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Paul Auster, Salman Rushdie y Vargas Llosa en un baño público

 

Open wide, Flickr, Eslie esq.
Open wide, Flickr, Eslie esq.

Luis García*

Fue en un homenaje que el Centro Americano del  Pen Club le hizo a García Márquez, y había la sensación entre los asistentes de que el nobel pudiera aparecerse en cualquier momento, aunque éste ya había enviado un comunicado previo, excusándose de asistir. Del mismo modo que había dicho que ya no quería más premios literarios, García Márquez parecía estar más allá del bien y del mal de todo ese rollo de galardones y homenajes. Con verdadero tacto, había advertido que lo sacarán de la lista de candidatos al Premio Cervantes, para seguramente evitarse un nuevo caporal de fotógrafos cerca de su casa, o periodistas en busca de una codiciada entrevista con el maestro.  Sin embargo, tomé el metro y me bajé en Times Square.  Era una noche cálida de noviembre, inusual en Nueva York para esa época del año, y  Manhattan como siempre tenía ese aire de puta rica y estilizada que no tiene más remedio que acostarse con un ejército de trabajadores nocturnos y repartidores de pizza.  Cuando llegué  al viejo edificio del Town Hall de la calle 43, donde esa noche se llevaba a cabo la función del Pen Club, me acerqué a la taquilla –porque había que pagar, no recuerdo si eran quince dólares, una suma exorbitante para mí- y compré la boleta de entrada. Sentí cierta aprehensión. En verdad, no sabía qué hacía yo allí. Iba contra mi voluntad, obligado por mí mismo.  Siempre, a lo largo de mi vida, he sufrido de ese mal: un trance en el que  muchas veces caigo y que me resulta inexplicable. Mi cerebro y mi voluntad entran en una disputa ya barroca, donde siempre el que sale perdiendo soy yo. 

                El lobby del teatro estaba animado, hasta había un pequeño bar donde, para mí sorpresa, Jon Lee Anderson apuraba un trago, entre risas estridentes y mujeres en escote.  Sentí una envidia infinita, y una rabia a la vez. Rabia por mí, claro, por ser cómo yo era, y envidia por él, por esas risas en escote que lo envolvían como gasa. Así viven los periodistas famosos y los grandes escritores, me dije: rodeados de alcohol y mujeres hermosas. La editorial Alfred Knopf tenía un pequeño puesto a la izquierda del bar, y  Edith Grossman, la traductora del libro Vivir para Contarla, no andaba muy lejos de allí. Hubiera podido pasar desapercibida, claro, porque una cosa es William Kennedy a su lado, y otra cosa es una mujer de pelo blanco con una copa entre las manos. Seguí de largo, me torturaba no tener siquiera para comprarme un trago, el más barato que hubiera en aquel reino de delicias.  Fui y me senté, intentando ver si había algún conocido en la sala  -algo inútil la verdad, porque el único desconocido era yo- y me dispuse a esperar el comienzo de la función.

El auditorio se fue llenando poco a poco, y ya para minutos antes del inicio habría allí unas mil personas. Aquello parecía  una plaza de toros, o mejor, una gallera que ya cerraron  -la Pico de Oro- que estaba en la calle Cordialidad de Barranquilla, y donde una vez entré con un amigo a apostarles a los gallos sin saber un coño de ello. No sé por qué sentí cariño por García Márquez, y me alegré de que en verdad  no hubiera asistido.  Es más, yo no sabía por qué yo había asistido, y estaba a punto de entrar en esa serie de acusaciones contra mí mismo, cuando me asaltaron unas irreprimibles ganas de ir al baño. En Barranquilla uno puede pasarse la vida aguantando tranquilamente  las ganas de mear, seguir su rumbo  hasta  poder desocupar la vejiga, mientras que en Nueva York no ocurre lo mismo, y es algo para lo cual no tengo una respuesta. Salvo que en Nueva York la próstata crezca a ritmo más vertiginoso que en Barranquilla, lo cual significa que pasada cierta edad haya que necesariamente pensar en el regreso. No sé.

No tuve más remedio que levantarme de mi butaca y buscar un baño, el más cercano. En un lugar como aquél, con la gente que había allí, la tarea podía costarme algunos minutos. Y en efecto, eso fue lo que ocurrió.  Anduve merodeando el bar porque  la regla es que siempre haya un baño cerca, y ya no vi a Anderson tomándose  su trago sino a Rose Styron, la mujer del escritor William Styron, hablando animadamente con Edwidge Danticat del video con las palabras de Clinton que sería proyectado. Es ya legendaria la fama de la amistad del presidente y  el nobel.  Otra de las ironías de la vida.

