El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

“Ella”, un cuento de Albeiro Guiral

Cuento que hace parte de su libro inédito El árbol y el librero.

Foto: Lomography.

El recuerdo más doloroso que tengo de la abuela fue cuando me dijo, entregándome la escoba: si ya puede caminar, ya puede trabajar. Luego se sentó en el comedor a leer mientras yo sola barría la casa, sin entender. Apenas la veía, tenía mucha ansiedad por conocerla desde que papá me contó que se quedaría con nosotros, y creo que de ahí vino el dolor, pues llegar de la escuela esa tarde consistió en una de las mayores decepciones de mi vida. Ella vivía en Europa, se había ido cuando papá apenas tenía un año, nunca he terminado de entender por qué, y al regresar, tanto para él como para mí, era un misterio.

Ahora creo que ella en ese momento no pasaba de los cincuenta años. Yo tenía siete y pensaba que todas las abuelas eran iguales; la de Mariana, por ejemplo, una compañera de segundo grado, era cariñosa, la llevaba a las dulcerías y le compraba lo que pidiera, le cocinaba postres deliciosos, le daba regalos por cualquier razón. Bueno, eso nos decía. La de Albeiro era la mejor abuela del mundo, en sus palabras: se lo llevaba los fines de semana para su casa y le hacía su comida favorita. Una vez le regaló un bus escalera de juguete, de madera, grande y hermoso, la envidia de todos en la escuela. Pero la mía no, la mía era malvada, un bicho raro que se levantaba a las 4 de la mañana a escribir, que a las 8 desayunaba y después se ponía a leer hasta que papá tenía que venir del trabajo al mediodía a hacerle el almuerzo, porque ella ni siquiera era capaz de prender la estufa, a no ser que fuera, claro, para hacerse café: se bebía más de 17 tazas al día. Además, fumaba como loca, cigarrillos sin filtro, olía horrible, menos mal que nunca ni un abrazo me quiso dar.

Si yo me enfermaba no se preocupaba por mí, no es mi responsabilidad, decía, que la cuide el papá. A pesar de que no hacía nada en la casa, parece que se aburría mucho de nosotros, porque algunas noches salía. Papá no podía dormir, esperándola, preocupado; yo no podía dormir preocupado por papá. Cuando regresaba hacía un escándalo terrible, se tardaba una eternidad abriendo la puerta, luego se reía sola caminando por el pasillo, gritaba, entraba a la cocina a hacerse un café, ponía algún disco y lo empezaba a tararear todo.

Una noche, y esto sí fue un descaro atroz, vino acompañada por una amiga suya, Gabriela, una mexicana insoportable que solo hablaba de las estrellas y del ascendente de no sé quién en la casa de Saturno, o algo así. Eso nos dio rabia, pero lo que sí nunca le perdonamos fue cuando llegó acompañada por tipo con quien habló hasta el amanecer, en el sofá. De pronto él la besó como si se fuera a acabar el mundo y luego llevó la mano bajo su falda. A papá casi le da un infarto cuando me sorprendió mirándola en ese bochornoso incidente y me llevó de la oreja a mi habitación.

La abuela era doctora. Había estudiado en el exterior porque, decía, Colombia es un país de mierda. Uno aquí nace muerto. Cuando papá me contó que era doctora, sí, pero no en medicina sino en sociología, ella me empezó a parecer un ser aún más extraño.

 Amé la vida cuando se fue, no lo puedo negar. Aunque, con los años, cuando fui creciendo y los tipos querían venir a la casa a verme las tetas, y supe que mi forma de pensar entonces se parecía tanto a la de papá que, a su vez, era idéntica a la de esos tipos, entendí por qué la abuela había dejado a su esposo al poco tiempo de casarse, le di la razón y le agradecí por no haber sido una abuela como la de Mariana y la de Albeiro, y entendí qué alto es el precio de la libertad.

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