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Un niño de 100 años

El escritor Julio Cortázar (1914-1984) con un gato en su apartamento en París. /Archivo
El escritor Julio Cortázar (1914-1984) con un gato en su apartamento en París. /Archivo

 

Sorayda Peguero Isaac

Hoy se cumplen 30 años de la muerte de Julio Cortázar.

Tengo a Sebastián. Hace apenas unas horas que nos tenemos mutuamente. De este hecho circunstancial surge una cuestión que será determinante en el futuro de nuestra incipiente relación: ¿seré capaz de cocinar changua? Ni croissant francés, ni pancakes gringos, ni mangú dominicano, ni bocatas catalanes. El veredicto de Sebastián es definitivo: para desayunar, changua o nada. Mis indagaciones en Google determinan que el desafío consiste en comprobar que la mixtura de agua y leche se encuentra en el punto exacto de hervor, añadir dos huevos en la olla, contar un minuto y, al momento de retirarlos del fuego, tener mucho cuidado de que las yemas no se rompan. He de repetir la misma operación durante los próximos tres días, todas las mañanas, hasta que el temido virus estomacal que tiene tomada la casa de Sebastián, y que ya ha vencido a sus padres, deje de ser un peligro. Según la versión oficial, Sebastián es un dichoso: ha conseguido librarse del virus de puro milagro. Su versión discrepa: tiene una fuerza “supersónica”.

Está de vacaciones en Barcelona. Tiene ocho años, el pelo erizado en hebras castañas que convidan a la caricia, y la cara redonda y sonriente de un querubín bronceado. Tiene la curiosidad del mundo entero, la energía de un batallón de hormigas atómicas y todas las señas de que vino al mundo con la gracia innata de un conquistador. Desde que llegó de Bogotá —hace mes y medio— quiere saber todo, ver todo, tocar todo y opinar sobre todo. Y quiere saber, Sebastián quiere saber, quién es el hombre de la portada del libro que está sobre la mesa.

—Es Julio Cortázar. El gran cronopio.

—Crono… ¿qué? ¿Eso que usa la gente cuando corre?

—Cro-no-pio. No cronómetro.

—¿Y qué es eso?

—Pues… A veces, los cronopios pueden ser como tú, como yo, como cualquier persona, pero eso sí, hay una cosa que no son: los cronopios no son comunes. El truco consiste en estar atento a las señales. Algunos son de color verde.

—¿¡Verdes!?

—Totalmente. El primer encuentro de Cortázar con los cronopios sucedió durante el descanso de un concierto, en un teatro de París. Cortázar empezó a ver que aparecían unos globos verdes que flotaban en el aire. Aquellos globos tenían orejas. Y flotaban y flotaban, ingrávidos, como burbujas. Eran tan simpáticos y divertidos que Cortázar pensó: tengo que ponerles un nombre. Entonces los llamó cronopios, y los invitó a participar en sus juegos.

—¿Y qué le dijeron?

—¿Quiénes? ¿Los cronopios?

—Sí, los cronopios. ¿Qué le dijeron a Cortázar?

—Los cronopios dijeron que sí. Porque un cronopio jamás rechaza una invitación al juego. Para ellos, el juego es una cuestión de honor y una cosa muy seria. Puede que jugar sea la cosa más seria en la vida de un cronopio.

Después, para acompañar a los cronopios en sus aventuras, Cortázar inventó las esperanzas y los famas.

—Y esos, ¿cómo son?

—Los famas son bien serios y formales. Siempre andan encorbatados, con traje y sombrero. Para los famas es muy importante controlar el tiempo y tenerlo todo muy arregladito, muy ordenado. No llegan tarde a ningún sitio y no les gusta nada el ruido. Y las esperanzas… las esperanzas tienen mucho en común con los cronopios, pero prefieren guardar cierta distancia con ellos, por su tendencia a meterse en líos. En realidad, las esperanzas les tienen miedo a los famas, que con frecuencia se enfadan con los cronopios, por lo traviesos que son.

¿Sabes qué pasó cuando Cortázar contó a sus amigos que estaba escribiendo unas historias juguetonas de cronopios y famas?

—¿Qué?

—Sus amigos, que consideraban que Cortázar ya estaba bastante grandecito para juegos, le dijeron: Pero… ¿cómo? ¿Estás jugando? ¿Por qué no te dedicas a escribir cosas más serias y dejas de perder el tiempo?

—¿Y qué hizo él?

—No les hizo caso, y muy juicioso —como tú dices—, siguió escribiendo, hasta que reunió todas las historias de los cronopios y los famas en un libro.

—¿Y cómo son esas historias? ¿Como los cuentos?

—Sí. Son cuentitos breves, muy divertidos.

“Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja (Sebastián gira la cabeza de un lado a otro imitando el zumbido de una abeja. Le digo que parece un ventilador), huele su perfume y, finalmente, se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: ‘Es como una flor’”.

¿Ves? Así son los cronopios. Así lo cuenta Cortázar en su historia Flor y cronopio.

—¿Y dónde vive ese Cortázar?

Cortázar nació en un lugar llamado Ixelles, en Bruselas, que está en Bélgica. Pero fue por casualidad; su familia era argentina. También vivió en Suiza y, durante un tiempo, cuando era muy pequeñito, vivió aquí, en Barcelona. —Si quieres, mañana vamos a visitar el Parc Güell, ahí lo llevaban a jugar todos los días —Luego, el pequeño Cocó —así lo llamaban en su casa cuando era niño— volvió con su familia a Buenos Aires. A Cortázar le encantaba viajar. Cuando tenía diez años le dijo a su madre: “Mamá, quiero ser marino”. Había leído un libro de Julio Verne y quería conocer, igual que Phileas Fogg —el personaje de La vuelta al mundo en ochenta días— todos los países del globo; y, aunque finalmente no fue marino sino escritor, pudo viajar a muchísimos lugares, pero la mayor parte de su vida la vivió en París.

