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De triunfalismos, muerte y olvido

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Fernando Araújo Vélez 

Hubo por aquel entonces un arquero que solía salvar a su equipo. Su nombre: Óscar Córdoba. Un arquero que con sus atajadas ocultaba los errores de sus compañeros, que siempre terminaba como una de las figuras de la Selección; que ordenaba, mandaba y transmitía seguridad. Sin embargo, de él sólo se comenzó a hablar cuando, dijeron, se equivocó en una salida y Rumania anotó un gol que terminó en tragedia. Hubo por aquel entonces un volante, un 10, que la prensa no tardó en calificar el mejor de la historia, y uno de los más importantes del mundo: Carlos Valderrama. Pedía le pelota aunque tuviera dos orangutanes encima. Distribuía el juego, marcaba los ritmos de los partidos, iba y volvía, y con sus pases, cuchilladas en las defensas rivales,  definía resultados.

Hubo por aquel entonces un delantero al que los periodistas, relojes Cartier de por medio, calificaron el mejor del mundo: Faustino Asprilla. Veloz, hábil, ingenioso, desbarataba, o parecía desbaratar, cualquier dispositivo defensivo que la plantearan. “Con él, tenés la llave de la victoria”, le comentó un día Arrigo Sachi a Francisco Maturana. Hubo por aquel entonces un mediocampista todo terreno que con sus zancadas arrasaba: Fredy Rincón. Y hubo unos laterales que eran vía de desequilibrio y de desborde, Luis Fernando Herrera, Diego Osorio, Gildardo Gómez. Hubo un defensa central al que compararon con Franz Beckembauer: Andrés Escobar, y un todo campista por el que nos rasgábamos las vestiduras: Leonel Álvarez.

Hubo por aquel entonces un técnico al que calificaron en los medios como el mejor de la historia: Francisco Maturana. Fue el hombre que “nos puso a sonar en el mundo”, el hombre que “descubrió la identidad del fútbol colombiano”, el hombre “que educó a un país para las victorias, no para los triunfos morales”. Cuando se rompió porque recibió una amenaza de muerte antes de un partido esencial, contra Estados Unidos, lo acusaron de débil, tal vez porque en este país y en el de entonces, la vida jamás ha valido un centavo. Como decía, cantaba José Alfredo Jiménez, “No vale nada la vida, la vida no vale nada”. Con distintos nombres, pero por las mimas razones, la amenazada de muerte se hizo realidad, y el 2 de julio de 1994, un asesino a sueldo le metió seis tiros a Andrés Escobar.

Pero sobre todo, hubo por aquel entonces un periodismo y un país que no se supieron medir en la victoria, que no discutían la posibilidad de un triunfo, sino los contrincantes con los que la selección se encontraría en una final. Hubo un periodismo y un país que endiosaron a sus jugadores, y que se convencieron de que el título del mundo era una obligación. Un periodismo y un país que masacraban si alguien les llevaba la contraria. Que imponían, así fuera a punta de balazos, su fanatismo.

Hubo por aquel entonces un periodismo y un país que juraron aprender la lección, pero no lo hicieron, porque hoy el técnico de turno, dicen y repiten, es el más importante de la historia, y los jugadores, los mejores del universo, y Colombia va a quedar campeón del mundo. Un periodismo y un país que olvidan, como en aquel entonces con Córdoba, que el arquero hoy, David Ospina, ha salvado las falencias de sus compañeros, que ha sido el más importante del grupo en todos los partidos y ha hecho que los defectos no hayan sido visibles (Tal vez salvar no vende tanto como anotar).

Y en este nuevo maremágnum de insensatez, la gente mata y se mata por una victoria, por un partido de fútbol que no es más que un juego, como en aquellos tiempos.

 

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