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Belleza y muerte en Venecia

Venecia

Por Sorayda Peguero Isaac

Dicen que Venecia acabará sepultada por las olas. No se sabe cuándo ocurrirá. Sus aguas se someten a los caprichos de la luna llena y, poco a poco, sus cimientos se hunden. Cada vez que la marea sobrepasa su nivel habitual (hasta 60 veces por año), se escucha el aullido de una sirena. Los venecianos lo llaman “acqua alta”. En días así, los pocos venecianos que aún viven en la laguna, y algunos de los cientos de miles de turistas que la visitan, corren a calzarse botas altas de goma. El ayuntamiento dispone pasarelas en los lugares de paso, y tutto benne, aquí no ha pasado nada. Venecia se sumerge lentamente, pero no deja de bailar su danza suave y silenciosa sobre las aguas del Adriático. La Serenissima, como también se la conoce, es una hermosa antología de postales barrocas navegando a la deriva; con sus góndolas, sus palacios de columnas desgastadas, con su porte digno de dama antigua y la belleza inalterable y franca de lo fugaz. Venecia es, todavía, el golpeteo lastimero de sus campanas y las luces trémulas que la perfilan en la noche. Es un coro de niños asiáticos, abrigados hasta las pestañas, cantando al pie de una farola de la Plaza San Marcos. Contemplar Venecia, con la pena que confiere saber que algún día desaparecerá, provoca un deseo urgente de aprehenderla en la memoria. Porque la belleza no cansa pero, a veces, duele. Porque nada dura para siempre. Porque, como escribió Muriel Barbery: “Lo bello es lo que se coge en el momento en que ocurre. Es la configuración efímera de las cosas en el momento en que uno ve al mismo tiempo la belleza y la muerte”.

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Foto: Xavi Angulo

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