El Magazín

Publicado el elmagazin

Conspiraciones

vIEJO 2

Nélfer Velilla

 Tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado.

T.S. Eliot

1.

Ser viejo debe ser fácil. Se trata de regalarle tu antiguo reloj a un nieto que aprecias, y contarle la historia de cómo lo conseguiste. Por supuesto que el objeto debe estar detenido en una hora precisa, esa que fue tan monumental en tus días de gloria. Luego sólo te sientas a ver cómo el pequeño piensa en si arreglarlo o no, pues eso, definitivamente, será lo que primará en su cabeza. Sucede entonces que acabas regalando una idea, un objeto lleno de significado en el cual vale la pena perder el tiempo.

A ella no tuve que decidir llamarla de ninguna manera. Cuando me dejó escritas esas palabras después de nuestro primer tinto, supe que su falta de conciencia en esas letras, incluso su capacidad para hablar de cosas que no le concernían, era más trascendental que todo lo que había escrito yo hasta ese momento. Lo que ella no sabía era que mi nieto había muerto. No tenía por qué saberlo y no importó, porque para mí las mejores letras son las que, de una u otra manera, te conmueven y se conjugan colateralmente con eso que alguna vez nombraste, eso que ha merecido ser recordado por decadente, desesperante o catastrófico, en contraste con aquello que te hace feliz, que es, en efecto, lo que te convierte en cosa vulnerable, por su carácter efímero y por lo nocivo que es al convertirlo involuntariamente, irreductiblemente, en un vicio. Sí, la felicidad es el mayor y peor vicio jamás descubierto.

Iba yo por la 70 cuando la vi de nuevo. Caminaba por la otra acera. El chorro del sol, que ya estaba muriendo esa tarde, se le derramaba en unos hombros miel que se derretían ante la vista, a causa del efecto líquido producido por sus vellos dorados con el reflejo sobre una piel suave en demasía. Iba mirando el suelo, seguramente entretenida en no pisar la raya y los nombres de otros países, como si no importara nada más en el mundo que el instante preciso cuando daba el siguiente paso, como si valiera más premeditar el ritmo, prever la pisada en un espacio blanco, que el mismo lugar al que se dirigía sin urgencia, sin necesidad, tal vez por una inviolable casualidad que no importaba demasiado. Por la velocidad y la complacencia en las pisadas, deduje que le valía más el sentido, el significado de la palabra camino, que el mismo motivo que concluí como ajeno a sí misma, mas no despreciable, pues por algo ella no se detenía y emprendía la devuelta. Por el contrario, mi marcha paralela en la otra acera había sido emprendida, precisamente, para ir a tomar un nuevo tinto con ella en la cafetería en que nos conocimos.

Esa vez hablamos de literatura y de mujeres, de nuevo. Le dije que la literatura, como la vida, estaba vuelta mierda, que el país necesitaba un giro, una nueva explosión de ideas que abolieran lo que se había instalado por tanto tiempo. Me dijo que eso no era importante, que lo bueno era que se seguía escribiendo, que era bonito imaginarse a un compatriota en ese mismo momento, en otro lugar, pensándose una historia, detallándola, examinándola, creándola sólo por la experiencia artística. Fue la primera vez que me burlé de su optimismo. Sobre las mujeres, apenas si enuncié mi pudor. Posteriormente me puse a hablarle de la nota sobre el reloj, la que me dejó en la servilleta. La apoyé admitiendo que es increíblemente fácil ser viejo, que no hay que aceptar nada de golpe. Los cambios son tan paulatinos que ni te das cuenta. No se trata de levantarte un día y tener el pelo canoso y el cuero estirado y malformado por las arrugas. Esa es a penas la exteriorización de algo que ya te ha carcomido por dentro, algo que no conoces y, sin embargo, te dice con total complicidad que ya es tarde para pensar, que ya es tarde para seguir actuando, que ya es demasiado tarde para plantarle cara a los demonios que se hicieron igual de viejos que tú, y ya no tienen tampoco la fuerza para azotarte como cuando todavía tú te resistías. Entonces empiezas a simpatizar con ellos, cosa que tarda un poco más, pero al final les tomas cariño, como si se tratara de viejos amigos que llegan de lejos después de mucho tiempo, y te traen de nuevo alguna historia de una aventura compartida.

