía tarjeta profesional) y eran raudales de carne humana los estudiantes provincianos que desertaban de la universidad en los países Latinoamericanos por falta de recursos. Él insiste en su leyenda de predestinación: “Llegó el genio”, lo saludan cuando llega a la redacción de El Espectador (reza una de las paredes del restaurante Creppes de Bogotá que se levanta hoy donde antes estuvo el periódico en el eje ambiental). Pero, en realidad, el haberse aproximado a las élites de la edición y la cultura es un aspecto definitivo para la consagración: reportero y corresponsal en El Espectador, primera edición de una novela en Revista Mito, la amistad literaria con la gente de Revista Crónica, la cercanía al novelista y conversador sin par Héctor Rojas Herazo en El Universal de Cartagena, las noches de escritura insomne en la sala de redacción de El Heraldo de Barranquilla. Esto lo aproxima a sus editores y amigos determinantes: Jorge Gaitán Durán, Álvaro Mutis, Guillermo Cano, Eduardo Zalamea, Clemente Zabala, Plinio Apuleyo, Alfonso Fuenmayor, y sella una prolongada amistad con aquellos, políticos, gestores, editores que introducirían la cultura caribe en la cultura andina y le tenderían la mano más adelante. No es un azar: GGM aparece en los años de exotización del Caribe en que al costeño se le ponderaba en contraposición al cachaquismo frívolo y timorato de la élite bogotana. Eran ellos, sus amigos, sus editores, los miembros de la mafia literaria, de la élite cultural, en un país donde solo habían dos periódicos de tirada nacional y cinco de provincia y alguna revista cultural que pertenecían a clanes familiares o grupos empresariales o aventuras intelectuales como la revista Mito.

Vivir para contarla no adelanta nada de los años de Europa, cuando su humor caribeño le permitirá conjurar el hambre mientras se encierra a escribir El coronel no tiene quién le escriba y se alimenta con las sobras que sacaba de las góndolas de basura del edificio de la rue Cujas. Tampoco alude a los años en que fue ampliando amistades y audiencias en las salas de redacción de Venezuela, Cuba, México, ni los años de vacas gordas en Barcelona, donde frecuentará los círculos de los grandes artistas latinoamericanos y se hará a una visión privilegiada del continente y empezará a formar parte de una cofradía de voces que serán el faro de la cultura de los años venideros. Tampoco aporta elementos para entender su vida familiar y lo que vino luego.

Apenas quedan fragmentos de esos otros años en entrevistas (El olor de la guayaba, Plinio Apuleyo, Los Nuestros, de Luis Harss), pero no en sus memorias (a no ser que haya un volumen escondido en alguna caja fuerte y una agencia literaria para difundir tras su muerte). Esos otros años que pueden explicar parte de la felicidad y entusiasmo del libro de memorias, y explicar el trasegar y las elecciones previas a las obras de consagración, pueden completarse en el volumen de periodismo compilado como “De Europa y América”, en donde narra sus viaje iniciático por Italia y la URSS y Hungría y París. Los años de México, están narrados en la mirada de terceros (Tras las huellas de Melquiades, de Eligio García Márquez que es un libro muy documentado). El mapa puede ser completado con la biografía de Gerald Martin, o con voces autorizadas como la de Plinio Mendoza que narra los años en Venezuela y La Habana en dos libros, cuando la obsesión por el poder lo tomó por asalto en La Llama y el hielo y en un volumen de Cartas donde cuenta algunos aspectos generales de la redacción de Cien años de soledad.

Lo extraordinario no está en esos actos cotidianos que se viven como numinosos cuando son vistos desde el futuro, sino en que todas las escenas, todos los amigos, todas los escenarios que conoció, responden a la clarividencia de ese único hallazgo: encontrar las conexiones y las palabras justas para armar cada uno de los argumentos y melodramas y escenas sobrenaturales que integran las tramas de sus cuentos y novelas y la veintena de capítulos de Cien años de soledad (y después repetir y mejorar la hazaña y reinventarse a sí mismo en El otoño del Patriarca). Esto tampoco consta en el primer volumen de su libro de memorias Vivir para contarla.

