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Para conseguir los votos de Roma

ciceron 

José Daniel Fonseca

La historia –en sentido amplio, no académico y casi literario- es una narrativa que no tiene tiempo: permite acceder a libros, relatos o sucesos que, en ocasiones, se escapan de su época; que trascienden el reloj y viajan en los espejos de los años para decirnos algo más allá de lo escrito y de lo vivido.

Hace más de dos milenios –hacia el año 64 a.C.- Quinto Cicerón escribió sus consejos a Marco Tulio, su hermano, acerca de la campaña electoral que se avecinaba para ser elegido como Cónsul en Roma. Marco –orador, pretor, jurisconsulto- tenía un gran bagaje en la función pública, y su sabiduría aplicada al arte de la retórica lo hacía un contendor difícil de derrotar. Parecía que, sin lugar a duda, alcanzaría una de las mayores dignidades en Roma.

No obstante, en este documento epistolar, Quinto, culto y bien educado, le recuerda a Marco Tulio que siempre es importante hacer un repaso sobre los planes para garantizar la victoria. En Brevario de campaña electoral[1] –publicado por la editorial Acantilado- se evidencia la actualidad que un texto antiquísimo puede adquirir al ser leído mucho tiempo después; tanto para despertar la curiosidad de un lector extraviado, como para descubrir las similitudes del actuar de los sujetos que ejercen el ámbito práctico de la política, ya sea en la Roma a. C. o en la vigente campaña electoral para la presidencia. Si bien el texto posee varios ejemplos, tomaré dos que son fácilmente reconocibles en el presente, como reflejo de un pasado semejante.

En primer lugar, en la campaña romana era necesario garantizarse el apoyo institucional. Aquí llama la atención como Quinto describe que Marco debe “rodear de atenciones a los senadores, a los caballeros romanos y a cuantos hombres emprendedores e influyentes haya en todos los demás estamentos”. Es decir, hacerse con el favor de quienes ostentan el poder, para, evidentemente, garantizárselo recíprocamente en el futuro. Esto no dista de las cofradías en que se han convertido la rama judicial colombiana o el Congreso de la República, en su relación con organismos de control, nuevos aspirantes, contratistas, paramilitares o guerrilleros.

Por otra parte, Quinto recuerda a su hermano los errores personales que sus adversarios han cometido y que, en efecto, desacreditan su dignidad y su capacidad para conseguir séquito. En este rubro, manifiesta que el hecho de que Antonio y Catilina también aspirantes a Cónsul, hayan sido nobles, no quiere decir que se vayan a ocultar sus fechorías, que van desde el saqueo hasta el asesinato injustificado. Así las cosas –guardadas las proporciones-, los argumentos en el debate no importaban; Cicerón sugiere el uso de una falacia argumental –ad hominem- en la que se destruye al opositor personalmente y no se controvierten sus ideas. Nada distinto a los paupérrimos ejercicios discursivos de Álvaro Uribe.

Es difícil creer que la carta de Quinto pueda sugerir, de manera tan fidedigna, acontecimientos que ahora nos ocupan y que debemos tomar como importantes. La lectura de este ‘Brevario’ desenmascara las incongruencias con las que se ejecuta el debate político, jurídico y social en Colombia. Encontrarse de frente con el pasado y estrellarse con sus fauces, amerita una reconstrucción de las percepciones y actuaciones en el presente.

Lástima que Quinto nunca escribió a Marco qué hacer como Cónsul. La historia –en sentido amplio, no académico y casi literario- nunca nos la pone fácil.

[1] Durante muchos años se ha dudado de la autenticidad de esta carta. No obstante, considero que su contenido está más allá del autor; al igual que la obra tiene que deslindarse de su creador.

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