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Donde termina mi nombre (Capítulo 2)

* El Magazín publica el segundo capítulo de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.

 

Donde termina mi nombre (Capítulo 2)

 

Donde termina mi nombre lápida

2

Bocas del Toro 

Patricia Stillger

Apenas llegados a Bocas del Toro, Sarita se descompuso. Creo que todo empezó en el avión. Habíamos salido a las siete de la mañana, por lo que tuvimos que despertarnos a las cinco y no pudimos desayunar. El aeropuerto era pequeño y había sido de uso doméstico para los estadounidenses durante la ocupación. Ahora sólo de cabotaje, la sala de espera estaba plagada de aborígenes kuna. Ellos viajaban con  destino final a Costa Rica.

Petisos, de tronco ancho con una sonrisa genuina y pícara, ataviados en sus extremadamente delgados gemelos y antebrazos con trapitos bordados y  pulseras; descansaban, comían frituras y tomaban líquidos de todos colores en combinación perfecta con sus ropas. Escuché por los parlantes el anuncio de la partida de su vuelo. Ninguno dio muestras de alistarse. Seguían riendo y jugando con los niños, desde pequeños ataviados como sus padres. Sólo algunas Nike delataban la civilización en sus atuendos. Pasaron diez minutos y apareció una empleada de la compañía que muy enojada empezó a regañarlos como hace una madre con sus hijos distraídos y a voz en cuello les ordenó que abordaran el avión. Todos contestaron con una carcajada general y la siguieron. Quedó el salón vacío de colores y nunca me pareció más desagradable la insalubre blancura de las pieles gringas. Incluyéndome.

Sarita es linda. Es decir, treinta y tantos, soltera, de una belleza mediana o de una fealdad aceptable. Un accidente en la infancia le ha dejado una cicatriz obviable que le parte la ceja derecha en dos tramos asimétricos, pero también, un rastro visible en su nariz un poco descentrada a pesar de dos intervenciones quirúrgicas.

Ella trabaja en el Ministerio de Economía, en el ala este del mismo edificio que albergaba el de Educación, donde yo, digámoslo, fatigaba unos datos inocuos en una computadora. Éramos muy discretos en nuestra relación. Ahora viajábamos juntos y la discreción se habría transformado en la comidilla de nuestras oficinas. Más que discretos, habían sido esporádicos por lo que la comodidad primaba por sobre los afectos.

Estoy seguro de que no era el único. A Sarita le gustaba muchísimo viajar, asunto que no podía justificar sólo con sus ingresos de empleada pública, aunque de cierta jerarquía. De hecho, las dos primeras noches en el Four Points de Panamá, las había pagado ella con puntos de Amex.

En realidad, en este viaje me sorprendía su actitud de proveedora, lo que echaba por tierra mi teoría de que  sus amigos eran ocasionales aunque, sin lugar a dudas,  económicamente más solventes que yo. Ella había puesto en juego otros sentimientos  en esta aventurita de larga distancia, conmigo. Me parece que eso era lo que yo tenía ganas de creer.

Supongo que me respetaba porque habíamos hecho el amor en la terraza de un edificio cualquiera, a la salida del trabajo. Evidentemente no lo había hecho hasta entonces porque no paraba de alabar nuestra audacia. Me parece que la idea le gustó. Esos ruidos del ascensor que amenazaba subiendo y bajando, que en cualquier momento podía aparecer el portero o alguna vieja a colgar la ropa.

Entonces, yo me encontraba en el lugar equidistante entre los celos y el asombro; lo justo para reconocer sin enojarme que después, ella habría tomado la iniciativa de llevar allí a un político de segunda línea, más guapo que yo, seguramente más joven. Podía tolerar esa idea, pero no me cruzaría de brazos.

Así fue que un día,  decidí que tenía que seguir juntando “millas”. Paré el auto en una calle extremadamente concurrida y le bajé violentamente los calzones, arrodillado como podía en lo que quedaba de piso entre sus piernas abiertas y el parabrisas. Absolutamente incómodo, por cierto.

Me sorprendió su maestría esta vez. Alzó la izquierda por sobre mi espalda a la altura justa para evitar miradas de afuera, aunque para ese momento, el vapor era tanto que hubiera sido imposible que alguien nos viera, aunque todo el mundo se diera cuenta de lo que allí sucedía. El auto se movía como un bote en altamar.