–Mi nieto está muerto –solté cuando percibí que se había quedado absorta en el tinto, después de decirle con la absoluta convicción de la experiencia mi discurso sobre la vejez–, así que no tengo a quién darle el reloj.

–Entiendo. Entonces deberías arreglarlo, para poder hacerte más amigo del tiempo que de los demonios.

“Espero que sepas –pensé– que el tiempo es el mayor demonio de todos”.

Luego de una pausa retomó sin apartar la vista de su pocillo:

–Noto que le echas demasiada azúcar a tu café.

–Me gusta mucho así –admití antes de empezar un nuevo sorbo. Seguía pensando de manera intermitente en Mateo.

–El azúcar con el café es como el tiempo con las personas –dijo con una voz nueva, como si se tratara de palabras ya preparadas o ya dichas, azotadas alguna vez por su voz.

–¿Y cómo es eso? Dime –pregunté con interés pero mirando la acera a través del gran vitral y del obstáculo de papel cóntac amarillo que ponía el nombre de la cafetería. Era, una vez más, una noche licenciosa en la que la gente pasaba rápido por la avenida, como si se tratase de un riel ineludible a cualquier destino. Antes de que Mariana me respondiera, las figuras, los espectros opacos que atravesaban el cuadro de la ventana, del otro lado del vidrio, me llevaron a uno de esos momentos en los que es fácil asegurar la absoluta semejanza de la especie, sometida a lo que reconocen como la razón de la vida, el ideal de la vida, la costumbre arraigada e incansable de avanzar, que nos hace ir y venir al mismo tipo de lugares, al mismo compás y por la misma razón de fondo, sin la posibilidad de cuestionar si de verdad es imposible detenerse un momento, o incluso dar un pequeño paso atrás, aunque sea para observar si en verdad aquello comprometería una fatal consecuencia.

Mariana habló y no la escuché. Entonces hizo una pausa para buscarme los ojos y reencontrarme. Le pedí que me volviera a decir. Lo hizo y, aunque ahora sí estaba seguro de que se trataba de una repetición de algo que ya había dicho, sonó menos premeditada, más libre, más tranquila, más trascendental, como en la primera nota, demostrándome que sabía mucho más de lo que yo creía: “El azúcar es al café como el tiempo a la persona. Entre más azúcar menos café”.

 

2.

Me parece que es más complicado que como lo planteas. La aceptación es fácil cuando sólo se trata de mí, parado frente al espejo. Me hago tan cómplice de mí mismo que puedo aceptarme tal y como soy ahora, así de fácil como cuando aprendí a vivir con mis errores. Pero esos no se los conté a nadie, no los contaría ahora tampoco. Y es igual cuando ya no se trata del espejo, sino de estar frente a ti, viéndote desabotonarme la camisa. Un proceso que persigo paso a paso, botón tras botón, pues entre la torpeza de tus manos y la rapidez medida por tu deseo, examino tu rostro con la mirada fija en la camisa para ser más precisa. Y yo me abstraigo del encuentro, para quedar pendiente de tus gestos, temiendo uno de rechazo, deseando el antes cuando no dudaba. Luego, en el momento en que vuelves a besarme, sigo buscando un signo diferente, convencido del oprobio y la compasión que te orienta a seguir ahí, todavía conmigo, todavía nefasto.

El orden siempre tiene la necesidad de encontrar el desconcierto. Quizá vos no me dijiste aquellas palabras, pero yo las escuché. No, no, las sentí. ¿Busca la complacencia, el contento, el error de cálculo con que evadió el fracaso? ¿Toda magia se deshace por ser tan diligente en la búsqueda de su respectivo truco? ¿Qué ya nadie puede sólo creer? Sos pesimista, Almanza, y no se puede hacer nada. La cuestión es si de verdad tus motivos son suficientes.

Pude haberte dicho, sin más, que no me importa que te creas acabado, inservible, desechable, o como quieras decirlo. Pude haberte dicho que no tratés de convencerme de ver esas cosas con ojos de lástima y compasión. Yo las veo con mis ojos que vos no entendés. Pero no te lo diré. El encuentro, mi afán, debería serte útil para entender que te deseo, que me gusta cómo te deslizás sobre mí, mientras se te desliza a ti tanta culpa, tanta vergüenza; que me satisface tu sexo y tu experiencia. Tienes que saber que me esmero también, pero por nada del mundo te lo digo.

