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El cuidado de los hijos

Sin título

Por: Arturo Casals-Vidal

-¿Lo va a sacar así, con esa ropa?-

Milena observó la ropa del niño, luego a Trinidad. Suspiró, se devolvió a la casa con este, dejó el coche guardado. Trinidad la esperó afuera, hablaba con Martina Valencia, vecina de muchos años en el barrio. Milena volvió con el niño, tenía ahora un saco verde que su suegra le había comprado. Al ver a su nieto cambiado, sonrío, se despidió de su comadre.

No hablaron durante el camino. Cuando lo hacían, Trinidad era la que hablaba más, no lo podía evitar. Milena callaba, cambiaba el tema si sentía que podía, calculando sus palabras. Ella prefería acompañar a su hijo la mayoría del tiempo, jugaba con él y los otros niños que estuvieran presentes. Trinidad los observaba a ratos, hablaba por celular, hacía mala cara. Le dolían mucho las piernas en días como estos. Sin embargo, le gustaba menos hablar de su enfermedad con Milena, que estuviera a solas en la casa, que malcriara a su nieto.

Cuando Milena veía al niño, sus mejillas amplias y rojizas, pensaba en su esposo. Le presentaron a William en Chichimene. Él era el conductor del Company Man, ella trabajaba como recoge-muestras; tenían los turnos de noche. Empezaron a hablar en una de las tantas paradas de ese pozo, había problemas con la comunidad. Resultó que compartían una historia en la vereda dónde estaba el pozo. Parte de la familia de William era de allí pero vivía en Bogotá desde hace años. Milena vivía con su familia a media hora del campamento, lidiando con gente de la que prefería no hablar. Salieron por un par de meses, aprovechando los turnos en que descansaban ambos. Se casaron por o civil en Bogotá, pocos invitados. Solo hasta ese día conoció a Trinidad, la cual no dijo mayor cosa. En la reunión posterior no podía disimular su molestia, hablaba por momentos con William. Milena en cambio ya había peleado con su madre. La dejó atrás, los recuerdos también.

El primer año las cosas marcharon bien. Vivían en un apartamento arrendado, planeaban tener uno propio. Le gustaba el sitio, lleno de parejas jóvenes con niños. Trinidad solo pasaba cuando estaba William, no faltaban sus apuntes extraños. Comentaba sobre la ropa que usaba, el hablado campesino, como si ella no hubiera crecido en el mismo sitio. Trinidad vivía en un barrio más al sur, en la casa dónde William y sus hermanos habían crecido. De tanto hablar con él, de tanto quererlo, conocía toda su historia. Era el menor de cinco hermanos, el único que no había estudiado. Sin embargo, era al que mejor le iba desde que se fue a trabajar en los llanos. Estando de novios, le había contado que tras la muerte de su papá asumió los gastos de la casa. Los otros hermanos se habían desentendido, hablaban poco entre ellos. Milena solo conocía a Manuel, el hermano mayor. No tardó en darse cuenta que era una familia desapegada, de poco trato, distinta a la de ella aunque William nunca supo eso.

Llegó la hora del almuerzo. El niño no quería irse, ya estaba en la edad inquieta, donde todo es explorado. Trinidad se había ido un poco antes, rengueando. Cuando llegó a la casa con el niño, el almuerzo estaba listo. Le pareció extraño porque había dejado listo el arroz, adobado la carne. Trinidad en ese tiempo lavó la carne porque la sintió muy sazonada, la devolvió a la nevera. El arroz lo sintió mazacotudo, lo dejó de mala gana ya que no había tiempo. Afuera de la cocina, Milena olió la pechuga que asaba su suegra, escuchó los comentarios sobre la carne. Después salió al pasillo, colocó la reja de madera sobre la escalera, antes de que siguiera la cantaleta. De igual forma, los escalones no le gustaban por empinados, le parecían peligrosos para Guillermo. Milena evitaba subir, el segundo piso le pertenecía a Trinidad. William y ella se estaban quedando en el cuarto de abajo. Tenían baño propio, la cocina quedaba cerca; presente la ilusión de privacidad. En el almuerzo, mientras ayudaba a comer al niño, llegó William.

El día que supo que esperaban a Guillermo no fue tan bonito como esperaba. William no pudo disimular un poco su sorpresa, estaba preocupado. La situación en el campo no pintaba bien, el precio del barril estaba bajo. Se exploraba mucho, se contrataba poco. Se le veía preocupado también por su mamá, la diabetes que seguía avanzando. Los meses siguientes en el conjunto avanzaron rápidamente. William pasaba en sus descansos, hablaba un rato con la barriga, luego con ella. Salían a comprar cosas para el bebé, Trinidad se les sumaba. Los días antes de volver, finalmente se desahogaba, contaba sus preocupaciones con el trabajo. Cuando rompió fuente no estaban William o Trinidad. La acompañaban dos vecinas de la torre, eran escasas sus amistades en Bogotá. Decidió colocarle el nombre del suegro que no conoció. Por lo que contaba William, parecía una buena persona, como todos los muertos.

