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El tufo de los bohemios

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Gabriel García Márquez con León de Greiff, uno de los referentes poéticos del escritor. / Fotos: Archivo – El Espectador

 

Por estos días que se cumplen 120 años del nacimiento del poeta León de Greiff, recordamos El Automático, el café donde solía permanecer.

 

Fernando Araújo Vélez

Entonces llegaron ellos, recordaba poco antes de morir Germán Espinosa. Llegaron ellos con sus revólveres de cañón largo, sus vestidos de paño oscuro y sus corbatas ladeadas, e irrumpieron en El Automático como solían hacerlo en los lugares donde se reunían los artistas, porque los artistas, decían y aseguraban “los Pájaros”, eran conspiradores, siempre arrastraban ideas peligrosas. Aquella noche de marzo de 1954 dispararon al techo y se largaron en interminables arengas contra las izquierdas y los poetuchos. Espinosa los vio. Tembló. Dijeron que lloró. León de Greiff también los vio, pero en vez de callar intentó insultarlos. No lo dejaron. La vida, su vida, era más importante que sus bravuconadas, más allá de que él escribiera y declamara “Cambio mi vida, vendo mi vida, de todos modos la llevo perdida”.

Unas noches después, recordaba también Espinosa, otro “pájaro” masacró a un tipo en otro café, El Santafereño, porque le había ganado una partida de billar. Le metió 13 disparos. Esperó a que se lo llevaran, con la pistola en la mano y un cigarrillo sin encender en la boca, pidió algo de comer, y una hora más tarde continuó jugando.

“El régimen —de Rojas Pinilla— se apoyaba en aquellos sayones, vestidos de civil, que merodeaban por los cafés, y cuando pescaban alguna conversación contra el gobierno, secuestraban a los imprudentes para meterlos luego en un helicóptero y arrojarlos desde el aire en plena selva”, escribiría Espinosa en sus memorias, allí mismo donde relató su primer encuentro con De Greiff en El Automático. “De Greiff, como todo el país letrado lo sabía, frecuentaba el más prestigioso de los varios cafés literarios de la ciudad, bautizado El Automático y sito en la Avenida Jiménez con carrera quinta.

Cuando Espinosa llegó, pasadas las seis de la tarde, acompañado de su amigo Hernando Chaves, a quien le dedicaría 20 años más tarde Los cortejos del diablo, el poeta aún no había aparecido. “Pero mientras consumíamos el primer aguardiente en una de las mesillas, fue haciendo aparición por la puerta, altivo, impresionante, señorial como era. Se quedó de pie en la barra y tanto Chaves como yo no hacíamos sino observar, embebidos, sus menores movimientos. No había sospechado yo que su tipo fuera tan marcadamente nórdico”. De Greiff fumaba, casi sin intermitencias, en una boquilla muy larga, de marfil, que según opinaba Espinosa, lo hacía aún más extravagante de lo que era. “En ocasiones, el poeta lucía también un gorro ruso de piel de nutria, de esos llamados kulpaks”. Con el gorro o sin el gorro, pero siempre con su pitillera de marfil, León de Greiff era el dueño y el centro de El Automático.

Quien quisiera hacerse un sitio en sus mesas, debía pasar por la aprobación del poeta. Espinosa, como tantos otros escritores e intelectuales de la época, Luis Vidales, Germán Arciniegas, Jorge Zalamea, Luis Tejada, por ejemplo, lo idolatraba. Cuando Espinosa se le acercó con sus esmirriados pasos de mozalbete de 15 años, le habló de sus gustos, muy lejanos al grupo de los piedracelistas, y De Greiff “se manifestó acorde”. Luego se sentó en su mesa habitual, sacó un cuaderno y se puso a escribir sus lacerantes versos, hasta que aparecieron “los Pájaros”.

El Automático había comenzado a nacer 16 años atrás con el arribo medio invisible de un caldense cuyo nombre, Fernando Jaramillo, pasaría a ser inmortal, como su café. Era cacharrero, vendía balines para escopetas, hacía negocios por donde iba, pero ante todo, le gustaba el arte, las pinturas sobre todo, aunque admitiera que no sabía nada de nada. Su instinto y su amistad con De Greiff, a quien no dejaban ingresar al café con su boina, lo hicieron recolectar unos cuantos pesos, 250 mil para ser exactos, para comprar un viejo café, el Felixerre, que con el tiempo se transformó en el Fortaleza, y allí se inició la historia.

Como lo relataría el cronista Felipe González Toledo, sus elecciones por y con el arte empezaban con un sencillo y tajante “Eso me gusta porque sí”. “Es ese el concepto de Fernando Jaramillo —recordaba González— al referirse a un bejuco de Ómar Rayo o a un óleo de Orlando Rivera. Y su concepto no puede ser más honrado ni más desprevenido. Una docena de cuadros escogidos, obras de Pedro Nel Gómez, de Ignacio Gómez Jaramillo, de Rivera y de Grau, bien dispuestas en los muros que encierran su intimidad familiar, atestiguan la afición de Jaramillo por la pintura, pero mejor la atestigua el favor que le han merecido, aun en el campo personal, todos los artistas que frecuentan su café en la Avenida Jiménez”.

Uu café, decía González Toledo, heredó las sutilezas y el buen gusto de su antecesor, pero Jaramillo le imprimió su personalidad, aquella mezcla que sabía manejar según las circunstancias y los personajes, porque callaba cuando era menester hacerlo y hablaba cuando la ocasión lo requería. Muchos años más tarde, incluso mucho tiempo después de que en el 65 Jaramillo lo vendiera por 350 mil pesos, y de que pasara a otra sede, y de ahí se trasladara a un diminuto local en la 18 con octava, Jotamario Arbeláez escribía que “El Automático ha sido siempre una zona de tolerancia poética y de allí han salido escritores, poetas, pintores, y músicos, tan borrachos para sus casas como gloriosos para la inmortalidad”.

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