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Frida y la muerte (diálogo)

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Por: Juliana Muñoz Toro & Pepa Valenzuela

Decían que me tenían miedo, pero todos salieron a mi encuentro. Los caballeros elegantes con sus sombreros. Las señoras con sus vestidos y corsés. Los niños y los vendedores. Las beatas y los soldados. Los héroes patrios, los ángeles y los bandoleros. Todos estaban en la plaza del pueblo, rodeándome, incluida tú. Tú, con tu entrecejo fruncido y tus flores. Tú, con tu color y tus palabras de fuego.

Tú y todos tus volcanes derramados en las pinturas. Estabas ahí, a mis espaldas, escoltándome, como una vieja amiga. Eres de los pocos mortales que no me tiene miedo. Me conoces desde antes. Tu nariz ha rozado mis labios. Por eso ni siquiera pestañeaste: no le temes a la muerte ni mucho menos a los besos. Todos salieron a mirarme, atraídos por mi misterio. Era un día de sol: la fuente echaba agua, vendían globos y golosinas. La gente se apareció con sus mejores atuendos solo para observarme de cerca.

Todos salimos a tu encuentro. Tarde o temprano siempre lo hacemos, aunque pudimos quedarnos en los balcones, tras la ventana, y solo mirarte. Esa manía de querer tocar, de querer seguir a alguien en la multitud. A las malpensadas que se bajan el sombrero en señal de reproche. Al General que nunca fue a la Guerra y que necesita muletas para aguantar el peso de sus medallas. Al pequeño ladrón, de camisa rota, que desliza sus manos por los trajes de cola y de paño. Sin embargo, entre todos los presentes y los ausentes nos fijamos en ti, te seguimos a ti.

¿Y por qué? Muerte, amada muerte. A ti te busco por esquiva, por ambigua, por ser la otra. Eres la que, una vez más, se lleva a Diego de la mano. “Diego-mi niño / Diego-pintor/ Diego-mi amante/ Diego-mi hijo/ Diego-yo”. Se va, se va contigo y no conmigo. Y lleva su paraguas porque en el infierno también llueve, así como en el cielo también han de estallar los volcanes.

 Él es como todos. Tantas vidas corriendo, escapando de mi abrazo para llegar al final del camino y darse cuenta que desde que nacen, están malditos. Son malditos de nacimiento. Tienen mi fractura dentro del cuerpo y ese es su destino: ser contados por un otro como un frasco trizado que en cualquier momento se va a romper. Yo decido cómo. Yo decido cuándo. Yo tejo chales de fortunas desde las sombras. Ese es mi secreto de armonía: no dejar que la luz me llegue por completo. Ser tenue es un buen destino. Mejor que vivir huyendo. Mejor que dejarse llevar por una Mujer, por un Perro, por un enfermero albino, por una invitación a otro mundo, por una casa embrujada que tiene sacos que te llevan hacia otras dimensiones, por Londres, por un zumbido que avanza hacia el futuro.

Y hablas de fracturas, a mí, la eterna fracturada. Algunos solo te ven hasta el final, yo te he visto toda mi vida. Crezco y crezco, pero siempre estoy a punto de caer. Así como tú no eres muerte, sino La Muerte, a mí también me has hecho Frida. La Frida. Llevo en mi mano el bien y el mal. Mano creadora. Y, así como el óleo, el bien y el mal se mezclan. En el mismo cuadro te dejo el amor y el odio, el nacimiento y el final. Pinto esos paisajes para inventarme un lugar en el mundo. Para luego recordar y quitar el velo. Tal vez así deje de amar al niño de tu mano. ¿No lo ves? Ponte los anteojos, Catrina, los llevas colgados de la cintura. Tal vez así puedas diferenciar a los opresores de Martin Luther King, de la niña que lleva abrazada a su muñeca o de la indígena que todavía no olvida su lengua.

