El Magazín

Publicado el elmagazin

Donde termina mi nombre (Tercera entrega)

* El Magazín publica la tercera entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.

Donde termina mi nombre

(Capítulos 3, 4, 5)

Donde termina mi nombre

3

Bocas del Toro

Patricia Stillger

En Sarita no había nada de mi madre. Al principio fabriqué las diferencias. Después no me hizo falta.

Las dos españolas venían a buscarla para ir de tragos a la noche, mientras yo hacía unos informes desganados acerca de los modelos rurales de la educación en Panamá.

Invertí la mañana siguiente en una negra de extensa sonrisa del hotel que trabajaba dos semanas allí y luego,  la esperaban para que cursara durante una semana de manera ceñida y abreviada en un instituto terciario en la ciudad de Panamá para obtener un dificultoso título de traductora de inglés que le permitiera otro trato con los turistas, que no fuera servir unos insoportables huevos revueltos para los americanos, como decía ella, refiriéndose a los estadounidenses. Ni ella ni yo contábamos con el privilegio de ese gentilicio.

– Ellos se llaman a sí mismos americanos- me espetó.

– ¿Y nosotros vendríamos a ser una subespecie?- le contesté y nos reímos con ganas inventando otros nombres, además de todos los despectivos que usan en todas partes del mundo para nombrarnos.

La joven tenía mucho vello en su rostro y una blusita mínima dejaba ver también un remolino alrededor de su ombligo como un nido sin terminar y de esa manera me corrigió el prejuicio de que  los negros eran lampiños. Ninguno de los que vi, en lo que duró mi estadía, respondían a esta característica. Esa era la profundidad de mi conocimiento de la raza hasta el momento.

Me contó de una infancia en una isla, cerca del despojo de San Blas, extraña en un lugar de mayoría kuna.

La discriminación más aceitada es la que se ejerce entre minorías. Sufrió entre los olvidados, la suerte de ser la única negra de primero, segundo y tercer grado que funcionaban juntos en un aula que se achicaba en los días de lluvia.

La mitad del año era un apiñarse de los colegiales para evitar las goteras de un techo de chapa que no resistía los embates climáticos aunque la maestra misma las emparchaba con sucesivos recortes de distintos materiales mal pegados, de manera que sólo lograba hacer ver la escuela como un hojaldre inútil.

Se acordaba también de la tinta expandiéndose en el cuaderno y malogrando sus tareas que la maestra Epifánica no le perdonaba bajo ninguna circunstancia. Menos aún sus compañeros que la obligaban a sentarse en la más constante de las goteras. Adquirió con el tiempo el método de defender su cuaderno con la cabeza. Por el principio de capilaridad, lograba que su trenza prieta evacuara finalmente en la cintura, mojándole el trasero. Este hecho,  la obligaba a quedarse sentada en los recreos para evitar que la burla por una meada inexistente se transformara en golpes. Se reía con su boca llena de dientes cuando me confesó que una vez no había podido con su vejiga a pesar de sus esfuerzos.

– Si es que de todas maneras me iban a acusar, era lo mismo.

Alguna vez la saña de sus compañeros engendraba imaginadas venganzas que ella concretaría en el futuro. Así era capaz de leer la realidad esta pequeña, capaz de sobreponerse con esos artificios que sólo algunos niños pueden lograr.

La simultaneidad de la enseñanza de contenidos tan dispares para cursos y edades variadas, habían hecho de su educación y de la de veinte niños más, una adquisición caótica, no sistemática y  repetitiva; extraordinaria.

Desde los cinco años, había vuelto incesantemente sobre las tablas de multiplicar y poseía el conocimiento de aquellos que descubren, no de los que estudian.

Con apenas siete años entrevió el misterio de la multiplicación por sí misma, cuando de vuelta del colegio le explicó a su padre a cuánto ascendía la deuda del gas en garrafas que tenían con el proveedor de la isla.

Aprendió lo de la capilaridad, dejando su trenza alejada de su espalda mediante el respaldo de su silla y ganando pocos, pero efectivos y secos puntos de defensa frente los coloridos kunas. También aprendió que el peso del líquido desalojado es igual a la rapidez del movimiento de la lata para desalojarlo de la endeble canoa que ya era capaz a capitanear a los seis. La embarcación era frágil, pero el único medio capaz de llevarla y traerla de la escuela.

