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Ciudad y literatura

Foto: Cristian Garavito
Foto: Cristian Garavito

Durante el acto inaugural de la 9ª Fiesta del libro y la cultura, el Alcalde de Medellín, Aníbal Gaviria Correa, le otorgó la Medalla al mérito cultural y educativo Porfirio Barba Jacob al escritor Pablo Montoya, Premio Rómulo Gallegos 2015. Estas fueron sus palabras al recibir el reconocimiento: Ciudad y literatura.

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Parto de la Biblia para encaminar estas reflexiones sobre ciudad y literatura. Leo el Génesis y encuentro una figura llamativa. La torre de Babel que se levanta, majestuosa, entre nueve versículos breves. Capto algo que se relaciona con la confusión de las lenguas y el ansia desesperada de los hombres por alcanzar el cielo. El escriba bíblico dice: “Mas partiendo de Oriente estos pueblos hallaron una vega en Sennaar donde hicieron asiento”. Estamos aquí ante un rasgo moderno de la ciudad. Babel representa un grupo humano reunido para materializar una ilusión. En Babilonia, que significa “Puerta de Dios”, los hombres edificaron una escalera al cielo. Y ya conocemos el fracaso acarreado por tal propósito. Sabemos que la confusión cubrió los niveles de la torre, su término rodeado de nubes, y a aquellos que pretendieron habitarla. Lo que parece, en todo caso, digno de resaltar ahora es quiénes intentaron construir esa morada. Quiénes trasegaron el zigurat y sus terrenos aledaños. Fueron hombres venidos de afuera. Hombres marcados por la partida. Fueron inmigrantes. No es arduo imaginar que viajaron atraídos por un doble espejismo. Participar, por un lado, en la construcción de una obra descomunal. Y, por el otro, esperaban que su actividad les prodigara techo, víveres, una esperanza para dilucidar mejor el porvenir. La ciudad así, desde el principio, está definida como una empresa fundada en el trabajo. Babel, y eso se deduce por el relato de Heródoto, se hizo de ladrillos de tierra cocidos en hornos, de argamasa de asfalto caliente, de zarzos de cañas, de sudor, lágrimas y suspiros. Pero si su fundamento es material, su aspiración busca lo metafísico. Se podría decir, incluso, que Babel toca lo fantástico.

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Todas las ciudades, en lo sucesivo, se han levantado gracias al esfuerzo de los inmigrantes. De ahí surge el hecho de que Babel parezca tan reciente, y que siga siendo una acertada manera de definir la ciudad. Pero es por ese flujo de forasteros, que llegan para sumarse a la elaboración de un sueño colectivo, que la ciudad inevitablemente se siente extraña de sí misma. La historia ha enseñado que las ciudades, a través de los regentes y sus códigos cívicos, abominan de los extranjeros que, no obstante, le insuflan vitalidad. Los ejemplos son tan numerosos en el pasado, tan prolíficos en el presente, que resulta fatigante detenerse en ellos. Hebreos en Mesopotamia y Egipto; persas y egipcios en Grecia; griegos en Roma; romanos en Galia, Hispania y Germania; árabes en España; españoles, anglosajones, árabes y negros africanos en América; americanos, africanos, asiáticos en Europa. Por un curioso mecanismo de amor y odio, de rechazo y atracción, de absorción y regurgitación, la ciudad se teje con el que viene de afuera. Y tejiéndose así sabe que su ser hila en medio del vacío, que a sus agujas las derrite el fuego, que la ornamentación en sus bordados linda con el desorden. La ciudad, que pretende ser amparo, se siente abandonada con el inmigrante que busca precisamente refugio en ella. La ciudad, que anhela ser sedentaria, reconoce que al recibir al foráneo perpetúa la condición de ser en movimiento que este guarda. La ciudad quiere ser una y es múltiple. Aspira a ser limpia y honorable y es sucia e insensata. La ciudad es paradójica. Y lo es porque nosotros, sus habitantes, irremediablemente lo somos. Con nosotros, hombres desgarrados, desraizados, desarraigados, desterrados, la ciudad se convierte en el espacio temido pero que en el fondo aspira. Ese espacio de la dispersión, de la disolución y del incesante encabalgamiento.