Es una lástima, porque todo se interrumpe antes del hecho capital del giro de su rueda de la fortuna: Cien años de soledad, la novela fundacional con que fija la identidad descolonizada con los retazos étnicos de todos los que llegaron a poblar el Caribe. (Todos, menos los negros, porque en esa novela no hay un solo negro, como notó mi profesora de literatura de quinto año escolar, que era negra).

En un discurso en Cartagena, dijo el Papá Grande que la técnica para poder narrarla se le presentó camino de Acapulco: había que contarla como contaba su abuela las historias. Y claro, se guardó el secreto profesional: no dijo cómo contaba su abuela las historias. Sin embargo, su abuela debía contarlas como todas las abuelas del mundo cuentan las historias familiares: encadenando biografías dentro de biografías, historias dentro de historias, cajas dentro de cajas, porque si tienes que contestar a tu nieto por qué se suicidó el tío Alejandro vas a tener que ir treinta años atrás para narrar el suicidio de la madre de Alejandro. Si empiezas a contar la historia del último personaje de una estirpe vas a tener que contar la historia de todos los que le precedieron y la de sus descendientes. Narrar la historia de una estirpe desde los padres al último tataranieto (un monstruo con cola de cerdo) es la técnica del relato bíblico en el antiguo testamento. La historia de las constelaciones familiares es el mejor entretenimiento. El hechizo de Cien años de soledad no está solo en el punto de vista, ni en los saltos de tiempo o el inventario lexical de arcaísmos y localismos; el hechizo está en que narra los percances y avatares y tabúes y amores desdichados de tres generaciones de un clan, entrelazándolos. Y el relato del clan es un tema fundacional que puede ser leído en todos los rincones del mundo, porque a todos nos concierne, porque alude a todas las familias, porque todos tenemos una y provenimos de una cadena incesante de decisiones de amor. Un éxito garantizado.

El narrador, después de esta obra consagratoria, se hace héroe. Mito viviente. La vida se hace ejemplar, por la obra. Su libro de memorias está contado como el viaje de ida del artista a un objetivo insoslayable: la obra. Tal vez no haya más volúmenes de sus memorias y tal vez no sepamos de forma confesional bajo qué circunstancias se desarrolló el proceso de redacción de la obra que lo consagra. De Cien años de soledad sabemos que la escribió en el castillo de Drácula de Ciudad de México entre francachela y pachanga con Fuentes y Alcoriza. Y El otoño del patriarca en Barcelona, en una mesa que le adecuó Carmen Balcells con flores amarillas como buena adiestradora de talentos caninos, y El coronel no tiene quién le escriba en una buhardilla de París, y El general en su laberinto con un equipo de historiadores como ayudantes coordinados desde Barcelona, y El amor en los tiempos del cólera con los testimonios de los amores de sus padres entrevistados por separado, y que cada conjunto de cuentos es un laboratorio de tema y estilo para las narraciones largas.

Los otros encuentros que hicieron posible esa vida extraordinaria, fue su esposa y los amigos del Grupo de Barranquilla. El verdadero hallazgo no del todo sopesado, en fin el logro fundamental, fue conseguirse una esposa cuando era un vaciado. Una esposa como doña Mercedes es un gobierno. Una esposa como la señora Barcha es un polo a tierra. Una esposa como ella es una consorte, alguien con quien se comparte la misma suerte. El escritor avista a la hija del boticario en un baile de salón en una fiesta de Sincé. La saca a bailar y le pide que se case con él. La niña tiene doce años, pero le da una respuesta de personaje de sus novelas: “todavía no ha nacido el príncipe que se case conmigo”. Otra vez el García Márquez sentencioso, otra vez la debilidad por el circunloquio retórico del predestinado. Reto o evasiva, es la respuesta que fortalece de nuevo la voluntad del futuro novelista. Diecisiete años después, tras embaucarla con la única herramienta que tiene su escritura inédita (cartas llenas de piedracelismo y promesas hiperbólicas, pero firmadas en París, cartas que quemó, cuenta en una entrevista a Silvia Lemus), al regreso del reportero García, de Europa, se casarán en Barranquilla. Es marzo de 1958. La artimaña de un premio arreglado por su amigo Guillermo Angulo (de la petrolera Esso, concedido a La mala hora, que se llamaba originalmente Éste pueblo de mierda) nos permite corroborar el nepotismo de los administradores de recursos de cultura en todas las épocas, y la buena fortuna del novelista neófito. Ese premio le permitirá comprar el primer Wolsvagen de su vida para moverse en el territorio D.F. (capital de México, a la que acaba de llegar, según cuenta en la crónica de subasta del manuscrito de Cien años de soledad, aparecida en Cambio 16 y releída en el encuentro de la Academia de la Lengua en Cartagena). Con el premio, llegará también la cigüeña. El escritor tiene 30 años, y la juventud empieza a ser una suma de anécdotas graciosas.

