El Magazín

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Mañana será otro día*

Foto Néstor

 

Carolina Cárdenas Jiménez

Hace dos semanas Vanesa desapareció. Ninguna de las mujeres que a veces la acompañaban sabe dónde puede estar. Aunque su amigo Mario le dice que no se sienta culpable, René no deja de pensar en la desaparición de Vanesa, así que entra en un estado cabizbajo, tomándose media de aguardiente en las tardes.

René y Mario son artesanos que venden aretes, pulseras, collares y pañoletas en la calle. Dos días después de la desaparición de Vanesa, René empezó a vender cruces, recordando la fe de ella por Cristo. Mario intentó persuadirlo para que no se metiera en un negocio que, según él, lo llevaría a la quiebra. René cree que cada persona que compra una cruz tiene un familiar o un amigo desaparecido. Piensa que contrario a lo esperado las cruces se venden con éxito desde el primer día que las exhibió.

Vanesa se paraba a diario, con excepción del domingo, frente a una cigarrería que ella y sus amigas llamaban La vitrina. Hacía tres años que había llegado a trabajar a ese sector. Desde el primer día, René demostró que le gustaba, que vivía encantado con su voz y su presencia. Así que al finalizar su jornada laboral la invitaba a comer perro caliente en la esquina de la veintidós. Vanesa se mostraba agradecida y le decía apreciar constantemente lo que hacía por ella y considerarlo su mejor amigo, su única familia. Incluso los domingos le pedía que la acompañara a misa. Aunque René no cree en Dios, lo hacía. Tampoco discutía con Vanesa su exagerada fe por la Virgen María y San Simón, el santo de las prostitutas. Feliz por percibir de cerca su aroma y estar junto a ella, se arrodillaba a su lado sin reparar en que esto en otro momento hubiera sido humillante, pensaba que eso de asistir a misa era un acto hipócrita. Mientras ella adoraba y le pedía a la Virgen María, él adoraba y le pedía a su propia “virgencita”: Vanesa.

Los parlantes del negocio Las Delicias tienen el volumen más alto que otros días. Pronto llegará, el día de mi suerte. Sé que antes de mi muerte. Seguro que mi suerte cambiará. René escucha desconsolado aquella canción. Esperando mi suerte quedé yo. Pero mi vida otro rumbo cogió. Sobreviviendo en una realidad de la cual yo no podía ni escapar. Observa el reloj desesperado, son las seis de la tarde y unos minutos. Piensa que Vanesa no llegará porque su cuerpo hace parte de una interminable lista de N.N. que ha sido arrojado a un río, o enterrado en una fosa común. Recuerda que Vanesa se sentía como una huérfana que nadie amaba. Le contó que su madre nunca la había abrazado ni nunca le había dicho cuánto la amaba; sólo le marcó su corazón y su cuerpo con moretones. Tampoco había conocido a su verdadero padre, sólo a un desconocido que se creyó su dueño.

Chepe, uno de sus amigos, llega dando tumbos y con la nariz sangrando. Se ha convertido en un errante de la calle; en un huérfano más de la ciudad, que dice entre pesadillas: puta ciudad.

–Huevón, mire quién apareció.

–Este Chepe un día de estos va a aparecer en la morgue –comenta fastidiado René.

Mario, dejando atrás a René, se acerca a Chepe y lo ayuda a levantarse.

–Vanesa, Va… nesa se fue… yo sé…  dónde está –mira de reojo y se rasca la cabeza desesperadamente–; sí, yo sé… dónde está la Vanesita –finaliza el nombre con una explosión de risas que deja ver sus dientes manchados por el trasegar de los días y las noches.

A lo lejos, René alcanza a escuchar lo que él llamaría una confesión.

–Este es mucho… ¿qué pasó con Vanesa?, ah, loco hijueputa.

Mario lo único que ve en ese momento es a René encima de Chepe golpeándolo. El pobre Chepe, como le dice Mario, está desconcertado sin entender de qué lo inculpan.

–Huevón, ¿se volvió loco? ¿No ve que el parcero[1] está tostado[2]?, no sabe ni siquiera quién es.

Mario empuja a un lado a René para que no siga maltratando a Chepe.

–Este hijo de… sabe algo. Estoy seguro de que sabe algo.

–Qué va a saber este man. ¿No ve que le falta un tornillo? Está completamente tostado.