Esa actitud, su seguridad, que en principio creí una estrategia mía para sorprenderla, no me molestó. Por el contrario, me permitió ahondarla sin la preocupación de tener que sorprenderla.  Sin embargo, esa noche le corté la respiración  y un par de veces me pegó en la espalda si no arreciaba, si me tomaba yo mismo un respiro. Esto redundó en mi beneficio ya que los siguientes tres sábados fueron para mí.

Después de toda esa perfomance de mi parte, me animé a plantearle todo el asunto del viaje. No era solamente el buen sexo, sino esa complicidad que da el buen sexo.

– Típico de un pisciano- me dijo cuando le verbalicé esa idea.

Me alcé de hombros. Casi me arrepiento de toda la mierda antes de empezar, pero decidí ignorar esa estupidez del zodíaco. Al fin, lo desconozco por completo y si se quiere, los astros estaban de mi lado, porque allí cerramos trato: Iríamos juntos a Panamá.

Así es que, cuando vomitaba sin parar en los jardincitos del aeropuerto de Isla Colón, no me importó dejar ir al último taxi que acercaba a los turistas a  las escasas diez cuadras que nos separaban de la zona de los hoteles. Fui a mojar un pañuelo -¿no es eso lo que se hace?- al baño y cuando volví, la noté muy sonriente y recuperada, en compañía de dos españolas que de distraídas habían perdido el mismo transporte que nosotros. Pilar y Amparo eran dos bigotudas muy ibéricas y despreocupadas de su aspecto, o mejor, preocupadas solamente en vestirse con los colores tropicales de rigor. Al lado de ellas, Sarita parecía mucho más linda, incluídos el vómito en el piso y la palidez en la cara.

Nos consiguieron un auto pequeño para compartir. Las tres se acomodaron atrás y yo al frente, en el asiento del acompañante. Las españolas habían reservado en un hotelito modesto y nosotros teníamos la confirmación de que había habitaciones disponibles en otros dos.            

Dejamos las maletas en uno y yo me dediqué a verlos personalmente, mientras Sarita se tomaba un café en un puesto acompañada de las otras dos y cuando salía de uno al otro las vi muy animadas charlando con un negrote imponente de uñas blancas.

Por momentos me olvidaba que no eran mis vacaciones. Ya instalados en el hotel me ocupé de mi asunto. Un par de llamados y quedamos para encontrarnos con un médico, en apariencia forense, a la siguiente mañana en el cementerio. Por su parte, Sarita arregló con las chicas para ir a Cayo Zapatilla.

Me sentí fuera de todo. Presentía una soledad incómoda en mi búsqueda. Una mentira piadosa en la misión que el Ministerio me había encomendado. ¿Realmente yo creía, alguien creía, que la educación le interesaba seriamente a alguien con poder de decisión? Comparar en algunas planillas; las estadísticas de escolaridad primaria y secundaria en la población; el  estado de los edificios eran, en principio, el motivo de mi misión. Esa información, desde luego, al menos los números oficiales, a los únicos que yo tendría acceso eran fácilmente asequibles mediante un pedido de un país a otro. Pero, la verdadera finalidad, más expresa, más oculta y más subjetiva era la de llegar a casos concretos para ilustrar un futuro viaje de mi jefe, “mi” Ministro a Panamá. Era claro que el tipo quería unas vacaciones en un resort exclusivo y necesitaba, me necesitaba, para justificar ampliamente su ausencia.  Mediante mi gestión, podría además de corroborar las cifras, contar una serie de anécdotas pintorescas y en fin, cualquier clase de excepcionalidad que acreditara una exhaustiva y dedicada investigación por su parte. En cualquier caso, era una resolución favorable para todos. Yo obtenía unos viáticos modestos al cincuenta por ciento, cumplía con el encargo, los pasajes y parte de la estadía los asumía Sara. Tenía que ser un amante efectivo; juntar datos para el Ministerio; averiguar mi filiación con la momia y en el mejor de los casos, obtendría mi seguro de retiro en el régimen alemán. Esa era toda mi jugada.

Para mi sorpresa me descubrí en una mentira tardía, en una cobardía a destiempo. Yo me sentía allí solamente para determinar mi identidad y por el momento no podía abordar ni con la imaginación tantos objetivos simultáneamente. Era demasiado para mi digestión lenta. Había logrado nuevamente desdibujar mi verdadero  interés para que nada, otra vez, me interesara demasiado, para no apasionarme y para no aferrarme a la vida y mantenerme tranquilo y un poco ausente como me pasaba desde hacía algunos años.

Le eché la culpa a la edad, pero sólo para seguir mintiendo. En realidad los últimos veinte años había estado adormilado y era el momento para despabilarme. Al menos había logrado moverme. No debería quejarme en adelante.

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