¿Crees que a mí me importa el nombre que le atribuís a cada cosa? ¿Crees que estoy aquí, desnuda, besándote la frente mientras duermes, abandonada del mundo que vos sólo querés observar, porque me interesa más la palabra que la acción? Quizá vivir no es el arte que yo esperaría, pero las palabras solas no tienen caso si no les das la oportunidad de desenvolverse de manera independiente, sin ser evocadas, sin ser siquiera inventadas. Y, sin embargo, sigo leyendo porque una cosa le hace falta a la otra. Vos me hacías falta a mí y aquí estamos, pero creí que ibas a estar un poquito más.

El tiempo, de seguro, es más condescendiente con los viejos, los hace expertos e itinerantes, veraces y atractivos, como a vos. A una no le queda sino mirar, replegada en la distancia, cómo sus acciones resultan en desobediencias morales. Un hombre como vos debería ver en la vejez una oportunidad de interacción exitosa entre la sumisión y el placer. No sé si ves mi lenguaje de intenciones, las charlas y el café, como un medio, un puente de sorbos para llegar a cosas que yo no oculto, por ese ánimo de rebelión que a veces inspirás.

Pero vos sos el que oculta cosas entre citas literarias y culpas y vergüenzas, Almanza, porque vos de alguna manera sos un encubierto. Y no he podido desmantelarte cuando andás, cuando hacés esas muecas, cuando nos entregamos, pero no hay duda de que eso me encanta.

Me interesa que hablés de ciertas cosas, cuando se trata del tinto. Y alguna vez te diré que eso no me hace falta para conocerte, que eso te encubre más, que sólo conversamos en la cafetería para ser fieles al café. Pero a mí lo que me mata más es tu voz y tu fuerza. Quisiera que tú voz se concentrara más en tararearme música al oído mientras me penetras, y que tu fuerza se manifestara en mi espalda y en mis piernas cuando las apretás. Me revolucionaste de alguna manera. No, yo encontré que me revolucionaras de pura suerte. Tú no tuviste casi que ver. De nada te va a servir ser un revolucionario con el corazón si no lo mostrás, si no lo materializás, aunque sea en estos dos metros de cama, en el espacio que te dejo. Por eso voy a dejar que te des cuenta sin yo decirte, porque es la forma acertada con la que podré llegar de verdad a vos. Voy a mostrarte con el ejemplo que el mundo puede ser el nuevo espejo en el que te desenvolvás seguro, tranquilo, conmigo.

3.

El ardor se propagó de tal manera por la piel de Almanza, que le recordó que a fin de cuentas seguía vivo, y que podía repetir lo que había dicho cuando sintió cómo cierta parte artificial de sí, recreada por un pedazo de espejo, segundos antes le había rasgado la carne: “Mierda”. Pero otra vez la voz se le antojó lejana, ajena. Se las arregló entonces para vendarse el brazo con un pedazo de mantel viejo que desgarró fácilmente con los dientes. La herida era profunda, pero no demasiado. No podía resignarse a ir al hospital y que le armaran algarabía por su irremediable insensatez, por la fuerza misma de su estómago, así que cuando percibió el olor a coágulo y observó la espesura negra que ahora cubría el bordado de comestibles del mantel, decidió que no era gran cosa y se echó a reír de su capacidad para no escandalizarse. Aunque parecía más una burla a su estupidez, a su afán, sin deseo latente y sin anticipación, por dañarse a sí mismo a causa de lo que había hecho Mariana, de lo que habían hecho muchas.

Por aquellos días, y como casi siempre, no le había hecho falta pensar en la hora. Verla llegar en su andar apresurado por el calor de la tarde, con esa doradez que sólo le confería el día pleno sobre sus vellos, era lo suficiente para que él supiera que era temprano para el mundo, para la muchacha que desfilaba la calle en su búsqueda, también para el café que se enfriaba en la mesa. Pero no era temprano para él, que ya no se preocupaba por recuperar el pequeño reloj que había caído debajo de la cama en noches anteriores, en uno de sus ajetreados encuentros con Mariana. Entonces abría la puerta y ella entraba afanada, presta al desquicio de las horas ignotas, presta a recibir los besos y a ver cómo se le estropeaba una nueva prenda por el furor inconsciente de la prisa, por la absoluta y extática satisfacción de escuchar el rasgar de la tela. No obstante, ese día, entre el intolerable y caliente dolor que se le extendía en todo el brazo, y el oprobio constante que lo llevó a pegarle con el puño al espejo, la vieja aceptación –vieja como tantas cosas en él– le dio un aspecto lúgubre que le robaba protagonismo a su anterior carcajada. Miró el par de fotos en una de las paredes, con una capa tan gruesa de polvo que ocultaba las sonrisas de él y de Mateo, y concluyó que la visita que ese día le haría Mariana sería diferente, mucho menos satisfactoria.