–Tal vez… es cierto, él no debe saber nada. Pero esos policías hace dos días que no aparecen. Esos tipos, esos tipos…

–Esos tombos[3] qué van a saber.

–¿Con quién está, con ellos o conmigo?

–Eso no se pregunta hermanito… lo que pasa es que para usted hasta un perro es sospechoso.

René le recuerda que Rodríguez y Camacho hacen ronda en ese sector en la mañana y en la tarde, y que desde que llegaron demostraron que sus reglas eran implacables y el abuso era la de oro, que cualquier situación debía pasar bajo su mando; que Vanesa había sido más de una vez hostigada por ellos estando sola, por ejemplo Camacho deslizaba su mano por el culo de la mujer, o en otros momentos entre forcejeos lograba tocarle los senos.

Vanesa no comentaba el acoso al que era sometida, sin embargo, una tarde René escuchó las obscenidades que le decían Rodríguez y Camacho. Así que les gritó que eran unos tombos hijueputas que abusaban de su poder, que se metieran con él, si eran tan hombres. Ambos, de un momento a otro, se arrojaron sobre su cuerpo. René recibió un puñetazo en el estómago y, seguido a este, varios en la cara y puntapiés en las piernas que no supo cómo esquivar. Entró en un trance que no le permitió distinguir quién de ellos lo golpeó con un objeto pesado que le rompió la cabeza. Apenas los pudo ver con un ojo cuando se marcharon. La sangre resbalaba por sus mejillas, parecía que hubiese llovido sangre sobre la ciudad.

–Esto es para que aprenda a no meterse con nosotros, cabrón –les escuchó decir a lo lejos.

Desde ese momento los policías les declararon la guerra a René y a sus amigos. Les quitaban la mercancía porque sí y porque no, con la excusa de que la calle es un lugar prohibido o que ellos se dedicaban a vender artículos ilegales. Llegaron al descaro de inventar excusas absurdas: que sus artesanías producían alergia; que se había prohibido por mandato del comandante de la policía, no dejar vender a aquellos que tenían el cabello largo, alborotado, pantalón entubado y llevaban tenis. Mario era el único que se divertía ante esas razones.

Desde el momento en que a René se le ocurrió la brillante idea de vender cruces, Rodríguez y Camacho, por una extraña razón que ni siquiera ellos mismos comprendían, le empezaron a comprar una gran cantidad de cruces grandes, pequeñas, góticas, de cobre, de madera, de plata y clásicas, de esas que son rectas y no tienen ninguna forma o figura. La pareja de policías se preguntaba por qué no se las quitaban. Intentaron varias veces robárselas. Cuando lo iban a hacer una sensación inexplicable no se los permitía, así que se resignaron a comprárselas. A pesar del odio que le tienen a René se convirtieron en sus mejores clientes. Incluso otros policías y militares vienen recomendados por Camacho y Rodríguez a comprarlas. Desde ese momento, René pensó que las compraban los que tenían más pecados, los que tenían desaparecidos.

René sospecha hasta de Mario. Analiza cada una de sus palabras y sus acciones.

–Está bien, llevémonos al loco del Chepe para el cuarto. Se ve muy grave.

–Eso, huevón, va pa’esa. No es bueno desconfiar de los parceros.[4]

La oscuridad del cuarto no les permite verse a los ojos. No transitan allí corrientes de aire. Mario intenta curar con un trapo y agua a Chepe; René calla y se resguarda en su repetitivo pensamiento. Intenta dormir, pero los quejidos de Chepe no se lo permiten. Además, no soporta que nombre desde sus sueños a Vanesa. Por el pensamiento de René pasa golpearlo, callarlo, así que le arroja uno de sus tenis; Chepe se cubre la cabeza con la almohada mugrienta y sigue entre sueños pronunciando el nombre de Vanesa. Para René la noche se convierte en una escena de Alfred Hitchcock; en una noche en blanco, de mirada hacia el techo, de incansables vueltas sobre la cama, de sombras pasando por las paredes.

El sol se desliza al igual que un animal hambriento sobre sus cabezas. René ve las cruces derritiéndose sobre la tela negra. Sentado en el suelo, Chepe murmura palabras que se escapan por el aire, mientras se balancea con movimientos rápidos. René se ríe, por primera vez en muchos días, al pensar que Mario parece un cangrejo tostado.