Otro encuentro no menos determinante, fue hallar en Barranquilla un grupo de amigos contagiados por la literatura. Nada aproxima más que compartir una pasión. A los 20 años solía beber con Álvaro Cepeda en el Café Roma, y filosofar con las putas-niñas, pero la crítica insiste en decir que El grupo de Barranquilla sólo se hablaba de Faulkner. A la primera botella se hablaba de mujeres, a la sexta de política, a la dieciseisava anotaban y comentaban y demolían a Faulkner, y al final se iban con las putas a los cuartos del lupanar. Al día siguiente, con la resaca, entre prenda y colillas, las damas encontraban el libro de Hemingway o de Saroyan o el manuscrito olvidado bajo la cama, es de imaginar. Como era pobre, el hijo del telegrafista, periodista putañero, tenía que dejarse invitar la bebida y la lectura. Por suerte, Cepeda Samudio era el escritor mejor informado de los bares de putas de la costa y lo llevó a conocer el Grill de la Negra Eufemia. Había estudiado periodismo en Columbia, New York; había leído a Saroyan, a Dos Passos, a Faulkner, a la Woolf, a Joyce. La verdadera escuela del Grupo de Barranquilla era la personalidad arrolladora, la pasión literaria, periodística y cinéfila de Cepeda Samudio. Así nace una amistad: por afinidades compartidas.

El predestinado ha pasado demasiado tiempo lejos de las aulas como para ser estudiante de la carrera más aburrida de todas, porque el derecho no es una ciencia ni es nada. Deja de asistir a clases en la Universidad de Cartagena y consigue un puesto de redactor en un periódico que tenía seis secciones en la misma página. Entreactos, ha estado en Barranquilla por una temporada y ha trabajado junto a Fuenmayor y compañía. “No se preocupe, que irse para Cartagena no es irse para ninguna parte, más duro me tocó a mí que tuve que irme a Nueva York y aquí estoy, marica”. Son palabras (imaginarias) de Samudio cuando se entera del ofrecimiento de trabajo en el periódico El Universal de Cartagena. Samudio sabía más que la verdad. El jefe de redacción de El Universal será uno de los mejores (y secretos) novelistas de este país: Héctor Rojas Herazo. Heredero literario de Faulkner y de Balzac. Para enderezar la suerte del genio, se enferma de tuberculosis: en una borrachera con Herazo les cae un palo de agua y de vuelta a casa paterna, en Sincé, para temperar la enfermedad. El telegrafista, su padre, lo mira como lo que es: alguien que aún no es su fama. Su hijo es un vago que se niega a estudiar una carrera decente. Así más o menos debían verlo todos por esa época, menos sus amigos de tertulia para quienes no hay nada más importante que la literatura. El padre le riñe con la vocinglería ininteligible de los que fueron criados en la guajira. El oído del escritor toma nota para afinar la música de su prosodia. Tocan a la puerta. Un correo intempestivo llega a su nombre. Abre la caja: son libros. Los más allegados y afines a su obra, los que le otorgarán las herramientas para convertirse en el escritor que soñaba. El consagrado, muchos años después, solo recordaba estos: Contrapunto, de Aldoux Huxley; La señora Dalloway, de Virginia Woolf; Mientras Agonizo, de William Faulkner; La peste, de Camus. ¿Debemos ayudarle? El poder y la gloria. El tambor de hojalata. Los asesinos. El villorio. En la carta, la letra alocada de Cepeda Samudio, profetiza: “Para que aprenda a escribir, hijueputa. Att. Cepeda”.