Llegó cuando empezaba la tarde, y se encontró con la sangre que aún Almanza no había querido limpiar. Se escandalizó. Quiso intervenir, pero él le prohibió cualquier insistencia y se encaminó a la habitación, mientras aseguraba que iba a estar bien, que no era gran cosa. Sin embargo ella, siguiéndolo, replicó añadiendo insultos a su desinterés.

–No lo sabes todo de mí –soltó Almanza resignado, sentándose en una esquina de su cama.

–No me interesa saberlo todo de vos –afirmó ella, de pie frente a él, agitando una mano en el aire con impaciencia–. ¿Para qué? Conozco de vos lo que quiero, lo que sos cuando estás conmigo. Y sé que ahora estás siendo otro. No había notado que en tu preocupación por el mundo te convertías a vos mismo en la excepción.

–Lo supieras si te interesaras más por escuchar. Sin haberme descrito a mí mismo, te he mostrado lo que soy. Podrías ser un poco más interesada… una pregunta, una palabra.

–Ese es tu principal problema –dijo Mariana; sus ademanes ganaban cordura y confianza–. Pero no se puede ser como vos, buscando conceptos, dándole a la naturaleza cosas que no necesita. Ella se sostiene sola sin que vos la nombrés. Y arreglate que nos vamos a la clínica.

–¿Entonces prefieres que todos seamos como tú? –preguntó Almanza ignorando la preocupación escandalosa de la mujer–. ¿Que andemos poseyendo los hechos, pero sin saber por qué carajos hacemos las cosas? Mira, desde el día en que murió mi nieto entendí esa idea que hoy tienes tú sobre el movimiento natural de las cosas, lo analicé, pero concluí que no se puede andar por ahí realizando y recibiendo los actos sin entender.

–Claro que sí se puede. Mirá que bien lo hago. Cuando te acaricié la cara, el pecho, el sexo, supiste que te deseaba sin la necesidad de atribuirle más cosas, sin meditar lo que vendría, sin contemplar lo que antecedió el momento justo en el que me lancé a vos con desenfreno. Importó sólo el ahí, el hecho. Sólo nos queda hacer cosas, y lo demás vale muy poco frente a eso.

–Estás muy equivocada, Mariana –refutó Almanza, rebuscando una idea que después de unos segundos de silencio encontró–. Piénsalo así: si decidieras matarte ahora mismo y lo hicieras, porque esa es tu filosofía, sería una completa estupidez, un sinsentido, no partiría de una justificación, nadie le creería a tu muerte. Serías un desconcierto fácil de olvidar. En cambio, si yo decidiera hacerlo, seguramente estaría respaldado por mis pérdidas, por el fracaso que ha significado gran parte de esta mierda de vida, porque ya no aporto nada. Entonces sería comprendido y justificado. Los demás desearían, de alguna manera, no ganarse, no merecer en sus propias vidas los motivos que yo tuve.

–¡Entonces matate y dales la oportunidad de elegir!

–¿Qué? –dijo Almanza irresoluto.

–¡Sí! ¡Entonces habrías hecho algo!

–Eso te agradaría, ¿verdad?

–¡¿Cómo decís eso?! –gritó Mariana con ira y escepticismo.

–Te vi –respondió Almanza, levantándose de la cama, parándose frente a ella, alto, resuelto; obligándola, además, a alzar la vista para encontrarle los ojos, pero ella se resistía, tratando de agotar la ira en sus manos ahora empuñadas–. Te vi, Mariana. Te vi con otro. No puedes ocultarlo más. Vi el amor que sabes mostrar con los ojos. Tan bien entrenada la pequeña.

A Mariana la abordó otra irresolución. Ahora sí lo miró a los ojos, tratando de encontrar en ellos algo que complementara lo que acababa de pronunciar, pues se le antojaba inoficioso.