–La tomba, la tomba… muchos cabrones, otra vez vienen a jodernos…

–¿Qué?  ¿Dónde? –del rostro de René se desdibuja la sonrisa.

–Píllelos[5], ¡levante pronto esas cruces!

Los han rodeado tan rápido que René no alcanza a levantarlas. Las cruces siguen derritiéndose invisibles sobre la tela aterciopelada. A varios de los vendedores y artesanos en el intento de escapar les han quitado su mercancía y los han hecho subir a un camión. René no comprende cómo es posible que mientras a los demás les han quitado la mercancía a él ni lo miran. Piensa que si Vanesa estuviera allí, creería que gracias a la divinidad de las cruces fue salvado.

Mario, desde la esquina de la veintidós, le grita que si se volvió loco, que si es un maldito kamikaze. René lo observa en cámara lenta sin reconocerlo; se siente invencible. De pronto, Camacho se le acerca con una sonrisa lujuriosa y le pregunta adónde puede encontrar a la mamacita de la Vanesa, la que se lo da a todos. Sin soportar esas palabras, tumba de un empujón al policía.

–Cerdo, ¿qué le hizo a Vanesa, ¡ah!?

Rodríguez, junto a otros dos policías, jala a René del cabello y de los brazos. Mario grita a lo lejos “tombos hijueputas, no le peguen”. Sin saber cómo, René, lo ve correr hacia donde se encuentra y cómo otros dos policías que llegan de otra esquina lo detienen y lo arrastran. No lo ve más, apenas escucha sus gritos que se pierden entre los ruidos de las bocinas y los motores. Sabe que está solo, solo como nunca lo ha estado en el mundo.

Estando en el suelo es pateado en el culo varias veces. Piensa que lo golpean allí porque buscan hacerle daño sin dejar ninguna marca visible. Entre la confusión de piernas, ve la silueta cabizbaja de Chepe y siente que una patada alcanza su cabeza. La sangre resbala por un costado de su rostro, una gota nubla su visión, así que cierra los ojos para soportar igual que Jesucristo en medio de la crucifixión. De pronto, siente que es levantado y arrastrado. Mueve los párpados. Por el único ojo que ve, observa a Chepe jugando con una cadena de plata que, días atrás, él le había regalado a su Vanesita, a su pedacito de vida como la nombra en sus noches de mirada al techo, de noche en blanco y de grito eterno. No entiendo nada, nada, es lo que se dice a sí mismo. Le grita, endureciendo el cuello, a Chepe: hijo de puta, ya nos veremos las caras y… Chepe ni se inmuta, parece que a sus palabras las hubiese deshecho las corrientes del viento. René es arrojado al interior de un camión. Se siente semejante a una res que será llevada al matadero. Allí se encuentra de frente a Mario, golpeado y como siempre: sonriente.

Después de más de media hora de viaje, Mario se anima a hablar:

–Si ve huevón, por alzado[6] y loco…

–Marica, no me diga nada. Lo peor es que quién sabe dónde está Vanesa… ese Chepe debe saber algo. No hay duda que ese…

–¿Qué dice? ¿Otra vez con esa chimbada[7]? ¿No ve que ese mansito está tostado?

–Sabe, estoy tan mamado[8] de todo esto y me duele tanto la cabeza que no quiero pelear con usted.

–Párela… Ya es suficiente con que esos tombos de puta tiraran a matarnos. Ahora quién sabe qué nos espera en la cana[9]. Yo le propongo a lo bien, cojamos amanecido al loco ese y lo hacemos cantar, pero a lo bien.

–…

–No tendrá uno de estos locos un porro o aunque sea una pata para pasar tanto dolor en el cuerpo y… –señala su corazón.

–Usted sólo se la pasa pensando en Ganya[10].

–Huevón, qué quiere que haga después de esa zurra que nos dieron.

Uno de los comerciantes les alcanza un porro[11] encendido.

–Mire compañero, tiene razón, no queda sino hacerse el ambiente.

–Si ve, este man es calidad. Este loquito sabe lo que nos espera: una noche de perros. Gracias parcero.

Mario aspira tres largas bocanadas. Luego, por inercia, sin detenerse en su presencia, se lo pasa a René quien ha dejado caer su cuerpo completamente sobre el piso. Aspira desesperadamente una y otra vez. Parece que quisiera olvidar esa noche.

