Por Sorayda Peguero Isaac
Me tocó sentarme al lado de una señora mayor en el autobús. La señora, que tiene ganas de charla, empieza a contarme retazos de su historia. Me cuenta que hace tres años que regresó a España. Que antes vivía en Venezuela. Que cuando se fue era una moza de trece años. Que partió con su madre. Que su padre y su hermano las esperaban en Caracas. Se fueron en un barco que zarpó del puerto de Barcelona. Todavía recuerda la visión de un montón de gente agitando pañuelos, llorando con el desconsuelo de los que saben que no dicen hasta luego, sino adiós. “Antes no era como ahora”, me dice. “Imagínate, no había teléfonos de estos modernos, ni internet. Era un drama”. La señora –ojos azulísimos, cabello blanco y ondulado, uñas pintadas de rojo– me sigue contando anécdotas de su partida, de sus años en Venezuela, del regreso a un país que se le antoja muy distinto al que dejó. Cuando llega a su parada, la señora se despide:“Adiós morena, adiós bonita. Adiós, adiós”. Y con su mano arrugada y pecosa me acaricia la mejilla. “Al final no sabemos ni de dónde somos”, me dice. Y la señora se va, y me deja una viruta de su nostalgia, y su fragancia a talco de tocador. Me deja el recuerdo súbito de un poema de Edmond Haraucourt que dice que uno se deja un poco de sí mismo en toda hora y en cada lugar.