–¿Y eso qué tiene que ver aquí? –preguntó porque no halló nada en el rostro endurecido y pálido del hombre.

–Lo tiene que ver todo cuando más suponía yo que nos habíamos convertido en el todo del otro –contestó Almanza perdiendo extrañamente la convicción.

–Podría incluso amarte y no lo serías todo. Nada es todo, por Dios. Y si yo lo soy para vos, no quiere decir que lo sea de forma exclusiva… que no pueda ser yo el todo de otro sin que me posea.

–¡Qué incoherencias dices!

–Necesito fumar –dijo Mariana con un gesto indiferente, y sacó una cajetilla de entre su pecho.

–Ve y hazlo afuera, en la sala. Aquí no. Regresa cuando termines.

Mariana salió de la habitación. Almanza se sentó de nuevo en la cama, pálido, sofocado. Las ideas se deformaban en su cabeza después de la nueva y reveladora exposición de la mujer, esa a la que se lanzó a amar por encima del mismo desconcierto al que se hallaba sometido. La vieja tristeza estaba de nuevo latente, satisfecha de no haber sido relegada. Mariana pudo haber representado el escape definitivo, pero actuó acorde a su esencia y derrumbó el criterio al que Almanza, el pobre Almanza, se había aferrado. Como él era buen apostador, sabía que un nuevo fracaso era apenas la manifestación de la costumbre que siempre azotaba en forma de recuerdos. Esta vez volvió uno puntual: Mateo y su padre desfigurados a balas a causa de una teoría, la propia sangre de Almanza derramándose por no haber perdido el significado en una justa revolucionaria, en el país que, según dijo una vez el viejo sentado en la esquina de la cama, ponía en un extremo de la balanza las ideas y, en el otro, el peso de éstas en plomo; la misma afirmación que lo hizo hermético y solitario, lleno de ideas que nunca pronunció siquiera, y que se transformaron poco a poco en verbos endemoniados y aberrantes: culpar, odiar, lamentar, resignarse… Entonces se reincorporó y volvió la vista a su cicatriz, a su egoísmo, a su ánimo desecho material y dolorosamente. Pensó en un paradigma: “Toda acción reprensible debe ser pagada”. Equilibrar la balanza. Por eso mismo se debía ver a la recapacitación, siempre, como predecesora de la acción. Y un nuevo verbo cobró fuerza, o una sugestión, una nueva idea justificada. “Concatenar –pensó–, qué palabra tan extraña”.

Tuvo otra vez un gesto lúgubre cuando Mariana se asomó en la puerta. Le pidió que pasara. Se le acercó y se inundó de su olor revuelto con humo, luego la besó en los labios, amasando una idea nueva o algo que quizá ya sabía, pero que prefirió apartar para ocuparse de la soledad que lo asediaba cuando todavía no conocía a Mariana: “El que piensa mucho se enferma rápido, pero el que piensa poco vive toda la vida enfermo”. Se fijó ahora en su atuendo. Lucía igual de estupenda: las pulseras de mil colores en la muñeca, una pollera blanca que arrastraba un poco y que pisoteaba desentendida, una blusa azul cielo que no le subía de los hombros, donde reposaban sus crespos húmedos y sueltos como primer signo de esa libertad tan defendida.

Ella lo miraba, hallando en sus gestos algunas formas que desconocía, o que había ignorado porque poco lo había visto interactuando en silencio. Hizo algunas preguntas, por la urgencia de averiguar cómo estaba; el silencio ayudó para que no le quedaran dudas.