–Póngale rodachos[12], huevón.

–…

La frenada en seco del camión les indica que han llegado. Un portazo se escucha. Camacho junto a otros dos policías abren la puerta.

–Bajen a ver, nenitas, que aquí sí les espera lo bueno.

De uno de los camiones sale una canción inesperada. Parece que han puesto el disco para burlarse de ellos. Te hablo desde la prisión. Wilson Manyoma. Borgona. Y dice. En el mundo en el que yo vivo hay cuatro esquinas pero entre esquina y esquina siempre habrá lo mismo. Para mí no existe el cielo ni luna ni estrellas, para mí no alumbra el sol, pa’ mí todo es tinieblas. Ah, ah, ah, ah qué negro es mi destino.

Camacho y Rodríguez  los empujan hacia un cuarto grande y húmedo en el que hay otros hombres encarcelados. Un joven se acerca a René y lo mira como si lo conociera. René lo arrincona contra la reja y acerca su rostro al oído del desconocido.

– ¿Qué? ¿Me le parecí a su madre?

El joven se aleja sin pronunciar una sola palabra. Mario se acerca a René y lo mira con ojos de padre.

–Tranquilo, hermano, ya empezó con su mala vibra[13]. El man nada le iba a hacer.

Camacho, acompañado de otros dos policías, se acerca a la reja con una manguera ancha.

–Esto es para que no nos olviden, mariquitas.

Todos corren hacia el fondo, intentando resguardarse de una lluvia fría. Detrás de las rejas se escuchan gritos:

– ¡Cabrones!

– ¡Malditos cerdos!

–Esto no es legal.

– ¡Muchos hijueputas!

El frío es una presencia que los cubre. Algunos tiritan. René, recostado sobre una pared, observa cómo el joven acurrucado en una esquina intenta con sus manos calentarse con una fogata imaginaria. Está empapado, parece un vagabundo. Él y Mario tampoco han escapado a las epidemias del vagabundo, del perro sucio y hambriento, inventadas por ellos. René piensa que sólo les falta aullar. Cansado ha dejado caer su cuerpo sobre el suelo mojado. No resiste el dolor de cabeza, de culo y de los costados; no resiste el desasosiego en el alma, de tanta espera sin sentido, de un interrogante sin respuesta. Siente furia e impotencia. Una lágrima larga ha caído sobre su mano derecha. Esconde su rostro entre sus piernas, entre sus pesadillas. Escucha los pasos largos de Mario.

–Todo bien, huevón, que de esta salimos. Aquí le traje un cigarrillo pa que se relaje.

René lucha contra el nudo en la garganta que no le permite articular palabra alguna. Respira con dificultad.

–Gracias… hermanito… lo necesitaba.

–La tomba es un peligro, te quiere tragar.

Piensa René que a lo lejos las risas de los policías parecen de hienas tras un gran festín, satisfechas, dejando a un lado los restos de la presa.

–Esos hijos de puta aún se burlan de nosotros.

–Todo bien, mañana, qué digo, en unas horas, seremos otra vez unos lobos errantes. Más bien fúmese ese cigarrillito, relajado[14]. Nada ha pasado, mañana será otro día.

–Ese mansito quién será.

– ¿Quién?

–Al que casi golpeo.

–Ni idea.

–A mí sí se me hace esa cara conocida. Me parece haberlo visto.

–Mmm…

De pronto el silencio se hace palabra. René se detiene en la presencia del joven. Mario en la única ventana que está a dos metros de altura, por la que se ve una pequeña parte del cielo, de la madrugada que parece estar herida. El joven se cubre la cabeza con la capota y se sumerge en su mundo.

René recuerda el rostro de angustia de Vanesa, diciéndole que era una huérfana. Cerca se escucha el primer canto de los copetones. A través de la ventana una mañana limpia los saluda.

–Huevón, ya casi nos abrimos de este hueco.

–… ¿Qué?

–Que amaneció.

Se escucha el sonido de una llave, un portazo y vuelven las risas de lo que René llama las carcajadas de las hienas. Escuchan la voz de Camacho.

–Que no se diga que nos los tratamos igualito a unas reinitas. A desembarcar, ratas.