—¿Y él sigue vivo?

—No. Enfermó y murió. Gabriel García Márquez, que fue su amigo y le tuvo gran cariño, escribió en una carta que, hasta el anuncio de su muerte, creyó que era cierto lo que contaba la leyenda.

—¿Cuál leyenda?

—La que decía que Cortázar era inmortal, que nunca había dejado de crecer y que mantenía, intacta, la misma edad con la que había nacido. Un día iba caminando por la ciudad de Buenos Aires cuando una mujer le dijo: “Vos deberías llamarte Peter Pan”. Entonces Cortázar sintió un vuelco en su pecho, como un aviso del corazón. Porque sabía, él sabía muy bien, que era igualito que Peter Pan, el niño que no quería crecer.

“Todas las mujeres con las que he vivido —que no son pocas— todas sin excepción me han dicho en algún momento: ‘Lo que a veces es terrible en ti es hasta qué punto eres niño’. Tengo lados pueriles a veces excesivos, probablemente”. Julio Cortázar

Sebastián y yo hemos llegado a un acuerdo. Esta tarde, antes de visitar el Parc Güell, haremos una parada en Casa América Catalunya, que para conmemorar el centenario del nacimiento de Cortázar presenta una muestra: Cortázar en la casa. Avanzamos por la Rambla de Catalunya y giramos en la esquina del Café Jamaica, hasta llegar al 299 de la calle Córcega. Una Vespa amarilla estacionada en la acera me hace recordar la anécdota de Cortázar y la viejita. Cortázar iba conduciendo su Vespa por una calle de París, cuando de repente, no se sabe de dónde, apareció una viejita. La viejita no distinguía bien los colores. Si la luz estaba roja o verde, la viejita no sabía. Creyendo que el semáforo estaba verde, la viejita cruzó la calle. Y era cierto, la luz estaba verde, pero era para que pasaran los carros, no los peatones. Cortázar casi la atropella.
—¿La atropelló?

—No. Cuando trató de hacer una maniobra para evitar el accidente, acabó con la Vespa de sombrero.

Sebastián se ríe a carcajadas. Le digo que no se burle del pobre Cortázar. Intenta atrincherar la risa presionando sus labios. Hasta que se le escapa un ruido como de motor de carro viejo.

—Es que me da harta risa. Pero no es por Cortázar.
—Y entonces, ¿de qué te ríes?

—¡De la viejita!

—Cortázar estuvo casi cincuenta días en el hospital. Imagínate, Sebastián, tantos días acostado en una cama, qué aburrimiento. Tenía tanta fiebre, tanta, que a veces deliraba y le daban pesadillas. Pero había una cosa que lo distraía: una botella de agua.

 

—¿¡Una botella de agua!?

—Sí. Desde su cama, Cortázar hacía un ligero movimiento de cabeza y alcanzaba a ver su botella de agua que, cuando él la miraba, dejaba de ser un simple recipiente con líquido transparente y se convertía en una hermosa burbuja luminosa. Estaba encantado con su botella de agua.

Mientras Sebastián va brincando los escalones que conducen al entresuelo del edificio —como si entrenara para la carrera de los 3.000 metros con obstáculos de los Juegos Olímpicos— lo sigo con resignación beata. Al entrar en la sala extiende los brazos y, como si saludara a un viejo amigo, se acerca poco a poco a una fotografía de Cortázar que ocupa casi la mitad de la pared frontal.

—¿Tanto lo quieres? —le pregunta un hombre que lleva barba y anteojos de montura fina. Después del brevísimo amago de timidez que le provoca la súbita atención del desconocido, Sebastián recupera su acostumbrado desparpajo y, sin dejar de mirar de reojo al hombre que lo interroga, empieza a explorar la sala. El desconocido es Carles Álvarez, comisario de la exposición, el hombre que dijo en una ocasión: “Sé más cosas de la vida de Cortázar que de la mía. Puedo decir de memoria en qué lugar estaba cada mes y cada año y no me acuerdo a dónde estaba yo”. Es uno de los mayores coleccionistas de objetos de Cortázar, muchos de los cuales integran la muestra: la última máquina de escribir que utilizó, una de sus pipas, fotografías personales, postales, caleidoscopios, cartas, su agenda telefónica, un ejemplar de la primera edición de Rayuela, remendado por el propio Cortázar con cinta adhesiva, y una colección de libros de arte que Álvarez considera única en todo el mundo.

—¡Mira, aquí están! —Sebastián señala el tramo de una pared ocupada por una secuencia de historias ilustradas. Hay un cronopio que sostiene con una sola mano, y sin perder el equilibrio, un enorme cono de hilo azul, un fama con sombrero rojo lo está mirando. Hay otro cronopio tumbado sobre el césped, panza arriba, a la sombra de una flor. Y otro planeando el cielo a lomos de un cóndor de cresta anaranjada, plumaje azul marino, y alas curvadas como cucharones de servir pasta. Sebastián los contempla embelesado, apoyando los codos en la vitrina que guarda los libros de arte. Las manos formando un hueco que acomoda los contornos de sus mejillas, bien abiertos los ojos y quietas las piernas. Sebastián lee las historias, muy bajito, murmurando, como si saboreara cada palabra, como si envolviera cada trazo de acuarela con su espléndida fantasía. Sucede entre ellos un júbilo discreto, la secreta alegría de los que se reconocen, de los que se saben semejantes, y se saludan: “Buenas salenas, cronopio cronopio”.

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