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Pensar lo contrario, una ciudad desprovista de inmigrantes, es tocar uno de los perfiles de las ciudades utópicas. Estas, recuérdese, no existen. Solo se levantan en los libros y respiran en sus páginas con una sospechosa pretensión de permanencia. Como lector, es lo que siento cada vez que entro a Amauroto, la capital de Utopía, la isla creada por Tomás Moro. Allí, el bienestar inunda a sus habitantes. El trabajo está sabiamente organizado y no es aplastante. El descanso es generoso y las jornadas recreativas ocupan gran espacio. En las ciudades de Utopía se estudia, se investiga, se ama, se educa y se muere de tal modo que los utópicos poseen la certeza de que no hay otra forma de vida más óptima en un mundo plagado de guerras, hambrunas y codicias sin fin. Utopía es producto de un sueño renacentista. Frente al crecimiento demográfico de las ciudades europeas, los hombres de entonces imaginaron ciudadelas perfectamente proporcionadas y aisladas del mundo. Murallas férreas, pozos profundos, desiertos extensos, montañas inhóspitas separan a todas las ciudades utópicas del exterior. En esto son un trasunto de las ciudades antiguas y medievales. Reproducen, mejor dicho, el modelo del Paraíso. A este, Lactancio lo concibe rodeado de un río de fuego impenetrable. Y el Paraíso de las Islas de la Fortuna de Píndaro es inalcanzable puesto que solo pueden acceder a él los hombres de alma pura. Igualmente, Rafael Hitlodeo, el marino portugués que le describe Utopía a Moro, cuenta que acceder a ella es casi imposible. La ciudad del Sol de Campanella, la Nueva Atlántida de Bacon, la ciudad de los Falansterios de Fourier, son construidas de manera semejante. El Dorado que visita el Cándido de Voltaire, no es insular, pero es como si lo fuera. Lo aísla del mundo una maraña vegetal. Cándido lo encuentra sorpresivamente y, en efecto, goza de sus atributos. Pero siempre quo lo recuerda le parece tan irreal como un sueño. Es este aislamiento geográfico lo que otorga a las ciudades utópicas una condición no sólo de irrealidad, sino de retraso y de abandono. Las ciudades utópicas son ciudades espejismos. Y al estar separadas de otros mundos diferentes al suyo, se parecen a ese hombre solo que vive en una isla sola y que, creyendo que domina todos los espacios de su isla, cree ser el rey de todo el universo.

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Lo que resulta aberrante, entre otras cosas, de las ciudades utópicas, es que están cerradas a los hombres de afuera. Los oriundos de Utopía y reinos similares, en general, odian lo extranjero. Abominan de la diferencia. Anhelan una igualdad y una simetría tales que terminan adquiriendo los contornos de una pesadilla. Los gérmenes de los sistemas totalitarios no son una invención del siglo XX. Ellos surgen en las utopías de los escritores del Renacimiento. En sus ciudades utópicas existe un estricto control de las autoridades sobre los ciudadanos. Una total ausencia de la libertad individual planea en los comportamientos de sus habitantes. En ellas se confrontan radicalmente el yo y el nosotros. Y este último es quien termina victorioso. Sabemos que en la sociedad utópica la ley, emitida por una entidad burocrática, se impone sobre el pueblo. La reglamentación es el pilar sobre el que se sostienen los territorios de las utopías. Reglamentación de la sexualidad en el Tamoé de Sade, reglamentación de la amistad en la República de Saint-Just, reglamentación de las formas de los muebles en la Icaria de Cabet, reglamentación de la procreación en la ciudad del Sol en Campanella, reglamentación del suicidio en la tierra austral de Foigny, reglamentación del amor en la Amauroto de Tomás Moro. Al buscar, por todos los medios posibles de la legislación, una controlada felicidad social, las ciudades utópicas portan en sí su inevitable fracaso y pasan a ser lugares terribles. Ernst Jünger, en Heliópolis, explica cómo se pasa de la utopía a la contra-utopía: “Ellos [se refiere a los teóricos de la utopía] llevan la luz a la masa. Luego vienen los hombres de la práctica, los vencedores de las guerras civiles y los titanes de las nuevas eras, los favoritos de la Aurora. Con su acción, la utopía culmina y encuentra su fracaso”.

