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El Viajero y las Hojas

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Juan Fernando Aguilar Cárdenas

Solté mi bastón, al caer sobre las hojas secas hizo un ruido sordo. Pensé: “Esto fue lo último que escuchó el bosque, el bastón de mi hermano al caer, antes de que su cuerpo se desplomara también sobre la tierra y las hojas”. Pero aquel pensamiento lo consideré baladí, la muerte de mi hermano ocurrió cuando las hojas verdes cubrían las ramas, hacía ya varios meses, esas hojas secas esparcidas por el suelo eran otro bosque, él no había perecido allí. Tal reflexión me causó desasosiego.

Realmente no pude explicarle a quienes me preguntaban, qué era lo que me hacía viajar hasta ese bosque oscuro. Supuse que quería seguir sus pasos, hospedarme dónde él se había hospedado, hablar con quienes hablaron con él, buscar sus huellas en la tierra húmeda por el rocío. Pero la verdad es que ni yo mismo tenía una respuesta. Mi hermano había muerto, eso era lo único que sabía, que unos cazadores lo encontraron al pie de un árbol con una soga al cuello, cuando las hojas eran verdes. Tampoco conocía el objetivo de mi búsqueda, pero miraba con mucha atención al suelo, al cielo, a los árboles, los insectos, me convencí de que efectivamente buscaba algo.

Hacía varios meses que estaba por la región, partí un mes después de su funeral. Encontrar su ruta de viaje no revistió una dificultad insondable, pues aquel lugar montañoso disponía de pocos caminos, bastaba con preguntar en alguna posada, pues eran pocos los viajeros. Algunos encargados se mostraban reticentes a dar información, pero la mayoría cedían cuando les decía que yo era el hermano del que había muerto. Su supuesto suicidio había sido noticia, por esas montañas la gente sólo moría de vieja. A veces acertaba con algún lugar donde había pasado una o dos noches, el sueño me vencía mientras miraba al techo, y pensaba “¿Esto habrás visto?”. Pero lo que veía eran vigas apolilladas, era incapaz de ver su significado.

Mientras pasaba las noches en busca de su rastro, trataba de reencontrar el significado, lo que una persona ve en el techo, antes de que el sueño lo derrote. Hacía muchos años, en la casa de mis padres, mi hermano me contaba lo que veía, no sólo antes de dormir, sino en el sol, la tarde, las hojas. Hablaba de pequeños universos que pueden verse cuando la mano húmeda se pone a la luz, o de los caminos en la tierra formados por hojas. Nunca tuve la habilidad para ver nada parecido, pero cuando lo escuchaba hablar, sentía que el mundo era más amplio. Cuando abandonó el hogar, perdí poco a poco la escasa visión que había obtenido, las vigas para mí eran sólo eso, de vez en cuando veía alguna polilla revolotear cerca de ella.

Cada mañana reemprendía el camino, miraba las montañas lejanas desaparecer entre las nubes grises, el rocío caía sagradamente todas las mañanas y solía continuar toda la tarde. A medida que avanzaba apoyando el bastón sobre la tierra mojada, las montañas parecían hacerse cada vez más y más lejanas. Creí que esto le había fascinado, un camino infinito, con un destino que solía alejarse a cada paso. Para mí, no era nada más que la neblina que creaba formas y ocultaba otras, aun así continúe, mientras que poco a poco crecía un discreto placer en mi interior, disfrutaba las gotas de rocío que entorpecían mi marcha y nublaban mi vista.

El sol aparecía algunas veces, y me daba cuenta de que las montañas no eran grises, sino inmensamente verdes, como un musgo gigante. Los caminos eran más transitados en esos días soleados, y podía finalmente ver rostros plenamente, sin la capucha que protegía al portador de la lluvia. Yo también descubría mi rostro, y después de saludar y de ofrecer algún cigarrillo, preguntaba por el hombre que se había matado hacía unos meses. Me daban nuevas indicaciones, debía atravesar más montañas, y me desanimaba, pues a pesar de seguir una línea relativamente recta, tenía la sensación de andar en círculos. Por la misma razón, decidí trabajar en algún lugar cercano, no necesitaba el dinero, pero necesitaba descansar, perder de vista el camino.

Recuerdo que trabajé en distintos oficios a medida que continuaba, me alejaba del camino por algunos días, y regresaba a él hasta encontrar un nuevo oficio. El primero que desempeñé, fue el de agricultor, una familia necesitaba un ayudante en los cultivos, así que les ayudé. Aprendí rápido, y pronto podía entender la tierra, me daban hospedaje, y trataba de ver como mi hermano, hacía ese ejercicio siempre antes de dormir. Fallaba, pero lo seguía intentando.