Qué paradoja: surcar tantos paisajes para sentirse vivo cuando en realidad te vas deshaciendo en el camino, cuando en realidad solo te vas diluyendo hasta llegar a mí, convertida el aura en un polvillo fino y casi invisible, como un pajarito que choca contra tu ventana y que te dedicas a cuidar por días, semanas, años, hasta que se te cuela por la casa, se pasea por allí, libre, independiente, sin dejarse atrapar, hasta que desaparece sin dar las gracias. Así como el pasado. Y sus espacios. Como las casas en las que viviste. La pieza de un amante que se ha ido. La fiesta en la casa de una amiga de la infancia. Todo eso se desvanece, se diluye, aunque trates de reconstruirlo, de armarlo de nuevo. Tú lo sabes: lo que se va no vuelve. Ahí está tu espalda marcada antes y después del accidente. Ahí estás antes y después de los murales y de ese amor que te recompuso y quebró tantas veces. Ahí estás, escoltándome, sabiendo que incluso hubo una antes y otra después de ti misma.

Tú misma lo has dicho. El cuerpo se me ha ido diluyendo. Los amigos, los amantes, mi padre. Lo único que no se deshace es el dolor. Con el dolor pinto mi espalda fragmentada, apartada del mandato de parecerse a una espalda de mujer. Pinto lo que te has de llevar, y quizá así, solo así, no te lo lleves todo para siempre. Lo que se va, si es que ha de regresar, no vuelve siendo lo mismo. O cuando vuelve soy yo la que ha cambiado. Diego, o el chico del paraguas, o el pájaro de alas rotas que siempre cuido, vuelve a tocar a la puerta de mi Casa Azul. Y entonces nos amamos y odiamos de nuevo. Pero de tantas capas de colores solo queda la oscuridad. Ojalá algún día me hagas el favor de llevarme a mí primero para que él no pueda regresar.

Así comenzó nuestro viaje. Un día decidí presentarme en esta ciudad. Salir un poco de mi sombra y hacerme más visible. Mandé mi mensaje con un pajarito que chocó contra todas las ventanas del pueblo. Manejé por una carretera. Me alojé en un hotel donde vi sumergirse en la piscina a una mujer. Me puse mi mejor vestido y el sombrero que tenía el ala más ancha y me puse al centro del pueblo, en el centro de la plaza, en la mitad del universo donde hago girar al mundo al ritmo que elijo.

Elegiste la Inquisición y el fuego. La Colonización y la Independencia. La lucha popular y la revolución. Tal vez solo estemos tú y yo y los demás ya se hayan ido. Esta es la feria de todos los tiempos, el Día de los muertos, el día en que la historia se escribe en un solo día, en un solo parque. Los que han venido a recibirte tal vez no existan, pero son visibles porque han sido perturbados.

Fuimos las primeras en llegar. Nos sentaríamos a imaginar a todos nuestros muertos, a pintarlos en un muro. Sería nuestra memoria del paso del tiempo. Ah, si sus figuras nos dieran cualquier señal oscura de sentido. Saliste de un hotel fantasma y entraste al centro de La Alameda, acariciando tus plumas de Quetzalcóatl. Y eras la más bella entre todas las damas muertas.

Entonces llegaste tú y pusiste tu mano en mi hombro. De a poco fue llegando el resto del pueblo. Mi apuesta ya estaba en pie. Alguien entre la multitud me dijo: “No te puedes ir”. No eras tú. No eran los niños, los héroes, las damas, los ángeles ni los bandoleros. Tampoco los soldados ni las beatas. Era una voz que me amenazaba, que quería tentar a la propia muerte con sus órdenes. Pensé en las disoluciones y en la gente que borré del mapa sin rastros ni explicaciones. Pensé en las oportunidades que di y que te di. Pensé que no quería arruinar mi vestido ni mi sombrero. También, que esta vez no estaba sola. Me iré, mañana volveré a mis tinieblas, pensé con alegría. Antes de arremangarte la falda y empuñar tus manos, me dijiste lo mismo: mañana volveremos a vernos.

Yo muero todos los días. Jamás de una forma definitiva. Solo tengo un afán. Vivir en segundo plano, como en un cuadro. Ser un fantasma o nadie. Tartamudear con mi puño, repetir la muralla de mis cejas, volver a pintarlo a él, a ti, y a él dentro de mí, y a ti dentro de mí.

Entiendo por qué te gritan “No te puedes ir”. No puedes, aunque quieras. Deja de esconderte en los relojes. Tienes a un río de pupilas recorriendo tus huesos. Ahora míralos con tus ojos muertos, ojos como de caballo al que se comen los cuervos. Llévalos sin equipaje, no poseen más que sus rarezas.

Sí, mañana volveremos a vernos. Y eso que decían que te tenían miedo.

-Mañana, sí. Hoy, comencemos a pelear.

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