El tuberculoso aprende. Interioriza. Lee. Se aísla: va descubriendo las herramientas básicas del novelista moderno. Los bucles del tiempo, los narradores múltiples, el contrapunto, el enlace sutil de líneas dramáticas, la polifonía, los cambios de estilo por tema, obra, capítulo. Técnicas que los críticos conceptualizarán y celebrarán y ponderarán en la obra futura. A él le basta con leer para asimilar los rudimentos (lo que sí es un rasgo distintivo de una mente creativa extraordinaria alimentada con arepas de huevo). La tuberculosis literaria se contagia por acto reflejo en su hermano menor, Eligio, que también será novelista de los desconocidos y periodista de los clarividentes. El arte revitaliza y espanta las enfermedades. Los vientos son favorables al genio predestinado. Se cura. Los cuatro amigos de parranda le ofrecen un sueldo y un empleo de reportero en Barranquilla: El Heraldo y Revista Crónica. El tema central será (caterva de ilusos) la literatura. El reportero se pone en marcha, pero como nadie lee una revista de literatura en una provincia de borrachos y haraganes, a los pocos días cambiarán de tema por uno más noble y popular: deportes. La revista no dura. Tienen que volver a ser reporteros rasos. En una esquina del periódico aparece una columna oblonga firmada por Séptimus, en honor a Séptimus Warren Smith, el poeta suicida de La señora Daloway, recién leída. Así nace La jirafa. Columna desquiciada, que más parece el esbozo paródico y el campo de pruebas de lo que será su estilo: falsos reportajes o historias inverosímiles como el pueblo de La sierpe donde se hacen maleficios a la gente y les nacen micos en el estómago a los conjurados. (A propósito: ¿se le ocurrió el cuento de la marquesita de Sierpe en su único viaje de Cinsé a Mompox para visitar a Mercedes interna en el colegio de los dominicos?). Historias que parecen traídas de los cabellos y narradas por un profeta bíblico de no ser por la naturalidad con que son contadas. Estas historias, al parecer, siguen siendo pan cotidiano en la Costa Caribe de Colombia aún hoy. Si usted toma atenta nota de los periódicos costeños, casi por semana, la costa sigue ofreciendo en el 2014 a la prensa nacional una parrilla de suculentas noticias insólitas con titulares de este tipo: “Caparazón de tortuga revela número de lotería” “Mi hijo vomitó un sapo y yo lo vi”, casi siempre en Soledad, Atlántico. Realismo mágico, lo llamó un académico alemán, al decir de Carpentier, pero la expresión es un grillete y el propio García Márquez jamás la usó para referirse a su forma de narrar. Historias sobrenaturales, que estaban en las bocas de aquellos habitantes para quienes las creencias más irracionales eran y siguen siendo la vida cotidiana. Él nunca reconoció la etiqueta, porque el Realismo Mágico sólo existe en los prospectos de los profesores de español y literatura y en las cátedras de universidad. Bastaba con cortas correrías por los pueblos de la costa para que nacieran las crónicas o los cuentos más absurdos. ¿Realismo mágico? El rótulo se derrumba por la contradicción que arrastra. El realismo no puede ser mágico, porque la magia es irreal y en esos pueblos devotos y de medicina arcaica, se explican las cosas sobrenaturales como si fueran lo más cotidiano del mundo, porque la realidad y la exageración no tienen linderos en el Caribe.

¿Cómo puede determinarse los aspectos que en la vida de un hombre corresponden al genio y los que corresponden a la naturaleza común humana? Lo que lo aleja de la naturaleza corresponde al genio. El arte vive fuera de la naturaleza, es una creación independiente del hombre. El genio de un hombre está determinado por la obra que engendró su pensamiento, y la obra de este autor es sin duda de genio. El hombre, GGM, don Premio, Gabo (para los amigos), etcétera, es la historia de un reportero de combate, de “un caso perdido” cuya única propiedad se componía de dos camisas de flores y dos calzoncillos (uno puesto y uno secando), y un manuscrito de novela en una carpeta: un costeño que se convierte en gran novelista. Ese hombre, como todos los hombres, ya era en esencia todo lo que habría de ser, pero de joven, no lo sabía.

