Cuando tenía 15 años, Shamima Begum fue inducida a dejar su vida de primer mundo en la Gran Bretaña e irse a Siria a engrosar las filas del Estado Islámico, en condición de novia de algún combatiente. Era británica por haber nacido en Londres, de padres venidos de Bangladesh, musulmanes.
Por la frontera turca entró en 2015 a Siria en compañía de Kadiza Sultana y Amira Abase, de condiciones y con propósitos similares. Para llegar a ese destino les ayudó una combinación de redes de tráfico de personas y de reclutamiento de entusiastas europeos favorables a la idea de convertir en realidad un califato que volviera a controlar el Medio Oriente, el norte de África y la península ibérica.
Las tres ya estaban comprometidas en matrimonio. De las otras dos nunca se volvió a saber. Shamima, en cambio, fue encontrada en 2019, en un campo de refugiados, por el corresponsal de guerra Anthony Loyd, después del fracaso y derrota de la aventura descomunal de construir súbitamente un imperio islámico.
Una semana después de su llegada a Siria, Shamima Begum se había casado con un neerlandés convertido al islam, ahora detenido en Kurdistán. Tuvo tres hijos, que fallecieron en medio de los avatares de la guerra y de la vida en el campo de refugiados. Al día siguiente de la noticia de su hallazgo, el ministro del interior de la Gran Bretaña, Sajid Javid, le revocó la nacionalidad británica, por considerarla peligrosa para la seguridad nacional.
En Londres calcularon, equivocadamente, que ella tenía doble nacionalidad con Bangladesh. Luego se confirmó que no la tenía, ni podía ya recibirla del país de origen de sus padres, pues al ser terrorista “certificada” sería condenada a muerte con el solo hecho de entrar a territorio bangladesí.
El círculo de la sin salida se fue cerrando. El matrimonio islámico con el neerlandés no podía ser reconocido en los Países Bajos, porque la novia era menor de edad. En el campo de refugiados de al-Hawl recibió amenazas, y tuvo que buscar refugio en el de al-Roj. Quedaba entonces la ilusión de volver al país de su nacimiento, lo cual implicaba una dura batalla judicial.
Shamima nunca fue persona fácil. Así lo demuestran su gana de irse de casa a un destino incierto, en medio de una guerra, su fervor islámico y su espíritu aventurero, que le fueron útiles para vivir intensamente en el frente de batalla en Siria. Allí, no solamente aprendió a hacer uso de su metralleta para defender sus intereses, sino que se encargaba, por ejemplo, de “aperar” mártires, al ponerles con maestría chalecos que no se podían quitar sin que explotaran.
La trayectoria fugaz de esta joven rebelde daría lugar a reflexiones sobre los entusiasmos juveniles imposibles de manejar al interior de la familia, el radicalismo religioso en momentos de la vida en los que es fácil arrastrar el alma hacia cualquier destino, las redes que mueven gente hacia uno y otro lado del mundo tras ilusiones de toda índole, los “mega sueños” de engendrar como por encanto potencias religiosas y militares de talla mundial, las responsabilidades de los gobiernos en materia de seguridad, y la función suprema de la justicia.
Según la decisión del entonces ministro del interior, Shamima nunca podrá regresar al Reino Unido. Y, lo que es peor, ha quedado sin nacionalidad alguna. Circunstancia esta última que no fue tenida en cuenta en la decisión administrativa, que se limitó a declarar su peligrosidad y despojarla de la nacionalidad británica. Decisión declarada legal por los tribunales del Reino.
Los abogados de Begum argumentaron que el ministro no consideró el hecho de que ella hubiese sido víctima de trata de personas. Sostuvieron que fue desproporcionada la decisión de privarla de ciudadanía y considerar amenaza para la seguridad nacional. Argumento explicable, porque resulta difícil pensar que para una de las grandes potencias de nuestra época, sea amenaza una jovencita aventurera que parió y perdió tres hijos en medio de una guerra en la cual su bando terminó aniquilado. Y, por supuesto, alegaron que fue equivocado y ligero suponer que tenía nacionalidad bangladesí, sin comprobarlo, de manera que, de hecho, la convirtieron en apátrida, contra el derecho internacional y la ley británica.