 

 

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Una de las novelas que permite comprender mejor cómo se vive en una ciudad donde la utopía ha fracasado es 1984 de Georges Orwell. En el Londres, dominado por la mirada omnipresente del Gran Hermano, se pueden entender las características principales de una ciudad totalitaria. Orwell describe un modo de vida vigilado con el fin de criticar los regímenes fascistas. El Londres de 1984 es un universo emparentado con el infierno. Al recorrerlo se hace clara la advertencia del filósofo Nicolás Berdiaeff cuando dice que lo primero que debe hacer el hombre moderno frente a las utopías es, no lograr su concreción, sino plantearse la manera de evitarlas. En la ciudad de Orwell el pasado ha sido borrado, por lo tanto nada es verificable. El acceso a la información es controlado, y si existe una, su manipulación es constante. La censura es ramplona aunque alabada y premiada. Planea en esta ciudad una ortodoxia nutrida de la inconsciencia. Existe la certeza de que la nación es opulenta, pero la escasez material abunda. Y el precio de saber que no hay verdad posible, ni abundancia real, ni convicción alguna que no esté fundada en el engaño colectivo, es la persecución y la desaparición sistemáticas ordenadas por el Partido. Muchas ciudades de las antiguas civilizaciones se basaban en códigos civiles donde el amor y la justicia prevalecían como fuerzas directrices. La ciudad de 1984, al contrario, está fundada en el odio. Por ello el miedo, la rabia, el rebajamiento, dominan su cotidianidad. En esta ciudad siniestra los lazos familiares no existen. La desconfianza es permanente. La fraternidad es una engañifa turbia. El sometimiento prima. Y si el amor se da entre sus habitantes, es un amor carente de erotismo, ya que el objetivo del sistema totalitario es despojar al acto sexual del subversivo placer. En 1984, en esta perspectiva, el acto sexual pleno es sinónimo de rebeldía. Y el deseo, un crimen mental. En fin, el futuro en esta ciudad, tal como dice uno de los policías del pensamiento de la novela, es imaginable solo como una bota aplastando un rostro humano.

 