Un día llegó su madre al Café Roma, en Barranquilla, se le plantó de frente y el hijo tardó en reconocerla: “Vengo a pedirte que me acompañes a vender la casa”. El reportero no tiene ni para pagarse el viaje. Un librero catalán, escritor de aforismos perfectos (ver Ramón Vinyes, Textos sueltos, editado por Colcultura) al que después transmigrará a una ficción con el mote de “El sabio catalán”, le presta la plata de ese viaje determinante de donde saldrá algún día la imagen generadora de Cien años de soledad. Pero no lo sabe. Madre e hijo parten bajo el itinerario Barranquilla-Ciénaga-Aracataca. La travesía incluye el vapor y el tren, transporte con ribetes poéticos, ya de leyenda. Por la ventanilla del tren el aprendiz de escritor avista un tablón con el nombre de una hacienda bananera: Macondo. Es el nombre de un árbol titánico, pero no lo sabe. El pueblo que se encontrarán al final del camino está perdido en el tiempo. La gente que transita sus calles pulverulentas son fantasmagorías, espectros de gente que alguna vez estuvo viva. Su madre entra a una casa y abraza a su comadre, que no la alcanza a reconocer entre las brumas de las cataratas. El hijo del telegrafista está por primera vez frente a Úrsula Iguarán. Pero no lo sabe. Tiene la suficiente contención de la voluntad para no interrumpir  y permanecer en un punto de vista perfecto: el segundo plano, convertido ya en el narrador omnisciente de estilo directo que todo lo ve, que todo lo oye, que todo lo entiende para narrarlo sin que le tiemble un músculo, lo que significa: para narrar sin pudor lo que a otros causa vergüenza. La casa en venta será el descubrimiento definitivo: los viejos corredores donde lo adiestraban de niño para permanecer quieto: «siéntate en esta silla y no te muevas. Porque si te mueves y te vas a ese cuarto, ahí se murió la tía Petra. Y aquí se murió el tío Nicolás. Y allá se murió Petronila”. Allí está el recuerdo recobrado, la imagen generadora de la obra futura: “Mi abuelo me llevaba siempre al cine y yo tenía la impresión de que no había llegado exactamente a la almendra del problema, hasta cuando llegué a Cien años de soledad, donde lo lleva a conocer el hielo.” Ese recuerdo se convertirá, veinte años después, en uno de los mejores comienzos de novela que se hayan escrito en nuestro idioma: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar el remoto día en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Es casi un diagrama de venn, donde pueden ubicarse tres puntos del tiempo que no son sincrónicos porque no pertenecen a la escena (muchos años después- habría de recordar- el remoto día). El comienzo de la historia no está frente al pelotón de fusilamiento. Ni es tampoco el momento en que el padre lo lleva a conocer el hielo. “Muchos años después”. ¿De qué? “Frente al Pelotón de fusilamiento”. ¿Por qué? “Habría de recordar”. ¿Hacia dónde va el futuro? “El remoto día en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Al pasado. El futuro está en el pasado. El viaje que hace el escritor con su madre para vender la casa es el punto de partida de todas las preguntas, de todas las sublimaciones, de todos los retruécanos, de todos los trasvases de la realidad a la literatura, de todas las transustanciaciones poéticas que afloran en la recuperación de ese pasado. Cuando están ya de vuelta de vender la casa, en el vapor que los lleva a Barranquilla por la Ciénaga Grande, con un cigarrillo colgado en la comisura, el hijo del telegrafista, pendiente del último hilo de sol que revienta en la finisterra, oye la pregunta de su madre: “¿Qué hace?”. “Escribo. O mejor dicho: pienso en lo que voy a escribir cuando llegue a Barranquilla”. Pero la novela no salió a la primera.

¿Por qué? Porque el genio no era aún un genio. No salió ni en Barranquilla, donde el primer intento arrojó sólo una versión faulkneriana de un entierro contado desde la voz de un niño, de un abuelo y desde el mismo muerto: La hojarasca. No salió tampoco en Bogotá, adonde viajó poco después para su primer puesto como reportero de un periódico serio: El Espectador. Ni salió en París, cuando se moría de hambre y comía sobrados de basura en la espera de un cheque que no llegaba. Sólo saldría hasta el día de muertos del año 65 cuando llevaba a su familia a conocer Acapulco y comprendió cómo narraba su abuela la historia familiar. Entonces dio un volantazo y dijo: “Ya sé cómo escribirlo”. Y se encerró 18 meses en una habitación, mientras Mercedes Barcha (aquí es donde el protector, el guía, el orientador del destino del héroe, cobra importancia) ponía la cara en la carnicería y al dueño de la casa para sacar el fiado.

