Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

«Caminante, no hay camino…»

Mi esposa es una persona muy singular y cuya polifacética actividad me sorprende casi desde que nos conocimos.

Hasta hace muy poco, además de como abuela, esposa y madre –doy fe de que en este orden–, se desempeñaba, que yo sepa, por lo menos en cuatro actividades más: al frente de un grupo muy activo de amnistía internacional, siendo miembro de otro dedicado a la ecología, y de un tercero afanado en la tarea que se conoce como pachtwork o bien cosido de retazos –que parece ser toda una ciencia–; y finalmente ocupaba y todavía ocupa las mañanas de los martes con un cuarto grupo donde se practican la gimnasia corporal, la euritmia y hasta una de esas artes filosófico-esotérico-boxísticas (boxeando contra la propia sombra) que nos llegaron del Lejanísimo Oriente y que se llama tai chi.

Pues bien: este último grupo de los martes tiene una muy grande afición por la poesía, de modo y manera que con una regularidad que ya la quisiéramos en nuestras latitudes, estas mujeres organizan lecturas entre ellas, donde cada una acude con un poema de su elección y lo recita, y luego conversan, discuten, hablan de poesía, de cuáles son los sentimientos e ideas que esos poemas les han provocado.

Como es lógico, mi esposa suele recurrir a mi biblioteca, y aún más a mi memoria, cuando se trata de seleccionar un poema para esas veladas. Como también es lógico, yo siempre le recomiendo poesías de nuestro idioma, para lo cual existe como conditio sine qua non que deben estar ya traducidas al alemán.

Cierta vez le aconsejé un poema de Antonio Machado incluido entre los proverbios y cantares de una de sus obras maestras: Campos de Castilla. Es un poema que todos nos sabemos de memoria, pero que siempre es muy hermoso volverlo a leer:

                                                «Caminante, son tus huellas 
                                                el camino, y nada más; 
                                                caminante, no hay camino,
                                                se hace camino al andar.
                                                Al andar se hace camino,
                                                y al volver la vista atrás
                                                se ve la senda que nunca 
                                                se ha de volver a pisar.
                                                Caminante, no hay camino, 
                                                sino estelas en la mar».

Cuál no sería la sorpresa de mi esposa cuando una de sus amigas del grupo, que chapurrea un poco de español, la corrigió al final de la lectura con el dedo en alto: «No se dice estelas sino estrellas». Tampoco necesito decirles que mi esposa no chapurrea el castellano sino que lo habla bastante fluido desde los nueve meses que vivimos en Argentina hace 45 años y lo que ha practicado en 46 años de convivencia conmigo y de trato continuo con mi familia y con nuestros amigos españoles y latinoamericanos.

Así es que, suavemente, como es de buen carácter, le explicó a su amiga (quien se quería lucir ante el resto del grupo con sus conocimientos del idioma español) que si el texto dice “estrellas” hay que leer “estrellas” pero que si el texto dice“estelas” hay que leer “estelas”, y la puso en autos acerca de la diferencia entre un cuerpo sideral y la huella, señal o rastro que determinados cuerpos no necesariamente siderales dejan a su paso.

Cuando a su regreso a casa, la noche de ese martes, me contó lo que había sucedido, una vez más volví a sentir el miedo que suele asaltarme cada vez que un extranjero que se las da de saber mi idioma, y con quien acabo de platicar en él, me asegura que me ha entendido todo, perfectamente. Por lo general, no me lo creo. Confieso que el mío es un escepticismo casi patológico, pero no me lo creo.

La noche que les cuento estuve tentado de proponerle a mi esposa que el próximo martes literario les recitase a sus amigas otro poema inolvidable de Machado:

                                «Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos, 
                                de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos…
                                Y entre los dos misterios está el enigma grave;
                                tres arcas cierra una desconocida llave.
                                La luz nada ilumina y el sabio nada enseña.
                                ¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?»

Estoy completamente convencido de que la misma marisabidilla que la vez anterior le corrigió su lectura, también en esta ocasión levantaría el dedo para sentenciar: «No se dice peña, sino pena». Y ahí tendría que volver mi esposa a explicarle que no es lo mismo una “pena” que una “peña”, como tampoco es lo mismo una “cana” que una “caña”, ni una “cuna” que una “cuña”, y otros ejemplos más, uno de los cuales se halla relacionado por partida doble con la geometría y con la anatomía del cuerpo femenino, y lo omito acá por respeto a la moral y las buenas costumbres.

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