En ese momento René, iluminado por lo vivido, recuerda dónde había visto al joven.

– ¡Ese cabrón era un cliente de Vanesa!

– ¿Qué? … ya nos podemos largar de este hueco, hombre.

René sin escuchar las palabras de su amigo se va dando saltos hasta llegar frente al joven.

– ¿Qué sabe de Vanesa? ¿La ha visto? ¿Adónde está?

–Yo… yo sólo sé que ella hablaba sobre usted. Varias veces me dijo que usted era su mejor amigo. Yo… también quería preguntarle por ella.

–No le creo cabrón, no sé por qué no le creo. ¡Hable a ver!

–No me vaya a hacer nada… Yo sólo me acostaba con ella.

El joven se cubre la cabeza. El policía le grita a René que se abra, que no quiere ver más su apestosa cara. Mario entre zancadas llega a su lado y le dice que si se volvió loco, que si se le tostó la cabeza. Lo saca a empujones del húmedo cuarto.

–Usted le quiere reventar la jeta[15] a todo el mundo. Este man sólo era un cliente, parcero, un cli-en-te de Vanesa. Lo veo grave, se le corrió la teja[16], loco.

Al pasar por la oficina de la estación, ve colgadas las cruces que les vendió a los policías sobre un tablero negro. Ve que se mueven de un lado a otro, que se desvanecen ante sus ojos.

–Hermano, ¿sí vio las cruces? Estaban colgadas… se movían de un lado para otro.

– ¿Qué cruces? Definitivamente usted está chitiado[17].

– ¡Las cruces! ¿No las vio?

–Usted está re-rayado[18]. Trate de relajarse porque o si no, a lo bien, hermanito, se va a enloquecer.

–Las cruces, las cruces… Yo no puedo estar tan… mal.

–Todo bien.

–Las cruces estaban colgadas, parecía un cementerio…

Al llegar frente a la pensión, ven el cuerpo desparramado de Chepe sobre el andén. Parece estar desmayado, ausente del mundo. Mario se acerca al cuerpo inanimado.

–Este mansito está golpeado, como por variar. Algún cabrón de puta mierda tiró a matarlo. Ayúdeme, huevón. Este parcero necesita descansar.

Entre sus delirios, Chepe dice que ha visto a la bella y triste Vanesa. René grita que lo despierten, que lo interroguen. Mario le dice que si se volvió loco, que el mansito está a punto de estirar la pata y él pensando en un fantasma. Lo llevan con dificultad hasta la pieza. Chepe dice entre sus delirios que la vio llegar a la media noche, cansada y con cara de muñeca desconsolada. René grita y golpea la puerta, si ve este cabrón la vio, es el único que sabe dónde está. Mario fastidiado le grita: ábrase loco, me tiene harto con tanta acusación. Chepe mueve los párpados y con dificultad abre los ojos y busca los de René y murmura: debe estar la Vanesita… en su pieza descansando. Sin lograr articular una palabra más se hunde de nuevo en un sueño de delirio y dolor. René, sin dar explicación alguna, sale a correr. Al bajar el último escalón se estrella con una señora gorda que cuelga la ropa en el patio. Al salir de la pensión, sale de nuevo a correr hacia  donde vive Vanesa. Luego de cinco o siete cuadras ve la figura de alguien conocido. No está seguro si es Vanesa. Se acerca despacio hacia la mujer. Al reconocerla se detiene y espera su llegada. Su mirada es la de alguien que ha encontrado una respuesta, la de ella es la de una muñeca desolada, como diría Chepe.

 

*Este cuento es del año 2011.

Foto: Néstor Andrés Peña.


[1] Todas las palabras a continuación hacen referencia a la jerga callejera colombiana: amigo.

[2] Dícese de aquella persona que hace cosas fuera de lo común, irracional.

[3] Policías.

[4] Amigos.

[5] Véalos.

[6] Buscapleitos o problemático.

[7] Desafortunada e incómoda.

[8] Estar cansado.

[9] Cárcel.

[10] Cannabis o marihuana.

[11] Cigarrillo de marihuana.

[12] La palabra se reemplaza por la expresión “no se demore”.

[13] Mala energía.

[14] Tranquilo.

[15] Cara.

[16] Se volvió loco.

[17] Mal. Está totalmente loco.

[18] Loco.

 

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