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La ira ilustrada

Ángel Castaño Guzmán

Triste el destino del columnista de opinión: dedicar su energía cada semana a dejar al respetable con la boca abierta y, luego de años de hacerlo con mayor o menor acierto, ser olvidado casi de inmediato. ¿Quién lee hoy los larguísimos artículos de LENC o de Calibán? ¿Quién, salvo un roedor de biblioteca o un furibundo militante, leerá en un lustro los de López Michelsen o Valencia Tovar? Nadie. Intérprete de la actualidad, el columnista brilla y muere al ritmo de los acontecimientos. De él se esperan una prosa precisa y clara, la capacidad de dar luces en medio del caos. Ni el poeta ni el cuentista alcanzan en vida la mitad de su prestigio de bisutería. La gente lo saluda en la calle o lo cubre de escarnio en los foros virtuales. Los políticos lo cortejan, las revistas chic lo retratan en manteles. Y, sin embargo, una misiva del gerente o del director agradeciendo los servicios prestados lo aleja de los reflectores, lo convierte en festín de las polillas. Ese es el pago a desvelos y a crisis nerviosas. O, si es iconoclasta y valiente, ni el retiro por la puerta grande consigue. A lo sumo un tiquete de ida al destierro o un balazo en la espalda. Después se le momifica: crean con su nombre premios o cátedras universitarias. Repito: Amargo destino. En la prensa colombiana, no obstante, han hecho carrera notables escritores públicos: Luis Tejada, Jaime Barrera Parra, Armando Solano, Adel López, Lucas Caballero, Jorge Gaitán Durán, Guillermo Cano, Silvia Galvis, Plinio Apuleyo Mendoza, Antonio Caballero. Hay uno cuyos textos, compilados por Mauricio Hoyos, dan cuerpo al estupendo libro El arte de disentir (2014, Coedición de Sílaba y del Fondo editorial de la EAFIT): Alberto Aguirre.

 La línea de apertura de la primera columna incluida en el volumen da una idea del tono periodístico de Aguirre: “Nos estamos convirtiendo en una sociedad de asesinos” (pág. 55). Concluida la lectura de la antología, la imagen de Aguirre adquiere dimensiones admirables: en los decenios de su magisterio intelectual no dudó en introducir el dedo en los agujeros de la rapacería y la brutalidad ni empleó eufemismos para atacar la injusticia intrínseca del capitalismo; léase a manera de ejemplo la diatriba publicada en Cromos con el sugestivo título de Repartir el pan (pág. 101).Conmueve la ira de la nota escrita con motivo de la muerte violenta del médico Héctor Abad Gómez. Una y otra vez recurrió Aguirre a la razón y al discurso argumentado como salvavidas en medio del naufragio ético del país: al plomo antepuso la palabra. Censuró el provincianismo antioqueño y colombiano, origen de los ídolos de barro encumbrados en el discutible parnaso nacional: lanzó tomates a las efigies de Alberto Lleras, Eduardo Carranza, Álvaro Mutis y Andrés Caicedo. El Ministerio de Cultura tampoco salió ileso de la metralla retórica: con tino envidiable lo comparó con un paquidermo en una cristalería. Vale la pena detenerse un instante en este punto. Para Aguirre la cultura siempre se opone al poder, lo fiscaliza, señala a grito herido la desnudez del monarca. El intelectual y el artista, en consecuencia, son disidentes: “La misión del intelectual es desafiar el status quo. Esta es su fe de bautismo” (pág. 247). Abandonar la trinchera en busca del bíblico plato de lentejas, hipotecar la conciencia por un puesto en la embajada o por una beca en el extranjero, equivale a hartarse de algarrobas. Contundente el cierre del artículo Prensa y poder: “Del Poder, ni agua” (pág.201).

 Confeso antiimperialista, Alberto Aguirre defendió al sistema castrista y, según dice en uno de los exordios Héctor Abad F., al chavista. Admiró sin reservas al Che Guevara, de ahí la urticaria que le producía Fernando Savater: el español llamó Rambo tropical al argentino. En el ocaso, cuentan sus conocidos, se hundió en la neblina mental propia de la senectud. Quizá por ello elogió los devaneos líricos de Abad F. La pregunta hecha por Aguirre en la reseña a la obra periodística de Lleras Camargo se puede formular ante la suya ¿por qué la publican? La respuesta la da Carlos Gaviria: en Colombia opinar con solidez e independencia es una tarea de salud pública. Aguirre lo hizo; sus columnas merecen una segunda lectura.

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