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La filosofía del Siglo de las Luces y la Revolución Francesa generaron proyectos de sociedades nuevas donde los ideales de la fraternidad, la igualdad y la libertad prevalecieran. Pero es la Revolución Industrial la que va a propiciar una gran transformación de los espacios urbanos. Las ciudades europeas se llenaron de obreros porque el capitalismo asumió los rasgos de una bestia fabulosa hambrienta de mano de obra. Al lado del progreso y el fortalecimiento de la ciencia, la pobreza creció con desmesura. Graves problemas de higiene se volvieron el dolor de cabeza de los habitantes. Muchas de las grandes novelas europeas de la segunda mitad del siglo XIX están llenas de hombres que viven en cloacas donde el cólera, el tifo, la tuberculosis, la prostitución y la miseria se abrazan. Algunas tendencias utopistas del urbanismo surgen, no obstante, para hacer de estas regiones del  fango, de estos parajes del humo y de la enfermedad, de estos enormes albañales de la desolación, lugares de sueño. Gobernantes, banqueros, industriales, arquitectos, científicos, alimentados con diferentes lecturas utópicas, procuraron cambiarle a la ciudad la faz temible de criatura exterminadora de hombres. Intentaron hacer de las ciudades sitios, no donde la felicidad fuera una asfixiante obligación, pero sí donde un cierto bienestar pudiera ser respirado. Un bienestar, en síntesis, sinónimo de buena higiene, buen trabajo y buena alimentación. Estos logros fueron ostensibles. Y se pueden verificar a través de la construcción de acueductos, de la elaboración de un sistema de salud más democrático, de nuevas propuestas educativas donde la mayoría de los ciudadanos fue beneficiada. En medio de esta satisfacción del avance y el desarrollo apareció, sin embargo, una conciencia literaria que establece una actitud crítica frente al cívico optimismo. Ante un París orgulloso de su inteligente transformación urbana que se refleja en la arquitectura del Barón de Huysmans, en los descubrimientos microbiológicos de Pasteur, en la modernización de las alcantarillas emprendida por Bruneseau; ante un París jactancioso y sibarita, prepotente y seductor, Charles Baudelaire se levanta como paradigma de esa mirada crítica. París, símbolo del esplendor y las victorias del Segundo Imperio, es vivida por el poeta como una experiencia del desgarramiento. Baudelaire, por supuesto, no fue el primero en plantearse la ciudad como coordenadas de la contradicción. En esto continúa una tradición de siglos. Hay una ciudad de trifulcas y persecuciones callejeras, de cementerios y de mendigos, de nobles y obispos y burgueses prestigiosos y a la vez corruptos, en las baladas de François Villon. En los cuadros de París de Louis-Sebastien Mercier irrumpe un intercambio humano donde el filántropo y el usurero se cruzan, donde el mendigo y el rico se codean, donde la ciudad popular se mezcla con la burguesa. Está también el París nocturno de Restif de la Bretonne desde cuyas noches del Antiguo Régimen se van fraguando las irrupciones estremecedoras de la Revolución Francesa. Y está el París de Balzac y el de Víctor Hugo. Ambos parecidos a maravillosos monstruos. Por un lado está el Balzac donde se despliega una abigarrada comedia humana delineada en la mente del escritor como una obra con principio y fin. Y, por el otro, está el París de Víctor Hugo cuyos miserables de toda índole trazan una ciudad que es inmenso estercolero, inmensa catedral, inmenso palacio e inmensa mansión. Baudelaire hereda, por supuesto, este pálpito romántico. En el epílogo de sus Pequeños poemas en prosa el poeta se encarama en la montaña y muestra una ciudad definida como hospital, como lupanar, como infierno y como prisión que se asemeja, sin duda, a la ciudad de los novelistas del Romanticismo. La ciudad de Baudelaire, igualmente, es un conjunto de circunstancias que solo pueden nombrarse desde el sufrimiento y la estrechez, desde el abandono y la rabia. Marasmo de barro y escoria, de impudicia y criminalidad, de extravío y soledad es el París de Baudelaire. Pero en él es posible también encontrar la suavidad de un cuerpo, los fulgores del oro y el diamante, los otros resplandores del opio y el hachís, la lábil perennidad de un perfume, el encanto de una evocación. El procedimiento de Baudelaire, empero, al querer describir la ciudad, se aleja de la corriente romántica. Frente a la vasta ciudad decimonónica, Baudelaire opta por la brevedad. Elige una estética que está formulada en los Pequeños poemas en prosa. Con su libro póstumo sobre París, es él quien inaugura una nueva manera de abordar la ciudad. Esta consiste en presenciar su enormidad, su multiplicidad, su caos y hacerla sucinta en la escritura. Quizás este sea el mayor hallazgo del poeta francés. Porque es acudiendo a la síntesis que la ciudad se torna más cercana. Tal método estilístico supone pensar en el fragmento. Mejor dicho, acudir a lo inacabado. Una ciudad es una acumulación no infinita pero sí ilimitada de fragmentos. Fragmentos hechos de espacio y tiempo. Fragmentos de existencias que perduran un instante para después desvanecerse poco a poco en la memoria de las generaciones futuras.

