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Rodrigo Saldarriaga, luz de candilejas

Manuela Saldarriaga H.

Es la primera vez que escribo sobre alguien que ha muerto. Comenzaré diciendo que tenía 17 años cuando asistí a mi primera clase universitaria: literatura. Una mujer de cabello rojo, corto y ondulado, Silvia García, de mudeces que me sobrecogían, escribió una frase en el tablero cuando todos estábamos sentados: “El silencio del pájaro dormido”. La repetía pausadamente, cada vez la escuchábamos más rendidos, más lejanos, parecíamos envueltos en el sueño del ave.

Ese día, luego de tardar dos horas esculcando en nuestra sensibilidad de primerizos frente al verso de Borges, dijo que nos esperaba en el Pequeño Teatro el miércoles de la siguiente semana. Y ahí estuvimos los lirones, más despiertos que nunca, en una sala que no lleva por nombre hoy el mismo que cuando la pisé por primera vez.

Una mujer vociferaba en escena: “Quiero cantar, quiero bailar, quiero gritar.  Quiero desafiar a todo el mundo: La moral es una mierda, son las normas que imponen por la fuerza los ganadores de las guerras. Es una imposición a los derrotados. Machos en camino de la salvación dictando leyes morales y códigos.” Y luego, estampando con sus pasos el ritmo de Chavela Vargas, bajó del escenario y entre los espectadores cantó: “Ponme la mano aquí, Macorina, ponme la mano aquí”, se acercó, tomó mi mano y la puso sobre su seno para entonar de nuevo: “Ponme la mano aquí”.

A lo mejor el papel de Mireya en ‘Los chorros de Tapartó’, una obra que había sido escrita y dirigida por un tal Rodrigo Saldarriaga Sanín, me llevó a ir cada sábado siguiente, en las mañanas, a ese hermoso lugar ubicado en Córdoba con La Playa, en el centro de Medellín, para aprender a hacer teatro.

No todos éramos jóvenes ni hacíamos parte de la escuela que fundó en 2003 el mismo hombre que ya mencioné. Hacíamos un taller con Andrés Moure, un gran actor del Pequeño, hijo de Silvia mi profesora, quien era además coordinadora académica de esa escuela. Él se encerraba con nosotros en un gran salón con piso de madera y de vez en cuando nos permitía meternos como roedores entre las escalinatas de una especie de mezzanine, ubicado en la misma sala, para ver a los actores ensayando su función de la noche.

Y Rodrigo Saldarriaga, cuando no en su oficina, estaba sentado en una mesa del patio del Pequeño tomándose una cerveza y fumándose un cigarrillo. Su aspecto robusto, su voz dulce y amarga, su barba a veces tan larga como su cabello bermejo sobre los hombros, su sonrisa tierna o su seriedad y vehemencia cuando correspondía, capturaron toda mi atención.

Hablo de un hombre a quien el corazón le hizo un corto circuito sobre tablas, porque su vida y su muerte estaban ahí: “Tiene el escenario, a diferencia de la vida, la certeza de las acciones”; como lo escribió él, en el segundo párrafo de Tercer Timbre, su último libro publicado, cuyo primer capítulo ‘Y la vida empezó en sábado’ discurre sobre la noche en la que le faltó el aire interpretando a Heisenberg, de la obra ‘Copenhague’ (Michael Frayn), cerca de ser uno de sus papeles más amados.

Por esta última nos reencontramos tiempo después. Está claro que su corazón no dejó de latir, que pasados ocho días de su episodio de taquicardia regresó a escena  y que yo no me dediqué al teatro. Entonces terminé sentada frente a él, en su oficina, con una grabadora de periodista que hoy me permite escucharlo decir: “A mí se me pasan los años sin saber qué pasa con ellos”, y lo escucho con la certidumbre de que así como la historia sabrá juzgar a quienes han sido malos, también sabrá darle su lugar a quienes han sido buenos.

Por cerca de cuarenta años estuvo a cargo del Pequeño Teatro, su gran pequeño teatro. Involucró a tres generaciones en su deseo y días antes de morir sentenció a su familia teatral: “Ahí les dejo, vean a ver qué hacen con esto”.

Y es que Saldarriaga, que resultó electo el pasado 9 de marzo como Representante a la Cámara por Antioquia del Polo Democrático Alternativo, descubrió antes de irse para Bogotá que tenía cáncer linfático, y como él decía “le temo más al dolor que a la muerte”, no aceptó intervenciones médicas de ningún tipo a menos de que fuera whisky y tabaco.