En cambio a Trinidad no le gustaba el nombre de su quinto nieto; le parecía de mal agüero homenajear  a un muerto, por muy querido que fuera. Los días que pasó el niño en el hospital durante sus primeros meses, por una infección respiratoria, le confirmaron el presentimiento. Guillermo era muy enfermizo, sufría de gripes y fiebres recurrentes; Milena lo sacaba poco a la calle. Cuando William le planteó vivir con su nuera, lo pensó un poco. No le gustaba tenerla cerca, pero al menos podría estar más pendiente de su nieto, de que se alimentara bien, dejara de ser tan enclenque. Con un dinero que tenía guardado encargó una cerca de madera para que el niño no subiera al segundo piso. Después arregló el cuarto de abajo, el que usaban William y otros dos hermanos para dormir. El segundo piso seguiría siendo de ella, con su cuarto impecable, las camisas de su marido planchadas. La ventana a pesar del frío siempre estaba abierta, para que se aireara todo; no le gustaba el olor a naftalina que les achacan a los viejos. A Trinidad no le daba pena decir que no le gustaba el matrimonio de su hijo. No le gustaba Milena con su forma de vestir calentana, su acento apagado, su mirada directa que pareciera pedir explicaciones por todo. No le gustaba el silencio sobre su familia, como si escondiera algo sórdido. Sin embargo era consciente que la situación había desmejorado, que habría que ahorrar. William seguiría colaborándole con el seguro, los medicamentos. A ella le correspondería tenerle paciencia a su nuera.

El primer cumpleaños de Guillermo no fue como lo hubiera querido Milena. Ella se había imaginado bombas de muchos colores en el salón comunal, los demás niños del conjunto jugando. En cambio tuvo que lidiar con el trasteo, a William lo habían despedido un mes antes. Ya se había insinuado el tema de la mudanza dónde su suegra, pero ella guardó la esperanza hasta último momento de que no pasara. Era consciente que así ahorrarían dinero, que la situación mejoraría con el tiempo si tenía paciencia. El problema era que desconfiaba de Trinidad. Sabía que no había empatía, que a ella no le caía en gracia. Pensó en Guillermo, lo enfermo que había estado los primeros meses; terminó cediendo tres días antes del cumpleaños. Al llegar a esa casa de dos pisos, la cual conocía por visitas esporádicas, se sintió observada por todos en el barrio. De los cinco hijo solo William y Manuel pasaban por allá, a los demás les daba pereza ir tan al sur. Ese primer día Trinidad preparó la comida favorita de William, consintió a su nieto. El cuarto y el baño que usarían ellos estaban organizados. A Milena escasamente le dirigió la palabra, William prefirió callar. Del cumpleaños quedaron algunas fotos, nada más por recordar.

A las dos semanas de llegar, William consiguió trabajo como conductor en una empresa de mensajería. Le tocaría estar más tiempo por fuera, pero no había de otra. Apenas estuvieron solas empezaron las discusiones. No eran peleas aireadas o con insultos, se limitaban a comentarios sueltos. Milena trató al principio de hacerse entender, siendo servicial o al menos aparentándolo. No intentó alzar la voz, nunca le dio frutos con su mamá, no lo haría ahora. El silencio se convirtió en su mejor defensa, lo que la sacaría adelante. William supo poco de ese ambiente tenso del principio; pasaba cuando podía, enviaba dinero. La dinámica en la casa cambiaba cuando William se quedaba una semana entera. Milena podía hablar con él como antes, cuando se contaban todo. Ella se desahogaba. Él la escuchaba absorto, prometía conciliar con su madre. Después William hablaba con Trinidad, ella se desahogaba. Él la escuchaba atento, prometía hablar con su esposa. Con el tiempo ambas mujeres se dieron cuenta que William era incapaz de interceder, tomar partido. Cuando él llegaba a la casa solamente se entregaba a su hijo, como si de esa forma escapara del ambiente tenso. Después se iba a trabajar, se desentendía de ese problema.

Llegó el segundo cumpleaños de Guillermo. Las dos solas, William por Buenaventura recogiendo mercancía. Trinidad preparó la casa con bombas y platos de colores, consiguió prestadas sillas con los vecinos. Milena la dejó hacer y deshacer; cada vez le recordaba más a su mamá. Su único interés estaba centrado en la torta de chocolate que había hecho donde la comadre Jimena, la de la esquina.  De a poco ya la distinguían en el barrio, la saludaban en el parque, no sabía si con lástima. Hacia mediodía llegó Manuel con sus tres hijos. Trinidad quiso mucho a esos nietos cuando eran bebés, ahora les tenía fastidio porque eran muy ruidosos, siempre haciendo males. Manuel trajo la carne para el asado, una petaca de cerveza que generalmente se bebía solo. Con la excusa de comprar más cerveza y gaseosa para la demás gente, Milena salió por su torta. Trinidad se quedó echándole un ojo a Guillermo, este jugaba con los juguetes que habían salido en la piñata. Al rato Milena llegó con la torta, le hizo espacio en la mesa, colocó una vela con el dos azul. Le tocó salir otra vez porque a Manuel se le acabó el carbón. Cuando regresó de la tienda, la mesa estaba coronada por una torta distinta, blanca, como de primera comunión; encima la vela azul. Trinidad se acercó al rato y empezó a alistar los platos desechables. Le contó que había encargado de carreras una torta en la panadería. Según ella, la torta de Milena estaba muy dulce, la dejó guardada en la nevera por si hacía falta. Milena iba a hablar pero Manuel la cortó, anunciando que se podían servir la carne y las mazorcas. Las dos mujeres y la comadre Martina sirvieron, después vino el “cumpleaños feliz”.