Almanza se fue hacía la cama, se agachó y arrastró una maleta mientras escuchaba un lejano “quiero darte el tiempo que necesités”. Abrió la maleta, sacó una hamaca polvorienta y desató un largo cáñamo de uno de sus extremos. Mariana seguía mirándolo con una reinaugurada paciencia, casi obediente a la atmósfera instaurada en la habitación, a no volver a violar el silencio, como si se tratara del primer acuerdo tácito de los dos, exento de anunciación, y ella lo entendía y pensaba que, aunque fuera algo tan inquietante, valía la pena… Almanza lo estaba haciendo y no diciendo. Entonces él desató el cáñamo del otro extremo de la hamaca, la guardó y empujó una vez más la maleta. Se quedó unos segundos agachado, mirando debajo de la cama, y metió un poco la cabeza toqueteando el suelo con la mano sana. A Mariana se le antojó infantil la imagen. El viejo se levantó y ahora tenía el pequeño reloj, guindando de una delgada cadena de cobre. Por más infantil que se notara un momento atrás, su apariencia era devastadora: más pálido, sudoroso y con los hombros y los ojos caídos, como si cada agotamiento soportado en su vida, cada expresión de fracaso, se le hubiese resumido en el cuerpo durante ese pequeño instante. La misma Mariana tuvo que admitir que nunca lo había visto tan abatido, tan viejo. Le miró el brazo amarrado toscamente, y volvió su preocupación. “Después habrá lugar para discusiones –pensó, pues seguía enternecida por el beso que le había dado, demostrándole de nuevo que eso era más trascendental que las palabras dichas–. Tengo que llevarlo ya mismo a la clínica”.

–¿Por qué me miras así? –preguntó Almanza–. ¿En serio te desagrado tanto? ¿En serio eres tan incoherente?

–Vos sos el incoherente –dijo Mariana con agudeza, reincorporándose–. Vamos ya a que te curen eso, por favor. No hagás que te ruegue, Ramiro. Espera… ¿qué estás haciendo?

Almanza se le acercó, resuelto, con una firmeza contrastante con el estado de debilidad en el que parecía estar. La agarró abruptamente de los brazos y le dijo: “Tú me exigiste los hechos. Los buscaste hasta el punto de incentivarme con los tuyos. Voy a matarte, Marianita”.

Ella empezó a forcejear desesperada. La tensión y la fuerza de la que se estaba valiendo Almanza, hizo que se le abriera la herida y brotara la sangre del mantel que había convertido en venda. Entonces la sangre manchó la blusa y la falda de una Mariana angustiada, impedida ante la brutalidad del hombre.

–¡Recapacita, Ramiro! –gritó ella– ¡Qué locura es ésta!

–Ahí está tu incoherencia –bramó él agarrándola del cuello con la mano que sujetaba la cadena de cobre–, ¿la ves, Marianita? Quieres que recapacite, que piense. Mira qué curioso… cómo cambian los papeles ahora. Estás temiendo a algo que no ha sucedido, algo que apenas anuncié. Dependes de la imagen que tienes de la muerte, del miedo que le tienes. Para mí la muerte es algo más conocido, algo a lo que no le temo, pero que no había aceptado.

Almanza no cedió y empezó a ver el reloj mientras apretaba. Tres y cinco de la tarde. Se le ocurrió una idea que ya no pudo decirle a Mariana, algo analógico a esa nueva escena: un modelo a escala de lo que hace el tiempo con los hombres cuando los asfixia, cuando los hace resistir, pero es éste tan certero que sabe que les es inútil objetar, enfrentarlo, porque siempre acaban cediendo. El tiempo es demasiado paciente, sabe esperar, porque ha visto suficientes brazos desplomarse vencidos, quedarse oscilando en el aire de la resignación, como en ese instante los de Mariana, olvidando ofrecer de nuevo resistencia, dejándose inundar por la fatalidad, por la paz definitiva de la nada, ese lugar donde no importa hora, ni hecho, ni significado.

4.

Sí, ellos venían mucho al principio y después más bien poco. Hablaban de cosas raras. Yo me les acercaba a llevarles los tintos –al señor con mucha azúcar y ella no le echaba–, y nunca entendía lo que estaban diciendo. Ella tenía más tiempo viniendo, y lo que sé yo es que el señor era el que vivía por aquí, y que no tenía nada que ver con esas cosas de conspiración que usted dice. Al contrario, a ese señor lo respetaban mucho por acá, aunque le tenían un poquito de fastidio porque pasaba borracho y peleando en un billar de más allá arribita de la avenida. Sin embargo, siempre estaban hablando de él por alguna u otra cosa. Yo lo que decía es que es normal que los viejos sean así de tercos y enojadizos. Y claro que me sorprendió la noticia, porque de terco a homicida y suicida debe haber mucho trecho. Pero como le he repetido ya varias veces, no me pareció nunca, por más extrañas que fueran las cosas que decían, que estuvieran planeando algo malo. Lo raro sí era, y me disculpará usted, que esa muchacha tan joven se estuviera besuqueando tanto con un hombre tan adulto.

 

 

Comentarios