Cuenta Moure, quien dice no conoció a Rodrigo y que fue Rodrigo quien lo conoció a él antes de nacer que “le dijo sí a la primera y a la segunda candidatura a la Gobernación de Antioquia porque sabía que no iba a ganar. A la tercera para la Cámara no lo intuyó, pero ganó y estaba lo suficientemente preparado para hacer lo que sabía”.

Su afición por la política puede rastrearse desde que hacía parte del entonces llamado  Movimiento Obrero Independiente Revolucionario (MOIR), con el que militó siempre. Aunque había estudiado arquitectura, siempre era visto por los demás como un ser político.  Cuando decidió dedicarse al teatro como profesión no dejó nunca de lado la militancia, “no era un sine qua non”, dice Moure. De hecho escribió Saldarriaga que Rusia se les había metido en la cabeza y les había dejado huellas en el cuerpo: Cachuchas bolcheviques –hechas por Silvia García, mi profesora–, botas bolcheviques, gabanes bolcheviques.

“Pertenecía yo al grupo de teatro de la Universidad Nacional seccional de Medellín, en donde estudiaba Arquitectura, o mejor, en donde promovía paros por la autonomía universitaria y dedicaba la mayor parte del tiempo a hacer teatro bajo la dirección de Jairo Aníbal Niño”. Escribió Saldarriaga refiriéndose a la creación del Teatro de la Universidad de Antioquia Camilo Torres en 1970, que luego fue su casa por mucho tiempo y donde, dicho sea de paso, recuerda que fue alumno de Estanislao Zuleta, uno de los cooperadores para traducir al francés una obra autorizada del dramaturgo alemán Bertolt Brecht para el Festival de las Naciones en París.

Como artista tuvo una postura con la que toda su vida militó. Defendía el derecho a la independencia de pensamiento y de quienes querían dedicarse al arte en Medellín. Le dio, por ejemplo, un lugar en sus tablas a don Tomás Carrasquilla, hombre de cuyas letras muchos escaparon por haber sido un crítico avezado y crudo de nuestra sociedad. Saldarriaga dirigió el montaje de la adaptación a teatro de sus obras e incluso bautizó la segunda sala con el nombre del escritor.

Rosa Moreno, una de sus mejores y más cercanas amigas, dice que “solamente el teatro podría contener su ímpetu de libertad y generosidad. Allí, en esas tablas se jugó la vida, allí transformó palabras en acciones, pensamientos y su propia vida ambiciosa por ser todos, rey, mendigo, sabio, esclavo y hasta mujer. Libre y generoso, su libertad, acotada únicamente por su ética de hombre de izquierda, le permitió vivir intensamente todas las etapas de su vida y de su  muerte. Amar y odiar con la pasión propia de los que saben ser”.

Es común escuchar de quienes lo conocerion que fue un hombre coherente con lo que pensaba, su actitud, sin deseos de que fuera semejante a la de alguien más, sedujo a sus enemigos. Pero qué más da, él lo sabía antes de emprender el viaje y lo escribió: “Medimos el universo por el tamaño de nuestras ilusiones (…) Nadie podrá decirnos que no soñamos en grande: del tamaño de los sueños será el tamaño de las frustraciones, pero eso lo aprendimos muchos años después. Teníamos derecho a pensar un mundo distinto y mejor a aquel que habíamos heredado, y lo estábamos construyendo.”

Dice Moure que dejó más de 4.000 metros dedicados al arte, que fue un creador, así mucha gente hoy no esté de acuerdo, que fue un hombre de la cultura y que fue muy importante para esta ciudad y para el país. “Me sorprende mucho que haya gente de teatro que se dice humana. Por encima de las diferencias, de los posibles desencuentros en la vida, Rodrigo fue un buen hombre y, para mí, un buen padre que se va. Lo más valioso que dejó fue el pensamiento vivo de que en Medellín podíamos dedicarnos al teatro y vivir de él”.

Gregorio Saldarriaga, el único hijo que tuvo con Gabriela, me escribe que tal vez no sea él la persona más adecuada para decir porque se debe recordar a padre, sin embargo logré saber qué piensa: “Diré que como hijo recordaré su consecuencia para vivir y amar la vida.  Trazó un camino, lo siguió, luchó por él y aceptó las consecuencias que ello trajera sin rechistar.  No aceptaba la injusticia o la inequidad de un mal trato, sino que entendía cuáles eran las consecuencias de las acciones. Vivió la vida con la pasión de quien sabe que ésta se debe aprovechar para crear y disfrutar. Asimismo, enfrentó la muerte con serenidad: sin arrepentimientos, ni angustias, ni pensamientos. No le quedaban listas de pendientes.”