En los procesos contra la decisión ministerial, la respuesta de las cortes, en todas las instancias, fue unánime, sencilla, precisa, técnica y contundente: la decisión del ministro del interior fue legal. Punto. Dame Sue Carr, miembro de la Cámara de los Lores y la más alta magistrada de Inglaterra y Gales, admitió amablemente en una entrevista que “las decisiones de privación tienen a menudo graves consecuencias”. Pero observó que si bien la decisión en el caso Begum fue dura, también se podría argumentar que ella fue la autora de su propio infortunio. Y agregó que a la Corte Suprema no le correspondía decir si estaba de acuerdo o en desacuerdo con los puntos de vista que pudiera haber sobre la sanción impuesta, sino sobre la legalidad de la decisión que respecto de ella se tomó.
Lo mismo que las tres protagonistas originales de esta aventura, muchos jóvenes simpatizantes del islam, y en particular hijos de inmigrantes musulmanes en países occidentales, fanáticos religiosos, sutilmente relegados a condiciones de ciudadanos de otra clase, o poco adaptados al funcionamiento de esas sociedades en las que no se sentían a gusto, pensaron que al engrosar las filas del Estado Islámico tendrían una opción válida de vida, formando parte de un nuevo poder internacional.
Cuando el proyecto de Estado Islámico resultó derrotado en el Medio Oriente, muchos de ellos, que pudieron sobrevivir y no terminaron en una cárcel, desearon volver a los países de donde provenían. Entonces retornaron, con propósitos de enmienda, así fuese bajo estrictas condiciones impuestas por sus gobiernos. Pero no quedaron abandonados y en condición de apátridas, porque los funcionarios respectivos ejercieron su responsabilidad de protegerlos, a pesar de que todos, en fin y al cabo, fueron parte de una organización terrorista.
Sin perjuicio de que estrictamente sea cierto que Shamima Begum fue la autora original del sartal de sus infortunios, queda flotando la pregunta de lo que hubiera pasado, desde el punto de vista de la decisión del gobierno, si ella no hubiese sido musulmana e hija de inmigrantes. ¿Qué decisión se habría tomado si no existiesen en el escenario el “fantasma” de Bangladesh, y la consideración, equivocada, de que tendría doble nacionalidad? ¿Cuáles habrían sido los términos del castigo si se tratase de una niña sin “sombra” de origen musulmán y foráneo, a quien en todo caso había que proteger? Preguntas lícitas en medio del embarazoso problema de los inmigrantes, y de la relación de muchos de estos con antiguas colonias, respecto de las cuales los imperios europeos todavía tienen deudas pendientes.
Los tribunales mal habrían hecho, pues no les correspondía, en ir más allá de lo que les preguntaron, que era si la decisión del ministro del interior era o no ajustada a la ley. Y ello es explicable, además, porque la decisión de despojar a alguien de la ciudadanía fue de carácter político, en el sentido de que su calificación de amenaza a la seguridad nacional solamente podía ser resultado de una consideración política.
En esa lógica, todavía sería posible que, en un futuro, apareciera una consideración, también política, en el sentido de que el personaje de esta historia ya no sea amenaza para la seguridad británica y pueda ser protegida, como es el deber de las autoridades, por el país que la vio nacer, del vientre que fuese, en su territorio. Sin olvidar que, hasta los quince años, llevó una vida paralela a la de millones de personas dentro de esa nación cada vez más multiétnica, entre otras cosas como consecuencia de haber dominado espacios y grupos sociales en todos los continentes. Entretanto, Shamima continuará en el limbo de su propio infortunio.