Finalmente, tras una serie de rodeos y preguntas al barman, encontré el baño. Creo que una vez le leí a Graham Greene que  el único lugar donde los hombres no se miran a la cara es en un baño público. Cada vez  que entro en uno de ellos, entro mirándome la punta de los zapatos, y si alzo la vista es sólo para ubicar el orinal más lejano y desocupado.  Además, siempre  estoy en un baño público el tiempo mínimo requerido, ni un minuto más.  Habría unos cinco o seis orinales y la mayoría estaban ocupados, así que me dirigí al único posible, entre dos hombres de espaldas.  Estaba en lo mío, cuando, no sé por qué giré la cabeza a la izquierda y vi que mi vecino de orinal era Salman Rushdie, por esos momentos uno de los hombres más amenazados del mundo.  Contra él, los fanáticos islamitas habían levantado un fatwa con la orden de matarlo. Yo lo tenía no a tiro de revólver sino de orín. El tipo me sonrió y yo bajé la cabeza, pero me percaté de que sonreía a alguien más allá de donde yo estaba. Así que lentamente giré la cabeza a la derecha, y del otro lado vi a Paul Auster en lo mismo que Salman y yo. Resulta que  los tres meábamos al unísono con toda la impunidad del mundo.  Yo no me lo podía creer.  No recuerdo quién terminó primero, sólo que salí de allí pensando que de contarlo, irían a creer que sería un invento mío, de los muchos que elucubran los seres anónimos y perdidos de Nueva York. Así que no se lo dije a nadie, hasta ahora. 

Pero la historia no termina allí. Tiempo después leí en el diario El País de España que Vargas Llosa estaba en Nueva York escribiendo en la biblioteca Pública de la Quinta Avenida su última novela. He ido tantas veces a esa biblioteca que siento  la incomodidad de los guardias y mi propia incomodidad para con ellos. Esa frase de Alan Pauls: el infierno es encontrarse todos los días con las mismas personas. 

                Había una foto de Vargas Llosa  tomada por Morgana, su hija, en plena actividad laboral. Yo había estado en esa misma sala de lectura y nunca lo había visto. Así que al día siguiente fui, prevenido por la noticia.  La sala de lectura está en el tercer piso, y es para mí una de las siete maravillas del mundo.  Por lo general me siento en las mesas de atrás, donde el ruido de los turistas es menor y ni siquiera se permite instalar portátiles. Menos mal que los guardias de seguridad ya han prohíbido las cámaras con flashes. Está uno leyendo tranquilamente, cuando de repente  aparece una lluvia de fotógrafos dignos de cualquier alfombra roja.  ¿Qué de atractivo puede tener  la sala de lectura de una biblioteca?

Vargas Llosa no aparecía por ningún lado. Las primeras mesas estaban llenas de computadoras conectadas al internet y allí el bullicio era espantoso. Y los turistas que no daban tregua. Y además estaba la caseta de Información donde cada segundo alguien preguntaba algo, y arriba el tablero electrónico anunciando los pedidos de los libros. Más que la sala de una biblioteca, aquella sección se parece  a una terminal de autobuses.   Yo nunca me hubiera sentado en aquel lugar, y menos a trabajar. Así que mi patrullaje se limitaba a las mesas que estaban en el medio de la sala y por supuesto a todas las de detrás.  Tiempo perdido.  De nuevo, esas irreprimibles ganas de mear que siempre me asaltan en el momento menos indicado. Voy caminando hacia la salida, cuando justo en la sección terminal de autobuses, veo el cabello platinado del maestro, sentado en medio de una nube de turistas, desempleados en espera de una computadora conectada al internet, y chicos de escuela haciendo su tarea.  Su figura allí desentonaba, pero en Nueva York esa es la regla, así que nadie, absolutamente nadie se había percatado de su presencia allí. Lo que hice fue, además de reprimir mi vejiga, caminar hacia donde estaba él, y sentarme a su lado. En efecto, vi que trabajaba. Tenía una pila de libros regados en la mesa que cada tanto consultaba, mientras tomaba notas. Sé que en algún momento nos miramos, y tuve la sensación de que se sentía descubierto por mí, pero de lo único que me enorgullezco en esta vida es de no hacer a los demás lo que no me gusta que me hagan.  De pronto, se levantó y lo vi caminar hacia la salida de la sala. Yo hice lo mismo. Total, podía aprovechar su ausencia  para ir rápido a desocupar el líquido.  Cuando segundos después  entro al baño, abriéndome para ahorrar tiempo la cremallera desde la puerta,  veo su figura recortada tras el orinal. Me acordé de Paul Auster, me acordé de Salman Rushdie  y del hecho de que nadie, otra vez de contarlo, me lo iba a creer. Pero en verdad no me importó eso.  Me coloqué en el orinal que estaba al lado, y nuestros chorros golpearon la loza al unísono. Y mientras meaba junto al hoy laureado Nobel, pensé que la vida era extraña.

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(*) Colaborador. Profesor de español de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook. Finalista Premio Nacional de Novela, Ministerio de Cultura 2006.

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