Las lecciones a repetición de la múltiple maestra desarrollaron en ella un culto sagrado a la memoria, un hábito que le permitiría años más tarde repetirse a sí misma páginas enteras del The Oxford School A-Z of English- The essential guide to language usage en el trayecto Panamá-Bocas del Toro. También sometía el vocabulario a las reglas de multiplicación. Eran cuatro palabras más, cada viaje que hacía. La primera vez se impuso dos páginas por trayecto. Las mantuvo durante los dos primeros viajes. Llevaba 500 nuevos vocablos incorporados en el lapso de  unos meses.

Nunca saqué la cuenta, pero la veía cuando se daba vuelta de servir el café a un huésped, cómo sus labios se movían en palabras en inglés al ritmo de un niño que aprendió el Avemaría.

Se llamaba Lux. Pocos nombres definen tan cabalmente el alma de sus portadores.

Insisto. Sarita no se parecía a mi madre. Mi madre, quizás,  fue más veces un fantasma que las veces que lo fue mi padre. Lo aprendí en la experiencia. Como Lux.

Después del aguado café que me había servido la negra, me acerqué a un puesto de comida, concurrido sólo por los locales, para tomarme uno que hiciera más justicia al café de la zona. Ahí estaba el negrote de uñas blancas, que resultó llamarse Armando y que sostenía su cabeza sobre un tazón de loza.

Hey, español, ¿qué onda?- Quise decirle que no era español, pero que más daba. Mi nacionalidad no es algo que me haya interesado nunca, mucho menos en ese momento, que podía dar con una que al menos fuera rentable. Lo mismo me hubiera dado conseguir cualquier pasaporte europeo.

-Tienes tres chicas. Una monada, español- Entonces noté dos círculos colorados alrededor de sus ojos.

-¿Mala noche?

-Peor, de lo que te imaginas, español. ¿Quieres tomar un café?

-Claro, pero no logro hacerme notar por esta muchacha- indiqué con  mi mentón. Entonces Armando la llamó por un nombre que se me hizo irrepetible y le habló en una lengua que se me hizo irrepetible y logré hacerme de una taza de café.

-Un dolita- me sonrió Armando desde el blanco de sus dientes.

-¿No será demasiado por esto?

Me contestó levantando los hombros y riendo en voz muy baja.- Tú tienes dolitas español. Suéltalos amigo.

Me reí con él. De nada serviría aclararle lo del español, que entonces son euros y que entonces podría comprarme a él mismo como esclavo por el resto de su miserable vida.

-Yo conozco bien la isla, puedo ser tu guía. Veinte dolitas.-

-Hoy me conformo con que me digas dónde alquilan bicis compadre. Otro día veremos si me acompañas. Tengo que ir al cementerio.

-Pa qué quieres ir en bici, te consigo taxi.

– Quiero ir en bicicleta.

El negro Armando largó una cavernosa carcajada. – ¿Tienes parientes allí, español?

-Supongo.

Después supe del peso de las supersticiones entre los de su raza. Creo que desde entonces, Armando comenzó a temerme más que a respetarme. Además mi tono de duda respecto de algo de lo que nadie puede dudar fue la respuesta más acertada en esa circunstancia ¿Qué asuntos podía tener un español en el cementerio de Bocas del Toro? Comencé a sentirme más seguro de moverme en ese ambiente que poco a poco achicaba distancias dentro de mí.

Le pagué unas monedas a la negra de nombre desconocido y saludé a Armando con el índice alejándose del extremo de mi ceja. Me miró desde abajo, movió levemente la cabeza y volvió a sumergirse en el café. Cuando me iba, me gritó

-Español, doblas a la derecha, en la vereda de enfrente está el Chino. Vas a ver las bicis en la calle.

Asentí con la cabeza y con una sonrisa que guardé para mí cuando enfilé hacia la única y principal avenida de Isla Colón.

El Chino Wang o algo así, debe haber sido coreano. Se conformaba con el gentilicio que le había tocado en suerte. Como yo. Como todos allí. Hablaba un castellano más nutrido, aunque peor pronunciado que Armando.