Trabajé también como guardián, cuidando una bodega al lado del camino. Mientras trabajé allí no dormía de noche, encendía un cigarrillo y veía las montañas lejanas a través del humo, las montañas eran negras, sin apenas una luz que las delatara, pero estaba tan acostumbrado a verlas desde lejos, que las podía encontrar en medio de la penumbra. Dormía de día, por lo que el rocío no me tocó. Cuidé enfermos también, y me sorprendía lo que una persona imaginaba a las puertas, no del sueño, sino de la muerte. Hablaban de irse volando a través de la ventana cuando llegara el momento. “¿Esto pensaste tú?”, preguntaba mirando hacia el techo.

Cuando cuidé enfermos, también pasaba noches en vela, pues estos se dormían, ninguno murió mientras estuve allí en ese pequeño puesto médico, mi única compañía eran los grillos, las polillas, y algunas hormigas que transportaban insectos muertos sobre el alfeizar de la ventana, parecía una procesión funeraria, unos cantaban, y otros emprendían la marcha cargando el cadáver. De vez en cuando alguno de los enfermos se despertaba, y me descubría poniendo esmerada atención a mis diminutos compañeros de vigilia. El enfermo sonreía y volvía a dormir, yo retomaba mi observación.

El camino no me presentó más lugares en los cuales trabajar, por lo que mi marcha continúo hasta las montañas más distantes, pero ya no encontraba posadas, apenas encontraba transeúntes. Más de una vez dormí en el suelo, al cobijo de un árbol. Aquellos días de marcha a la intemperie no paró de llover, la visión de mi destino era todavía más nublada, y caí varias veces sobre el barro. No me sentía deprimido, pero si exhausto, aprovechaba los árboles para comer y racionar las provisiones que me quedaban, también limpiaba el barro de mis botas y el de mi bastón, que cada vez se enterraba más en el camino, como una aguja sobre un mueble.

No me di cuenta, pero había llegado a mi destino, al fondo se extendían más montañas, pero había llegado a la precisa, la que me habían indicado muchas veces durante todos esos días de camino. La tierra estaba seca, y los árboles amarilleaban bajo el sol de la tarde. Vi un pequeño grupo de viviendas, en el que había una posada. Pagué la estadía y dormí por fin sobre una cama. La mañana siguiente, no llovió, el rocío no cubría las verdes montañas, ni mojaba el camino, la encargada del lugar me ofreció café, y un cigarrillo, y sin que yo le preguntase nada, me dijo que hacía unos meses, cuando todavía era primavera, habían encontrado a alguien muerto en el bosque, ese hombre se había hospedado allí, y dejó todas sus cosas antes de atravesar la montaña.

La mujer encendió un cigarrillo también, y dijo que el hombre había dicho que no tardaría, llevó en su maletín, una soga, un cuchillo, y algunos bocadillos, también llevó su bastón en la otra mano. Había sido la última persona de otra región que se había hospedado allí. No dije nada, la mujer terminó de fumar su cigarrillo, y después de apagar la colilla con un pisotón, dijo “Hace mucho no llueve por aquí, la ubicación de este paraje parece evadir la lluvia, suena extraño, pero así es”. Dio unos pasos hacia afuera, y añadió “El día de su muerte había llovido mucho”.

Al dejar caer el bastón sobre las hojas secas, creí que aquello era inútil, que mi viaje había sido un fracaso. ¿Qué hacía allí? Tan lejos de todo lo que había conocido, de las comodidades en la ciudad. Los árboles me recibían con muerte, eso pensaba mientras me encontraba desplomado en el suelo mirando hacia arriba, las hojas continuaban cayendo. Desperté horas más tarde, vi el sol vespertino sobre mí, vi también la muerte, y quise que esta me abrazara con tranquilidad. ¿Esto había visto él? Pero no lo comprendía, él murió en medio de la vida, de la lluvia y de lo verde.

Me levanté y me dirigí hacia un borde del bosque, al fondo había un precipicio, no muy profundo, pero si lo suficiente para matar a un hombre, me puse de espaldas, mirando de frente al bosque. Y mientras las hojas secas caían sobre mí como una lluvia, pensé en lanzarme montaña abajo, di un último vistazo al cielo, y en él vi todas las cosas de este mundo, lo bello, y también lo taciturno. Desistí de lanzarme, creí que podía soportar el conocimiento que había adquirido allí, en ese claro vespertino, y después de meditar largamente sobre las cosas que había visto, reemprendí mi camino hacia ninguna parte.

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