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El pecado de los medios (Pena Máxima III)*

 

Fernando Araújo Vélez

«¡Muuuuyyyyy bueeenas taaaarrrrdes! A  partir de este momento, ‘La Voz’, el más grande… iEdgaaar Pereaaa Ariaas!”  En seguida se escucha un jingle que dice: “Tu papáaa llevará a todos los rincones de mi querida patria, Colombia, las acciones de este dramático partido entre las selecciones de Argentina… “, suena otro jingle: “iUuuuh… uuuuh!”. Y un coro: “iArgentina se murióooo… se murióooo,  Argentina se murióooo”… “y Colombiaaaaa”. Suena orto jingle que dice: “iAaayyy… quéee ooorgulloooso me siento de ser un buceen colombiano “. La voz del locutor continúa diciendo:

“Así es, damas y caballeros… Les voy a narrar los 90 minutos más dramáticos y emocionantes de la historia del fútbol suramericano. Un partido no apto para cardíacos. Si usted sufre del corazón, no oiga este partido, porque hoy los once varones, los once machos colombianos le van a demostrar a  estos mequetrefes habladores de paja, bailadores de tango y milongas, que la cumbia es un mejor ritmo y que del toque-toque y dale-y-dale nosotros sí sabemos. Hoy le vamos a tapar la tremenda bocaza a ese hablador que se llama Maradona, y también le vamos a demostrar al mundo cómo es que se juega al fútbol. Ese fútbol de calidad que sólo sabe jugar el equipo de mi tierra. Damas y caballeros, prepárense, porque a partir de este momento les vamos a dar a estos churrasqueros iduro y en la cabeza!

“Nosotros no comemos cuento con esas figuras infladas de Goycochea, Ruggieri, Simeone,  Batistuta. Nosotros, con Rincón, Asprilla, el Tren Valencia y el Pibe Valderrama, tenemos el fútbol suficiente para darles una lección a estos petulantes que creen que después de Dios no vienen los santos ni los ángeles sino ellos. Pero hoy les vamos a demostrar, iaquí, en su propio patio!, que Colombia tiene la mejor selección de fútbol del mundo. Así es, damas y caballeros. Bienvenidos al espectáculo de su majestad… iel gol!”

No hace falta señalar que esa fue la introducción que realizó el señor Edgar Perea para su transmisión del partido entre Colombia y Argentina el 5 de septiembre de 1993. No hace falta tampoco anotar que para cualquier exaltado esas palabras eran una invitación a la violencia. Para el público colombiano, la forma más directa de engañarse. Veinte días antes, frases similares de Perea y otros locutores habían incitado a algunos hinchas embriagados a agredir a la Selección Argentina en el aeropuerto de Barranquilla. Aquel día, Colombia había ganado 2-1, y el clima en el estadio Metropolitano y en el país había sido de fiesta.

Aún así, la animadversión hacia los argentinos, provocada por años y años de frases envenenadas, llevó a la agresión. ¿Y qué tal que los argentinos hubieran ganado ese juego por un tanto de dudosa legitimidad? ¿Qué hubiera ocurrido con los jugadores y el árbitro de ese partido? Pero no, la cuestión finalizó con victoria colombiana, igual que en Buenos Aires el 5 de septiembre. El día del 5-0, en la transmisión del encuentro entre argentinos y colombianos, el relator (así se les dice en el Sur a los locutores), Víctor Hugo Morales decía:

“Hemos llegado al momento culminante de esta Eliminatoria. El escenario es perfecto y el ánimo de la tribuna está encendido desde temprano. Pase lo que pase en el campo, ojalá no tengamos que lamentar algún incidente. Esa debe ser nuestra prioridad. Colombia llega con todo. Con un fútbol que ha recibido los mejores elogios del continente y con futbolistas en el mejor momento de sus vidas. Argentina aspira, y con ella todos nosotros, a un triunfo convincente que nos devuelva la fe. Con la fuerza y la inventiva que han construido nuestra historia futbolística. Desde los tiempos de Stábile, de Boyé, de Moreno, Sastre, Arico, D ‘Stéfano, Sívori, Labruna, Carrizo y Onega, hasta los de Bochini, Kempes, Pasarella, Ardiles y Maradona. Basile y sus muchachos tienen un compromiso con la historia, más allá de todas las desavenencias que se hayan presentado en el camino”.