El domingo 22 de junio de este año murió a los 64 años. El teatro estuvo cerrado una noche porque el partido de izquierda quería hacer justo allí su homenaje póstumo. En adelante las funciones no han parado, las puertas y hasta las ventanas de su oficina han estado abiertas y la casa que fundó seguirá siendo “Del pueblo y para el pueblo”, como dice Rosa Moreno: “los actores, dueños de Pequeño Teatro, sabrán continuar con su precioso legado”.

Agrega además que “la generosidad de su palabra nos permitió disfrutar de una fuente fecunda de enseñanzas invaluables, compartir la palabra con Rodrigo fue un regalo de la vida, jamás se rebajó a mentir para obtener privilegios, jamás su halago fue interesado ni su crítica aviesa. Amar la palabra es respetarla, ser coherente, vivir para honrarla y eso logró él. El eco de su bella voz nos acompañará hasta la reunión final bajo la sombra del guayacán amarillo”.

Y es que ese, junto con otros pocos, fue su deseo siempre: que sus cenizas fueran enterradas junto a un roble de flores color sol. A propósito, en el Teatro Prado El Águila Descalza, en cuya construcción también participó Saldarriaga, hay unos cuantos fuera que estampan su belleza en el asfalto cuando florecen. Cristina Toro, actriz de esta casa y poeta, me ha hecho el favor de escribir algo al respecto.

“Conocí a Rodrigo Saldarriaga en 1982, cuando realicé una investigación sobre el teatro de Medellín para el Instituto de Integración Cultural. Entonces la profesionalización del teatro era una utopía. Entrevisté a 45 agrupaciones y dos personajes me impactaron de manera especial: Rodrigo Saldarriaga, director de Pequeño Teatro y Carlos Mario Aguirre de El Águila Descalza. Ambos tenían en común su determinación de vivir por, para y del teatro, sueño difícil de fructificar en tierra árida como la de Medellín, donde incluso teatros como el Junín y el Bolívar habían sido demolidos.

Durante las últimas tres décadas ambas instituciones han ocupado un lugar protagónico en la transformación del panorama teatral. Fui colega de Rodrigo desde 1985 cuando me uní para siempre con Carlos Mario Aguirre y El Águila Descalza. A partir de 1994 viví con el Mono durante 16 años. Así pude conocer de cerca al ser humano, al artista, al gestor cultural, al político y al arquitecto. Como decía él en el video de inauguración del teatro Prado del Águila Descalza, en cuyo diseño y construcción participó: “El teatro está escrito en el aire; el único gesto eterno del teatro es la construcción de una sala”. Y esa fue una de sus vocaciones.

Construyó la sede de Pequeño en Villa Hermosa; la de Boston, que después heredó la Fanfarria y luego El Trueque; las dos salas de Pequeño Teatro, y no paró ahí. Con el techo de la sala de Villa Hermosa donado a Gilberto Martínez, se hizo la Casa del Teatro que después heredó la Oficina Central de los Sueños; asesoró la construcción de los teatros de Santa Rosa, Santo Domingo y el Hospital General, entre otros.

Fue dramaturgo, actor, director, escenógrafo, vestuarista, luminotécnico. Como maestro creó una escuela de actores que ha tenido varias generaciones de egresados; como gestor cultural apoyó a centenares de artistas de todas las disciplinas.

El proyecto de entrada libre con aporte voluntario triunfó a pesar de las críticas. Les dijeron mendigos, que desprestigiaban el oficio, Fanny Mickey se rasgó las vestiduras y le atribuía la falta de público en sus giras a Medellín. Años después sigue convocando multitudes.

Un animal político lo habitaba y al final de su vida tomó tal protagonismo que compartió su tiempo con el animal teatral. Dos fieras se alojaron en un solo cuerpo que no resistió tanta intensidad.

Recuerdo sus comentarios sobre el mundo, el arte, el teatro; su irreverencia, su áspero sentido del humor, los gustos comunes frente a la noche, el tango, los viajes (23 países recorrimos), su vocación de cocinero capaz de armar banquetes hasta “con raspado de pared”.

Consciente de su fugacidad, no hizo planes para el futuro, odiaba la idea de jubilarse. Tampoco se cuidó. Se fumó todos los cigarrillos que quiso, se tomó todas las cervezas que pudo, comió a su antojo sin restricciones de ninguna índole. Vivió y murió en su ley, no conoció el agua tibia, solo frío o caliente, odio o amor. Con vehemencia y pasión logró que sus deseos se convirtieran en hechos pensados para la eternidad.”

Fotografías por: Alejandro Pérez, Claudia Osorio y Natalia Villegas

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