– ¿A cuánto queda el cementerio de aquí?

– Quince minuto.

Le miré las piernas, perfectamente torneadas, las de un ciclista experto.

– Para ti quince minutos. ¿Y para mí?

Me miró con gracia y con sus ojos casi cerrados me escrutó las piernas con detenimiento, luego, mi contextura general.

– Quince minuto.

Miré alrededor. Vi chinos, vi negros, vi niños, vi ancianos, vi gordos. Todos en sus bicis.

– ¿Puedo mirarles los cambios?

El Chino asintió varias veces. –Buenos cambios. Sin herrumbre. Funcionan, funcionan. A todas las uso yo. Yo las uso siempre. Buenas. Elige, elige.

Tomé una por las astas. Tenía tan embarrados los cambios que costaba identificar el número preciso, que no se condecía con lo que se anunciaba  a los lados de las empuñaduras del manubrio.

– ¿Puedo probarla?

– Of course, of course, pruébala, pruébala.

Me subí y se cayó el asiento. El Chino se acercó corriendo solícito con una pinza en la mano.

– Eres alto. Ya lo subo.

Intenté otra vez. Probé los cambios en una cuadra. Hacían un ruido espantoso y chirriaban todo el tiempo. Probé una combinación posible 2/ 5. La mantuve con éxito y decidí que esa era la medida de la única bicicleta potable del Chino.

– ¿Cuánto?

– Diez la hora.

Lo miré con una mueca de desaprobación.

– Ocho.

– Seis.

– Ok. Seis, pero al menos todo el día. Doce horas.

– Bien.

Otra vez creí que era dueño de la situación.

Monté en la bici color púrpura con cintas color magenta, fucsia, en el caño en “V”, modelo para mujeres.

Es así. Cuando uno aprende a cualquier precio, las lecciones se hacen cada vez más caras. Si las pagás, se hacen más difíciles. Si insistís, se vuelven imposibles.

Sólo se aprende  la incertidumbre. Si se tiene la inteligencia.

En realidad, si tenés los cojones de subirte en una bici de mina y salir chirriando a buscar a tu muerto.

4

Con el ánimo indefinido llegué al cementerio. Era temprano. Caminaba acompañado de la bicicleta incorrecta. La humedad y el calor me estragaban; estaba hecho sopa. Me sentía especialmente ridículo,  ya que la transpiración reforzaba mis rasgos de gringo. Y un gringo es un gringo, y en esas latitudes de Panamá hay algo de dignidad por el piso en ser turista. También cuando andaba con Sarita evitaba señalar o  las expresiones de asombro desmedido sin importar la maravilla descubierta.

El tema es que nadie, pero nadie había dejado de mirarme en el trayecto. Me escrutaban a través de los cristales de los autos y de las casas sin vidrios. Casas de pura ventana. No es que fuera el único, pero a los foráneos les dedican esa mirada que dice: Otro más.

El hombre tiene sus pudores, por lo que evitaba además, cámaras fotográficas, gorritos o acusadoras botellas de agua.

Guardo también, de mi primera visita al cementerio de Isla Colón el sol cuando huele más que nunca a verde en el momento que hace estallar la humedad. Un enigma de hojas dentadas, de varas rojas rodeaban el lugar y  sólo me resultaron familiares unos escuálidos cipreses puestos a la fuerza como si fueran la especie natural de todos los camposantos del mundo. De alguna manera hay que unificar la muerte o su apariencia.

Había una casucha de vigilancia en la entrada. Estaba vacía. Muy al fondo distinguí alguna construcción con tanto aspecto de oficina de gobierno que inmediatamente la asocié con la administración. Me demoré con el propósito de improvisar un deudo, arrodillarme y el ritual y ensayar la incomodidad del silencio en los entierros. Tenía que actuar, tenía unos pasos para estudiar el gesto en mi rostro. No sé…. La extrañeza, no sé qué cosa, me daba un poco de risa.

