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Mercader de ilusiones

El caminante

Fernando Araújo Vélez

Dos días después de que aquel a quien se le habían extraviado su gato o su perro hubiera pegado un cartel en los postes de la luz de los parques y las avenidas ofreciendo recompensas para quien los encontrara, el Hombre los llamaba al número anotado y se identificaba como médico veterinario.

“Soy el doctor Alejandro Gómez”, decía, o “el doctor Mauricio Pardo Gómez”, y añadía que el animal perdido se hallaba en la finca de un tal señor Ackerman, en un municipio cercano.

Pedía fotos, daba dos o tres direcciones de correo electrónico y algún teléfono, y la víctima llamaba. Y la víctima enviaba las fotos de su perro o de su gato. Y la víctima cumplía con todas y cada una de las peticiones del Hombre. Y un extranjero le contestaba en la finca inventada. Y le aclaraba que sí, que su animal estaba allá, que no le iba a cobrar un peso por devolvérselo, que se comunicara más tarde para organizar la entrega.

Y entonces silencio. Entonces “deje usted su mensaje”, y entonces nada. O todo. Desesperación, rabia, dolor, llanto, angustia. El extranjero no volvía a aparecer. El Hombre, sí. Explicaba que era que el señor de la finca se había ido de viaje, que regresaría en un mes, en dos, que él estaba muy enfermo, sí, postrado, y que vivía lejos de la finca, pero que si era por un animalito él hacía el esfuerzo, el supremo esfuerzo. Que le enviara por correo y en efectivo 40, 60, 70 mil pesos para los pasajes y lo del día, sí, y que él iba por el animal. Daba su nombre para que no hubiera dudas, y en ocasiones, el número de su cédula.

Todo verosímil, todo posible y todo, al final, mentira. El mercader de ilusiones no volvía a aparecer. Ni él ni el extranjero ni el perro ni el gato. Los 40 o 70 mil pesos fueron multiplicados por 100 o por mil, que fueron 100 o mil ilusos que cayeron en la trampa guiados por la desesperación. El Hombre fue el vivo, y una vez más el vivo fue el triunfador.

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