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Toda ciudad es una geografía. En esta perspectiva, va adquiriendo los relieves de una metamorfosis caprichosa. Tales caprichos, sin embargo, se van instalando en los terrenos baldíos, en las sabanas, en los valles, en las faldas de las montañas, en las orillas de los ríos, en los desiertos, en deltas y bahías, en los altiplanos, hasta configurar los semblantes diversos que posee la ciudad. Algunos de ellos han sido atrapados de forma inolvidable por la escritura poética. En realidad, es esta y no otra la que tiene la virtud de rozar los secretos de las ciudades. Acaso exagere en esta consideración, pero pienso que hay una Praga más vigente, más plena de belleza y melancolía en algunos cuentos de Franz Kafka, que no superan la página y parecen ser más bien prosas poéticas, que en sus grandes narraciones donde se describe una ciudad interminable, llena de oscuras trampas, de leyes incomprensibles y que están tramadas de procesos judiciales de los cuales no es posible escapar. Dublín se dibuja mejor en dos o tres frases inolvidables del James Joyce de sus primeros cuentos que en el monumental recorrido hecho por Stephen Dedalus en el Ulises. Creo que algunos poemas de José Manuel Arango, de Helí Ramírez, Carlos Vásquez y Pedro Arturo Estrada, acaso los más breves, revelan mejor el enigma terrible y encantador de Medellín que todas las novelas escritas para descifrar esta urbe vertiginosa. De igual modo, me parece que el Buenos Aires de Borges es el más memorable de todos los que se han escrito. ¿Por qué este Buenos Aires de principios del siglo XX -valga la pena preguntarse- resulta siendo tan nuestro? La respuesta, aventuro, está esbozada en el prólogo del primer libro de Borges. Por que en ella, tal como pasa en Tunja y en Ámsterdam, en Lyon, en La Habana y en Medellín, el poniente y el sur, el norte y el naciente están hechos de moradas humanas. Porque es una ciudad forjada desde el paso del transeúnte, esa otra forma del inmigrante, en cuyos ojos se dibujan atardeceres, arrabales y la apacible desdicha que define una de las formas de la serenidad. Con Borges entendemos aquello de que toda ciudad digna de recordarse, al menos en literatura, es un paisaje humanizado. El del escritor argentino se vuelve una geometría de calles y quintas donde el tiempo y la memoria expresan con minucia el paso del hombre y en su eco la estela de la poesía se dibuja. El poema, entonces, es el aljibe, el patio, el banco tramado en la sombra. Realidades materiales que, de pronto, se tornan inasibles por el aroma de una flor, por el silencio del pájaro, por la mirada del caminante que se extasía en la contemplación de las estrellas. Una ciudad sin poesía es una ciudad sin entrañas. Y aquí la entraña es el misterio que flota en la calle, que se esconde entre los barrotes de la verja, que se desliza anónimo por entre los pocos metros de un zaguán, y que el poeta recupera para la palabra. Esta entraña, no obstante, tiene otra connotación. La ciudad de Fervor de Buenos Aires, más que un reflejo del tedio, más que una encontrada heredad, más que el verso olvidado y de repente presente en nuestros labios, es un sueño. Apoyado en conjeturas metafísicas de Schopenhauer y Berkeley, la ciudad en Borges termina siendo una mera actividad de la mente, aunque propicia a la revelación poética. Por eso Borges, para hacer más explícita la certeza de la fugacidad de toda urbe, dice: “Yo soy el único espectador de esta ciudad. Si dejara de verla se moriría.”

 