De lo que sirvieron del asado, Milena había comido poco. Se dedicó más bien a jugar con su niño. En el momento del canto lo abrazó tan fuerte que Guillermo se quejó. Se repartieron los platos con la torta, dejó al niño jugando con sus primos. Se fue al baño, no pudo usarlo ya que al parecer Manuel lo había vuelto a tapar. Se encerró entonces en el cuarto unos minutos. Lloró un rato, ya no aguantaba el teatro. En el patio correteaban los hijos de Manuel; le habían pegado a Guille, tocó regañarlos.  El frío de la tarde ya estaba presente, pero la puerta seguía abierta; la gente entraba y salía de la casa. Milena empezó a recoger las sillas; sobre una mesa plástica tenía empezada una cerveza. Trinidad había abierto la reja de madera de mala gana, la gente necesitaba orinar, tocaba en su baño. Se acercó a Milena, la tocó en la espalda, como señalándola. En eso también se parecía a su madre, pensó Milena, se volteó. Esta le reclamó que si no iba a socializar, que si solo se iba a poner a organizar temprano. Milena entonces pensó en su adolescencia, en las cantaletas de su mamá por todo: sus novios, su forma de hablar, el silencio. Se preguntó si alguna vez le había reclamado algo a ella, si le había alzado la voz. Primero fue una respuesta baja, como un susurro. A los dos minutos su rabia había hecho callar a todos los que seguían en la casa. Los hijos de Manuel dejaron de correr por la casa, le bajaron el volumen al Cholo Valderrama. Trinidad calló, sorprendida ante los reclamos susurrados. Montó en cólera cuando aquella muchacha le alzó la voz. A partir de ese punto solo estuvieron los alegatos, los contrataques sin miramientos, como descargas de una tormenta eléctrica.

Por suerte, dirán algunos, Martina Valencia interrumpió la pelea con un simple “¿y dónde está el niño?“. La marejada cesó de la mima forma súbita que empezó la búsqueda de Guillermo. Comenzaron a llamarlo entre todos los que estaban en la casa, revisando en el cuarto de William, la cocina. Salieron disparados hacia la calle al recordar la puerta abierta. Milena llamaba desesperada a su hijo, preguntando a los pocos vecinos que había esa hora; la tarde era lluviosa, fastidiosamente fría. Mientras sentía que moría, ella pensaba en los niños desaparecidos que mostraban en los noticieros, en lo fácil que era extraviarse en Soacha. Su corazón golpeaba con todo al tórax, la cabeza le daba vueltas, un vértigo de mil demonios. Trinidad, que gritaba y preguntaba a su lado, pensaba en otras cosas. Ella pensaba en el dolor de su hijo William, en que se moriría con la noticia, en el mal agüero del nombre de su nieto.

Para ellas dos fueron horas, para los menos involucrados solo un par de minutos. Martina, había tenido una corazonada mientras los demás preguntaban y desbarataban el barrio. Subió al segundo piso, encontró al niño profundo debajo de la cama de Trinidad. La gente que había quedado tras el incidente se fue rápidamente, apenada de no haber hecho más que gritar. Manuel se llevó a los niños, no quiso quedarse como acostumbraba cuando tomaba. Ambas mujeres ordenaron calladamente la casa, sin mirarse. Se acostaron a dormir después de cerciorarse que Guillermo dormía tranquilo.

A la madrugada resultó que William llegó. Había hecho lo posible por ver al cumpleañero, no lo había logrado por un problema en el radiador. Al desayuno preguntó por la fiesta. Ambas mujeres se miraron por fin. “Bien” fue lo único que se les ocurrió. William, de poca curiosidad, con algo de pereza por el viaje, no preguntó más. Jugó con Guillermo toda la mañana, salió hacia Villeta a mediodía.

A las cuatro, ambas mujeres se alistaron para ir al parque. Era domingo, habría muchos niños para jugar, Guillermo apretaría el paso. Milena salió con el niño abrigado, una chompa azul de Millonarios por si lloviznaba como ayer. Trinidad hablaba en la entrada con Martina. Miró al niño un momento, levantó la ceja. Milena por un instante; pareció suplicar con sus ojos oscuros, de morichal. Le imploraba a esa mujer, la materialización de su pasado. Pedía una tregua de ella, recibió lo de siempre.

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