El aspecto general era el del abandono, las plantas crecían sobre las cruces de óxido. Me evadí con éxito en la maraña de descubrir un nombre. No quería familiarizarme con nada allí. Pero era evidente que  algunos,  más apegados, insistidores del recuerdo habían repintado con látex blanco letras imprenta, mayúsculas difíciles y elementales como las que había visto en niños de tercer grado de algunas escuelas. A los números, a los que indicaban la fecha de nacimiento y deceso, les faltaba también la curvatura natural de lo mecánico y experimentado; rígidos e ignorantes. Todo esto más el “tres” escrito de derecha a izquierda eran, en realidad,  una burla al tiempo, una percepción ausente en ese lugar.

No pude sostener la pausa de no llegar todavía. Fueron quince minutos, me parecieron horas. Todavía insistí parado y quieto tratando de registrar  el lapso entre una muerte y su olvido.

El hombre me esperaba en la oficina del fondo, una covacha mal iluminada por no hablar del olor a humedad, a frito y a sudor. Después de una presentación apurada, me llevó por un pasillo donde además me esperaban el forense y un oficial de la policía.

El médico me dirigió una mirada como si de ella se desprendiera mi ADN. No era el responsable del caso; -soy médico de familia, principalmente- dijo –pero ahora me han pedido que lo reciba. Le di las gracias. Trajo lo que me pareció un expediente y era un expediente. Al principio muy incómodo y de manera confusa empezó a contarme cómo un día aparecieron flotando dos cadáveres en la zona “E” del cementerio después de que una lluvia torrencial de una semana sostenida, cada tarde, cada madrugada había resultado – en dejar flotando una cantidad considerable de cadáveres en distintos estados de descomposición-

– ¿No eran dos?, pregunté.

– Sí, sí este expediente es viejo. Digo, es el primero. Dos el primer día. Después vinieron los otros. Ni me quiero acordar cuántos- dijo soltando el expediente y la lengua más de lo que hubiera deseado. Se santiguó y se secó el sudor.

Me dieron unas ganas irrefrenables de reírme y lo hice. La carcajada fue un ruido deformante que interpretaron, espero, como una mueca sonora del dolor o del horror.

5

Después de mi visita irrisoria al cementerio, volví exhausto al hotel. Me bañé y me acosté después de oscurecer el furioso sol tropical a fuerza de cortinas. Sarita se había ido a la playa y me había dejado una nota diciéndome que no volvería hasta más tarde. La luz me llevó de viaje de vuelta a mi niñez. A la siesta.

Había un dominio femenino de la siesta. Hoy creo que aquellas mujeres hacían beber demasiado vino a sus maridos -las que lo tenían- para que desaparecieran por un par de horas después del almuerzo en la frescura de los techos altos de la casa. Entonces ellas leían indistintamente a Solyenitzin o a Silvina Bullrich, columnista de moda en ese momento, que les permitía simultáneamente el acceso de doble entrada a la vida de las clases altas y a la estupidez, amparada en las prestigiosas páginas del diario La Nación. Esas páginas tenían la ambivalencia suficiente para albergar excelentes escritores y otros que lo eran en muy menor medida unidos, sin embargo por un inconfundible glamour.

El caso es que todo cierra como un cuadrito costumbrista. El verano, el calor abrasador y toda la parentela, no muy extensa, pero sí muy notoria –dada nuestra soledad el resto del año- que pasaba una temporada con mamá y conmigo en la finca. Tenía su encanto también. Nadie me prestaba demasiada atención y yo podía disponer mejor de mi tiempo entre ir al río, bañarme en el canal,  espiar la tapera de Javier, un enano que bailaba el malambo con la habilidad de un atleta de circo chino y que tuvo una influencia inesperada en  mi infancia ecléctica.

De mis tíos me acuerdo poco. El marido de mi tía Estela era un gordo más o menos rico. Creo que ellos me mandaban los libros en grandes encomiendas desde Buenos Aires. El tío Marcial, hermano de mamá,  estaba casado con una odontóloga de tetas enormes; muy  flaca y a la que yo miraba con más interés. Cuando todos estaban juntos hablaba poco. Pero había que oírla cuando se quedaban las mujeres solas. Era muy elegante y mientras las otras leían o tejían, ella siempre se arreglaba la uñas. Tenía un estuche cuero negro, rojo por dentro, cargado con instrumentos  que parecían sacados de su consultorio. Con el tiempo aprendí para cuán delicada  y minuciosa tarea servía cada uno de esas brillantes piezas de acero.