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Pero no sólo se trata de verla. Borges va más allá cuando arguye que lo esencial es narrarla. La ciudad existe cuando es nombrada. Es desde el relato que podemos tocarla, oírla, olerla. Es desde la narración, incluso, cuando creemos entenderla. Cuando la ciudad se cuenta, se instala, más que un héroe que asegura todo relato, un yo cuyo único fin es decir. Pero ¿qué dice ese yo? ¿Una queja impronunciable? ¿Una esperanza jamás realizada? ¿Un sueño despedazado que añora su lejana unidad? ¿Ese yo dice un secreto que se vuelve más inaprensible en la medida en que se disfraza con las palabras? Ciudades hechas de casas y calles y jardines y hombres que acuden a las palabras para tornarse más diáfanas o más turbias. Ciudades que permiten comprender los alcances de nuestra luminosidad y la hondura de nuestros desconciertos. Ciudades, finalmente, que para revelarnos mejor lo que somos necesitan ser inventadas por la poesía. Así son Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Lo maravilloso, la desmesura, lo imposible podrían ser términos útiles a la hora de querer acercarnos a las ciudades descritas por Marco Polo. En ellas hay un ánimo de palpar el enigma de la ciudad moderna. En esta perspectiva, se hermanan profundamente con la historia de la torre de Babel. Las ciudades de Calvino van al pasado, se proyectan hacia el futuro, y para realizar tal peripecia acuden al mito. Característica que les prodiga un relieve de territorio onírico. Tal labor recuerda al calidoscopio. Esas ciudades de la memoria y del deseo, las sutiles y las escondidas, las ciudades de los signos y los trueques desembocan milagrosamente en la ciudad de ahora. Curiosa contradicción la que aquí se establece. Las ciudades parecen transparentes por la precisión del lenguaje que utilizan para presentarse. Y terminan construyendo, no obstante, un espacio hecho con el reflejo enrevesado de múltiples ciudades. Ahora bien, Calvino no pretende hacerse arqueólogo, arquitecto, paleontólogo, historiador de ciudades primitivas, antiguas y medievales que han pervivido gracias a la sacralización de todas sus actividades. Calvino, por supuesto, reconoce que una ciudad vive gracias al trueque de las mercancías. Que una ciudad se mueve por las diferencias de sus clases o estratos sociales. Que las guerras o su transcurrir violento las transforman y que detrás de su construcción hay un antes y un después moldeados por tradiciones culturales. Pero la propuesta de Calvino no se apoya en la febril economía, ni en la rigurosa historia, ni en la ondeante política. Es en la imaginación poética donde descansan sus ciudades. La poesía, recuérdese a Hölderlin para situarnos mejor frente al proyecto de Calvino, es el fundamento de la historia. Por eso las ciudades femeninas del escritor italiano terminan mostrando otro tipo de trueques. El de las palabras, el de los recuerdos, el de los sueños. No es aventurado afirmar, entonces, que gracias a estas coyunturas, las ciudades invisibles, que son ámbitos inventados, se erijan como modelos. Modelos tras los cuales los hombres van con la ilusión de encontrar una respuesta a la pregunta más esencial. Está Zobeida, ciudad que se construye a partir de la búsqueda de la mujer soñada por una multitud. Está Eudoxia, ciudad que reproduce el cielo estrellado con su figura amorfa, con sus calles en zig-zag, con sus casas derrumbadas, con sus incendios y sus gritos dados en la oscuridad. Está Esmeraldina, hecha por los itinerarios de los seres que pueblan su geografía, desde los humanos y los caballos hasta los peces y las golondrinas. Y está Adelma, ciudad poblada con los muertos de quien la visita. Y está Baucis, ciudad área cuyos habitantes pasan sus horas observando la ausencia que ellos mismos han dejado sobre la tierra que antes habitaron. Pero sobre todas ellas está Venecia. Y Marco Polo, recorriendo este conjunto abigarrado de ciudades y describiéndoselas al melancólico emperador chino, lo que intenta es nombrar su ciudad natal. El sentido de este impulso, que animó no solo a Marco Polo, sino a los viajeros más sugestivos de la Edad Media, remite al poema de Constantino Kavafis. En el fondo, así persigamos otras tierras y otros mares, otras calles y otros barrios, hay una sola ciudad que nos persigue. Comprenderla quizás sea nuestra única misión.

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He mencionado una montaña y a sus pies una extensión de edificaciones donde se aglomeran los hombres. Esta imagen del arriba observador del abajo, que Baudelaire recrea al final de sus Poemas en prosa, es muy propia para conocer nuestras ciudades andinas. Medellín no está suspendido entre las orillas de un precipicio, como Octavia, una de las ciudades sutiles de Italo Calvino. Muchas vees, sin embargo, procura la impresión de que el valle en que se afinca tiene las dimensiones del abismo. Me he preguntado, en varias ocasiones, cómo es la mejor manera de acercarse a Medellín. La mejor visibilidad, dice una respuesta, la ofrecen las cimas de las montañas circundantes. En otras, he creído en la horizontalidad del  valle como el mejor lugar para adquirir los matices reales de la ciudad. O que es en el continuo vaivén de las subidas y los descensos desde donde se vislumbra el verdadero rostro de esta urbe frenética. Es evidente, en todo caso, que cuando asumimos a Medellín estamos sometidos a su implacable relieve. Pero, en realidad, aproximarse a una ciudad exige una metodología. Esta puede ser, en síntesis, una mayéutica, una hermenéutica o una poética. Y en cualquiera de tales posibilidades Medellín termina ofreciendo una senda de nubes y estrellas, la realización de un sueño individual o el desenlace de una pesadilla colectiva, ese instante único y quizás repetido de alguien que nace y otro que muere o es desaparecido o masacrado. La poesía es, y es necesario repetirlo, la que mejor nos muestra la esencia de la ciudad. Pero su presentación pertenece al ámbito de la fugacidad detenida logrado por la palabra. José Manuel Arango captura milagrosamente a Medellín en sus poemas. Aunque no tengo certeza al afirmar que Medellín sea la ciudad que respira en su obra. Podría ser otra cualquiera y, con todo, un lector de aquí aseguraría que es de su ciudad de la que habla el libro Este lugar de la noche. Pero ¿cómo es  la ciudad cuando leemos a Arango? Es un espacio doble. Sagrado así quiera negarlo su brutal profanidad cotidiana. Hay una Medellín íntima y silenciosa que surge de otra hecha de desastres y de crímenes. Sabemos que una de ellas, la cruel y frívola, la espectacular e insensata, se ha impuesto con frecuencia. Pero la que irrumpe en Arango es la otra. Una ciudad donde sucede lo que sucede en muchas otras ciudades, pero donde se produce el milagro de la revelación. Los parques, en Arango, naufragan al anochecer; en los gritos de los vendedores ambulantes dioses olvidados murmuran; la muerte susurra cantos en los grifos del agua; el viento que sacude las calles vuelve más inmensa la presencia de las noches. Hay algo, de todas maneras, singular en el primer libro de este escritor. Allí se encuentra una Medellín descubierta desde las tinieblas. Con los ojos cerrados, palpándola a tientas, Medellín se asume como una corporeidad de luz negra que suscita el goce y el dolor. La ciudad de Este lugar de la noche es una bruma  fulgurante. Y sus sombras, que se llaman muros, puentes, calles, plazas, se funden en la perplejidad del poeta.