Cinco años después de este viaje con su madre, cuando a Barranquilla llegue Álvaro Mutis con la invitación a ser reportero de planta en Bogotá (entre otras cosas por esos cuentos metafísicos publicados en El Espectador), dice que sí, deja a Cepeda Samudio, a Germán Vargas, a Fuenmayor y se regresa a Bogotá con los borradores de su primera novela faulkneriana en un cartapacio. La Bogotá que conoció en los tiempos de estudiante no existe más, se la llevó la turba ebria y los tanques de guerra en el Bogotazo: “Es la ciudad que más me ha impresionado y que más me ha marcado. [] Una ciudad gris. Toda cenicienta. Con lluvia, con unos tranvías que cuando cruzaban por las esquinas echaban chispas e iba todo el mundo colgado. Todos los hombres estaban vestidos de negro. Con sombrero, y no había una sola mujer… ¡No había una sola mujer en la calle!”, la misma turba luctuosa que incineró la pensión de estudiantes donde tenía su cama y sus primeros cuentos (“gracias a Dios que se quemaron”). Ahora vivirá en un barrio de la clase media: Teusaquillo, junto al Parque Nacional, y recorrerá el país fabricando reportajes sobre veteranos de guerra que son víctimas de la paz, sobre oficinas a donde van a para las cartas que no encontraron destino, sobre movimientos sociales imaginarios que amenaza con revolucionar El Chocó, sobre desastres naturales, sobre tenores santandereanos que ganan concursos de canto en Europa, sobre supervivientes de accidentes aéreos, sobre náufragos que permanecen diez días sobre una balsa en el mar, que son declarados héroes de la patria, besados por reinas de belleza y olvidados para siempre. Era al fin el trabajo que todos los escritores desean: que les paguen por oír las historias de otros y traspapelarlas como historias propias. Sólo cincuenta años después escribiría el reportaje que le faltaba: el 9 de abril de 1948, el día que mataron a Gaitán. Lo inmiscuye en sus memorias, apoyado en la memoria ajena, en el libro de Arturo Alape y en el recuerdo que le sobrevive del día que Colombia entró al siglo XX a fuerza de machetazos.

Vivir para contarla termina con el primer viaje a Europa que haría ese aprendiz de escritor como corresponsal de prensa. Las digresiones en puntos clave (escenas de infancia, Universidad, Barranquilla, Bogotá) son las del escritor curtido en todas las técnicas. Es la memoria de los años de vacas flacas contados desde la perspectiva de las vacas gordas y con la certeza de que todo el infortunio y la felicidad que debe vivir un escritor le ha de servir para que escriba, o no será escritor.

El genio de un hombre está determinado por la obra, y la obra de este autor tiene pasajes deliciosos de poesía en prosa (El otoño del patriarca), un universo narrativo autónomo (bien diferenciado del resto de la narrativa de su época, Cien años de soledad), composiciones armónicas y juegos técnicos (Los funerales de la mama Grande), riqueza léxica y dominio sintáctico (El general en su laberinto) y narraciones resueltas por técnicas mixtas de reportaje, crónica y fabulación (Doce cuentos peregrinos); es un arte llevado a la maestría por sus múltiples recursos. Pero sus actuaciones posteriores de héroe sacralizado, de izquierdista insobornable, lo llevarán a convertirse en un ídolo pop, un emblema de la cultura popular; sus declaraciones proverbiales (que eran bromas costeñas), sus proverbios populares se difundieron como muestras de una marca comercial con denominación de origen (garciamarquismos), y su figura senil sacralizada ha quedado, al morir, cerca de la beatificación.

De Homero no queda ni la fecha de defunción. Queda una obra conservada en hexámetros y trasvasada a prosa. Queda la leyenda de la ceguera (el capítulo de la forja del escudo de Aquiles prueba que no fue ceguera de nacimiento). De García Márquez se sabe casi todo. Pero ser querido, o admirado, o imitado, o conocido, o llorado, o manoseado por los discursos de los políticos y otros seres deleznables como los que hoy le honran no te hará inmortal. Ser leído en doscientos años, tal vez.

¿Te leerán?

Yo seguiré leyéndote.

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