La cosa se ponía picante cuando los tipos huían a la siesta. Me asombra esa capacidad que tienen las mujeres de entrar en tema de manera rápida, precisa y directa a la intimidad. A la de quien sea. Es como si tuvieran mayor conciencia de la fugacidad y la frugalidad del tiempo para tratar temas que los hombres nunca entenderemos. No podríamos, porque además a ellas no les interesa incluirnos. Hay un desprecio ganado en milenios. Me parece que se remonta a cuando éramos cazadores en cuevas y las dejábamos en paz un buen rato. Entonces nadie las violaba, ellas no tenían que fingir cuánto admiraban el tamaño del bisonte, del ciervo, ni de nuestras vergas. En cambio, reinaban.

Para mí era una delicia. Mi secreto consistía en hacerme el zonzo y quedarme con los mecano muy cerca y participar de las lecturas subversivas. Es decir, a la lectura de un artículo leve e intrascendente al que daban el carácter de una postulación filosófica; se discutía y se comentaba con esa estúpida actitud de tertulia literaria.  Ninguna de nosotras reconoceríamos esas incursiones a la literatura chatarra en público.

Dije nosotras porque el solo recuerdo, en lo sucesivo, desarrolló en mí la sensiblidad de mi lado femenino, que aunque me resulta insuficiente, estoy orgulloso de poseerla.

Hay en mí un terreno indeciso. No, no esa no es la palabra; un terreno lábil, indefinido y maleable; las respuestas siempre son distintas porque se trata siempre de cosas distintas. Clara, la de las tetas bellas, podía decir que el mejor método para la depilación de la entrepierna era la pinza de depilar porque era la manera de debilitar el vello y quien se afeitara con la máquina del marido, era una completa idiota, aunque a veces yo no tengo tiempo y me paso la maquinita. Y acto seguido, seguir con los postulados de José Manuel de Estrada comentados por Aníbal Del Pino y Castilla.

Ese fue el primer oxímoron que entendí en mi vida. A las cosas hay que arreglarlas de una manera. De una sola manera. Pero puede ser de otra. Quién sabe….De muchas.

Hubo otros descubrimientos inquietantes. Si bien entre esas féminas la infidencia era el tema principal, una vez asistí a su forma más excluyente para con el género masculino.

-Para entendernos mejor-, copié en un cuaderno palabras cuyo significado no entendía. Memoricé algunas cuyo significado seguí ignorando a propósito, durante años, para después develarlas, de a poco, en pequeñas dosis, en la vida y en mis definiciones arbitrarias. Esto,  debido a la irreductible insuficiencia de los diccionarios. Pero también, siguiendo mi precepto más femenino. Lo que no entiendas ahora, probablemente no lo entiendas nunca o ya vendrá el día en que lo entiendas. Si no, no importa.

– Para entendernos mejor-, hoy sé, entre algunas pocas cosas, que el equilibrio en las familias está dado por la presencia o defecto de servicio doméstico. Que la presencia de otra mujer a cargo de la casa hace que las mujeres no se amarguen,  aunque el tiempo de ocio que se logra con eso, lo dediquen a hacerse la manicure, leer o jugar a que son creativas y se pongan a pintar paisajes o a escribir poesía.

Que la duración del amor y la fidelidad de un hombre hacia su mujer, nada tiene que ver con la decisión masculina. Ellas marcan a sus varones y saben cuando amarlo, dejarlo o soportarlo. Una mujer hará una relación eterna alrededor del confort.  No digo riquezas, no digo caprichos, aunque a veces tome esa forma. El confort. Ese lugar ganado. A pesar de los ronquidos, del mal humor, de los cambios innecesarios de modelos de autos, de su lustrado, de sus zapatos lustrados, del olor de los zapatos lustrados, de la caspa en el sobretodo negro, del mal aliento. No sé. No estoy seguro. Es sólo lo que me dejaron espiar.