 

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Ideo un libro. Lo escribo con la intención de mostrar una determinada circunstancia del hombre marginal. En él confluyen el anonimato ocasionado por las metrópolis y los bajos mundos en que aquél se mueve para poder sobrevivir. A mis personajes los estremece la  ira y la resignación, la nostalgia y la epifanía, la desolación y el delirio. Aspectos que, en general, moldean el desarraigo que vive un tipo de hombre muy común en las ciudades contemporáneas. Ese ciudadano que se siente herido por saberse extraño en un espacio ocupado por millones de extraños. El libro que imagino es oscuro. Está surcado de paranoia, de depresión, de melancolía, de un odio denso y un terror sórdido. Pero a sus páginas las impregna el atropellado deseo de la creación. Este permite a sus personajes conjurar el vacío al que les conduce las vivencias de su ciudad. La que describo se ha alimentado de Medellín, de París, de Bogotá y de Tunja, que han sido mis ciudades, pero en realidad ella es anónima y sus protagonistas están cobijados por un manto similar. Esa ciudad que escribo pretende erigirse como un arquetipo. Y cuando digo arquetipo, hablo de la engorrosa pretensión de querer que todos los lectores del libro que tramo se sientan en su ciudad. Mis habitantes, nombrados desde sus oficios, viven situaciones límites de violencia. Están despedazados por sus propias contradicciones. Pero, así vivan en barios interminables y fragorosos, y hagan itinerarios donde la muerte es el único rumbo, y transiten puentes que tienen un inicio y se pierdan en un horizonte sin término, buscan una justificación de sus vidas desde sus oficios mismos. Así, en este libro, hay un músico que escribe una obra donde están contenidos todos los sonidos de su ciudad. Un relojero, siguiendo intuitivamente a Leibniz, se lanza a diseñar relojes para medir la espera, para calcular el tedio, para indicar la extensión de las pesadillas de los habitantes. Un arquitecto planea una urbanización de pequeños apartamentos, cuyo objetivo es albergar el crecimiento voraz de la urbe. Hay también un aseador que presenta el rasgo esencial del libro. Un hombre deambula por la ciudad en busca de trabajo. Realiza tareas mezquinas. Duerme, come, intenta amar en inquilinatos miserables. Al cabo de los días, se le contrata en el metro. Su labor la inicia en las estaciones aéreas. Barre, trapea, en las paredes y los rieles limpia los desperdicios. Luego termina hundiéndose en los túneles. Su tarea es erradicar las ratas y alimañas que entorpecen el buen funcionamiento del transporte público. En esos pasadizos subterráneos el hombre pierde el rumbo. Entonces grita, despotrica contra él y contra todos, se enloquece de soledad y tinieblas, hasta darse cuenta de que es en esta perdición donde él logra conocerse. Como todas las ciudades de la literatura, la mía está hecha de palabras. Se erige, entre las brumas y las montañas, entre calles y urbanizaciones, como un mero artificio de la escritura. Su agitación, el insomnio y la búsqueda de sus habitantes están marcados por las comas y los puntos, por el adjetivo, el verbo y el sustantivo. El último de ellos es, precisamente, el escritor. De él surge la ciudad y con él se desaparece. Por él ella nos crea y nos devora, nos olvida y nos inventa. Con este breve texto quiero dar fin a estas reflexiones.

