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Arqueros, un pasaporte a la locura

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Usted, ese eterno derrotado

Fernando Araújo Vélez (*)

Usted era de uno en un comienzo, luego fue de todos, pero ya después no fue de nadie.  Fue el ídolo a quien todos querían tocar y abrazar, el referente de miles de personas que lo pintaron a su imagen y semejanza, como a todos los ídolos, y ese fue uno de los primeros problemas, porque eso de que alguien sea parte de una multitud, tal y como esa multitud quiere, con las cualidades que desearían miles de miles de tipos, es una carga imposible de llevar, pues más tarde o más temprano, por un pecado venial, todo se voltea. Y usted lo vivió. Fue el paradigma, y al final, el fracaso, la decepción.

Fue sombra, una derrota que caminaba, un insulto que lo aguardaba a la vuelta de cualquier esquina. Un escupitajo, incluso. Fue nada, en eso se convirtió después de los miles de miles de aplausos de tardes infinitas en las que salvaba a su equipo en el instante postrero. Ya usted ni podrá recordarlas, imagino, porque el dolor de los últimos tiempos le empañó aquellas imágenes. Qué digo le empañó. Le borró aquellas escenas, como si nunca hubieran existido, como si lo que cuentan algunos diarios fuera invención, mito, leyenda.

¿Cuántas veces le dijeron como consuelo que los arqueros aprenden de los errores? ¿Qué mientras más se equivocara mejor sería?  ¿Cuántas veces le contaron la historia de Moacyr Barbosa, aquel portero de Brasil que murió sin morir el 16 de julio de 1950 después de que su equipo, O mais grande do mundo, perdiera ante Uruguay en la final de la Copa del Mundo? “Pero se equivocó”, me decía usted. “Dejó el primer palo descubierto”. Sí, quizá sí, todo sí, lo que usted quisiera, pero ¿era para tanto?

¿Era para que un loco lo persiguiera a donde fuera con los recortes de los periódicos de la época? ¿Era para que la Selección de Brasil, 50 años después, lo vetara por ser amuleto de la mala suerte? ¿Era para que lo hubieran sepultado? No, una y mil veces le dije y le digo que no. Y hoy usted tal vez me comprenda, porque en otras dimensiones, con otros colores y otras responsabilidades, a usted también lo han matado en vida. Lo han acribillado por un par de pelotas que soltó en dos partidos decisivos, como el arquero de River Plate el otro día, ¿lo vio? Carrizo. ¡Qué desastre!, ¡Qué novela!

Primero, contra Boca en la Bombonera. Córner, salida corta, pelota en una mano, resbalón, y adentro. Gol en contra. Hacía miles de años que un jugador de River no se hacía un autogol contra Boca. ¡Contra Boca! Y a los ocho días, con el descenso mordiéndole los pies, ahí nada más, el tipo soltó un balón fácil y se le fue. Se le fue y se metió. Empate. Dos puntos menos. El fantasma del descenso de nuevo, acechante, irónico, presente. Lo despidieron entre rechiflas aquellos mismos que 10 días antes lo comparaban con el otro Carrizo, con Amadeo Carrizo, uno de los monstruos del arco de River de todos los tiempos.

Después, seguro llevado por la ira y el dolor,  rechazó el saludo de otro monstruo, Fillol, enfrente de todo el mundo. Fillol no se lo perdonó. Posiblemente él era el único que podía comprenderlo, a fin de cuentas, desde que debutó en Quilmes, a comienzos de los 70, hasta que se retiró, a fines de los 80, fue el portero de la selección, de los Mundiales, de las copas y las grandes victorias. Se equivocó, como todos, como Barbosa, como el gran Amadeo, como usted, como cualquier arquero de barrio, y también acertó. Fue humillado y ovacionado, por eso le digo que él sabía mejor que nadie cómo podía sentirse Carrizo.

Yo digo que el tipo sintió que le tenían lástima, y para un orgulloso en serio, para un soberbio como Juan Pablo Carrizo, no hay nada peor que la lástima. Él morirá o triunfará, pero con la suya, jugándosela. Con la suya llegó a la primera de River, se afianzó, fue ídolo. Con la suya lo vendieron a la Lazio, y con la suya lo devolvieron por tres o cinco errores tontos. Con la suya, en fin, salvó a River en muchos partidos y el domingo pasado, con la suya, casi pierden cuando pasado su yerro, quiso salir driblando y se resbaló.  

Yo sé que dijeron que esa había sido su cruz. Que era una provocación, una falta de respeto y todo lo demás, pero si su estilo lo encumbró, ese mismo estilo no lo puede destrozar porque un día algo sale mal. Para ser cursis, las rosas tienen pétalos y espinas. Hay que afrontarlo. Y más allá de lo que digan, son y serán siempre más las espinas que los pétalos, sobre todo para ustedes los arqueros, que viven de derrota en derrota. Cada gol en contra es una humillación, una puñalada. Jamás, o muy pocas veces, podrán explotar de júbilo porque fueron los responsables de una victoria, con excepción de las definiciones por penalties, claro.

Cuántas toneladas de amargura deben soportar, de gramos y gramos de hiel que se les han ido sumando de tanto ir a buscar la pelota dentro del arco. ¿Cien? ¿Mil? ¿Diez mil? Yo no sé cómo puede uno vivir dentro de una vida en la que sólo hay reveses, frustraciones, amargura. ¿Cuántas alegrías contra cuántas derrotas?, pregunto. Enke, el portero alemán que se mató un año atrás. Y Vivalda, aquel que se le lanzó a un tren. Y Barbosa, que murió en vida. Y el otro, y quizás usted, ¿cuántos?, todos han tenido algo de razón dentro de sus locuras, todos, porque tal vez la única forma de aliviar tanto insulto, tanto revés, es precisamente con la locura.  

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos

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