– Para entendernos mejor- no he podido casarme por exceso de conciencia de los misterios de las mujeres; porque soy genéricamente limitado para  comprender la diversidad, la repetición, el absurdo y lo incierto de los tiempo compartido que es el matrimonio. No sé exactamente lo que quiero decir con esto -para entendernos mejor-.

Estela, un poco mayor que mamá, centraba su preocupación una vez más, ese verano, en la conservación de un campo en Bermúdez. Ese era su confort. Llevaba años evitando que mi tío lo vendiera. Cualquiera me dirá que acudió a la práctica femenina más ancestral. Es cierto. Su estrategia más ocurrente fue mimar a su marido sexualmente con una batería de camisones nuevos. Pero la incertidumbre acerca del destino de ese sitio subsistía, porque siempre aparecía un comprador nuevo

– A él nunca le has dicho que a ese campito lo querés a toda costa- le aclaraba mamá.

– ¡Bah!, como si lo fuera a entender…

-¿Por qué estás tan empecinada en el campo ese? ¿No es que siempre se inunda?-acotaba Clara. Ignorando oportunamente ese argumento concluyente, Estela se dirigía a mamá: – Ah, Julia, vos no me digas. Ni siquiera sabés si vas a poder pagar los impuestos de esta finca. ¿Por qué te quedás?- Nunca estuve más atento a una respuesta,  disimulando poner un eje en un auto ya casi listo.

Mamá callada levantó hombros y cejas. Todas largaron la carcajada. No entiendo que no haya una respuesta para una pregunta. No sé si nos entendemos….

Más o menos la ausencia, el sueño de los hombres era para mamá y para las tías el insumo perfecto para los secretos. Cuando ellos volvían impregnados de la siesta, todo había cambiado aunque el escenario parecía el mismo. In absentia se habían decidido cambios de muebles, de tratos con el servicio doméstico y habían implementado otras modalidades en sus matrimonios.

La luz de lo prohibido es para mí,  desde entonces, para siempre, el plenisolio de las tres de la tarde en el desierto.

Y mi madre era lo prohibido en sí mismo. Si accedí a sus secretos igual que accedí al escote de mi tía Clara, fue en un tiempo o en un idioma que no podía procesar  y hoy maldigo que la memoria tiene el límite  de una pala hidráulica cuyo brazo mueve los escombros con dificultad. Me he perdido de las curvas sumadas del tiempo, de la comba esquiva del recuerdo de al lado.

¿Será que recuerdo lo equivocado? ¿Que los mecano me traicionaron en el momento de la confesión suprema, la de mi madre? ¿Cuál herramienta; el destornillador, el oído, la memoria?

Había sí, una fuente.  Desconfío sin embargo de lo obvio. De las fotos. Tengo retratadas mis desgracias más profundas con una sonrisa; el primer día de escuela, las Navidades con algún hombre ocasional para mamá, cuyo amor duraba el encendido de las velas esa noche. Esa foto, abrazados camaradas con el Enzo, mi amigo, después de cagarnos a patadas; mamá la sacó como parte de una reconciliación obligatoria. Una imagen vale más que mil palabras porque miente mejor.

Entiendo a Sebald. Un novelista que narra con palabras y fotos. Único. Me gusta Sebald y sus fotos y boletitos del tren: la hora exacta, el día. ¿Saben qué hace? Arma su historia alrededor de una foto. Vos no lo sabés y leés acerca de un tipo triste en una foto en un invierno, en una caminata por el lago Constanza. Y vos seguís leyendo y en la página siguiente, el tipo te pone la foto del tipo triste en un invierno, en una caminata por el lago Constanza y es todo tan claro, tan cierto.

El testimonio, la ficción, la elección, el objeto. Todos juntos, directo, como un salvoconducto a la verdad. Tiene fe. No lo digo con desprecio sino con la envidia  de los que la perdimos.

Esa foto de mamá y un bebé del ‘58 y siempre solos. Mamá manejaba perfectamente el discurso del silencio. Foto y silencio. Tenía razón. Era yo el que tenía que preguntar quién sacaba la foto. Por años decidí que era mi padre. Hasta vi la sombra de su silueta en una toma. Me aburre y me duele esto. Resumo y más adelante espero que todo sea para entendernos mejor. Y me dormí.

Comentarios