EL ESCRITOR

 

Me toco, me araño, me golpeo. Balbuceo, jadeo, gimo bajo la noche del cuarto. Sudo, escupo, vomito hasta que logro hacerme a la idea de que pienso. Soy un cuerpo desprendido de otro. Grito y nadie me escucha. Mi voz está suspendida en un espacio donde no hay nada que me sustente y me prolongue. Pero en el silencio de la atmósfera  recuerdo remotas unidades. Me rompo, me desintegro, me difumino. Vislumbro la nada. Soy ella. Y para no caer en su concavidad incierta, trato de convencerme de que también soy esta mesa, el taburete, la tinta ansiosa de rodar como agua. De súbito, un polvo húmedo, un olor a tierra, me cubre y me penetra. Siento que soy papel, un pedazo de madera, grafito. Una mano surge, la mía, que escribe con dedos torpes. Unos ojos, los míos, que miran y me miran. Entonces, en el espacio observado, aparece el caos como principio. Se instala con fuerza. En una pausa de tiempo inmensurable va surgiendo la forma. Me digo que soy el primer hombre. Babeante, asombrado, triste. Y hago el signo para horadar la superficie. Escribo. En la penumbra hecha de tiempo, escribo. Durante las noches ancladas en el vacío, escribo. Trazo las palabras que intentan develarme. Sueño, arcano, laberinto. Después me habito. Soy un arrullo estrepitoso. Me amo y me agredo. ¿Cómo revelar la infinitud y la estrechez en este minúsculo pacto que me es dado? No duermo. Destrozo el lápiz, hiero mis manos, quiebro mis huesos. En la vigilia soy un girar desordenado de velocidades distintas, un ensombrecido fragmento de uno de mis rostros. Como un abanico monstruoso mi aliento seca toda pretensión. Pero hallo una fisura. Entro en ella. Y vuelvo a intentar. Me imagino como una generalidad gigantesca. Montañas pobladas, valles extenuados por mi sangre. Soy enorme, repetitivo, una colectividad sin rasgos que sueña un infierno homogéneo. En el nuevo párrafo una faz de la pequeñez me nombra. El detalle obsesiona, lo insignificante acorrala. Soy las líneas de un adoquín, las piedras de una calle donde nací y morí, las estrías de unos ojos nunca cerrados. Desemboco en la piel. Me hurgo, me introduzco, me excreto. Descifro la felicidad, la rabia, el desconsuelo. Y arribo a la insensatez, a la soledad, al hastío. Aúllo bajo un cuerpo que es mío y de otro. Un cuerpo que a veces es nadie, a veces nada, y a veces todo. Me carcomen mis carencias. Mi poca luz se oxida. El aire es líquido viscoso. Ignoro cuando creía saber el unánime secreto. Todo lo sacrifico porque lo desprotejo de su magia cotidiana. Lo tocado, siendo etéreo, lo vuelvo monótono. Cubro con un manto gris mis deseos de luz. Y un impulso irrefrenable me lanza a romper lo escrito. La inutilidad se estrella contra mi cara inútil. Pero salgo de mí. Toco las paredes y la puerta de la habitación y me repito que ellas también soy yo. Recibo el viento de afuera, más cierto comparado con el que surca mis hojas desgarradas. Vivo los segundos, los minutos, las horas sin fuerzas. Soy incapaz de nombrar la acera, la casa, un solo hombre que sea distinto a mí. Camino por las calles sin pensar, viendo sin comprender, reclamando una ayuda que solo yo puedo prodigarme. No hay misión, ni destino, ni llamado, me repito. Y termino, no obstante, frente a la mesa. Reinicio. Trato de hacerme a partir de mis escurridizas partes. En cierto punto escribo: “Soy una escritura imitada en el papel”. Y más allá: “Mientras me desangro tejo una melancolía de orquídeas negras”. Algo profundo, de repente, me asegura que estoy hecho de una materia semejante a la de los seres que pueblan mis hojas. La certeza me inunda. Sé que yo empiezo a existir a partir de una frase. Una frase que he escrito y leo en este instante: “Me toco, me araño, me golpeo…”

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