En las tribunas del Monumental, unas letras luminosas que se apagaban y encendían transmitían el mensaje de esa tarde: «El fútbol es una pasión. No una confrontación bélica». Las palabras de Morales y el letrero del estadio mostraron desde el comienzo cuál era el lema de los argentinos para el crucial compromiso. Ese día, los principales diarios bonaerenses resaltaron la actuación del cuadro colombiano durante los partidos anteriores y elogiaron a algunos de sus principales jugadores.

A Carlos Alberto Valderrama, por citar uno nada más, Clarín le dedicó una página y lo comparó con Adolfo Pedernera, una de las glorias históricas del fútbol rioplatense. Después del 5-0, la tribuna, con Diego Maradona incluido, aplaudió a Colombia. En realidad fue un homenaje. Una forma de decir: “Gracias, este es el fútbol que nosotros los argentinos queremos ver en nuestra Selección”. Aquella ovación, una demostración de nobleza, fue interpretada de otra manera por Edgar Perea, quien afirmó: “El parlanchín Maradona, venido a menos futbolísticamente, sólo pudo agachar la cabeza después del fabuloso marcador de cinco goles por cero con que el equipo clasificó”. El mismo concepto,  pero con otras palabras, fue repetido por gran parte del periodismo colombiano.

El lunes 6, en el aeropuerto de Ezeiza, dos reporteros de Telecaribe prendieron la madrugada bonaerense con sus actitudes y sus frases : “Pobres argentinos. Creyeron que por jugar aquí y por habernos enseñado algo de fútbol nos ganarían. Así los queríamos  ver, como ustedes están en este momento. Tristes, aburridos, humillados. Así los queríamos ver hace mucho tiempo. ¿Y ahora qué? ¿No quieren otro partídito?” A los dos periodistas no les importaban ni la hora -cerca de las cuatro en la mañana- ni las víctimas de sus provocaciones. En un momento sacaron micrófonos y entrevistaron a la gente, en el mismo tono y conla misma intención.

De pronto, una mujer que atendía cuestiones de pasajes y pasaportes se desesperó y les dijo: “Ustedes se parecen a esos envidiosos que de repente se encuentran con un tesoro. Y lo restriegan y lo restriegan en vez de disfrutarlo. Yo les pregunto: ¿acaso con el 5-0 de ayer nos borraron la historia, los dos títulos mundiales y todo lo demás que prefiero no mencionar? ¿Por qué no lo disfrutan y lo celebran como deberían? Parece que jamás hubieran ganado un juego. En la vida hay que aprender a perder, como nos tocó a nosotros ayer, pero también a ganar. Es igual de difícil, pero también igual de gratificante”.

Los colombianos la escucharon hasta el final. Casi sin entender. Después, simplemente, comentaron que aquella mujer era una amargada, una resentida. Y se rieron. La prensa, los medios de comunicación, los periodistas, han sido casi tan protagonistas como los futbolistas, los técnicos y los dirigentes. Ellos -seamos justos, el 90% de ellos- han dicho y escrito lo que han querido, sin medir las consecuencias, pasando por encima de la objetividad. Quizá jamás han deseado el fracaso, pero han colaborado para que éste se produzca. Más, incluso, y en algunos casos sin saberlo, que los equipos que alguna vez derrotaron a un cuadro colombiano.

“Un país grande, futbolística e históricamente, tiene una prensa grande”, le dijo Francisco Maturana en agosto del 93 (durante las Eliminatorias) a la revista Cromos. Habló aquella vez de la importancia y el poder de los medios de comunicación, de lo delicados que resultaban los comentarios de algunos periodista, del ejemplo que jamás había copiado Colombia de otros países, como Argentina y España. Pero es que aquí la historia también cuenta. Esos países tienen 100 o más años de fútbol,  y por lo tanto, tienen 100 o más años de periodismo deportivo.

Lo que vive la prensa colombiana hoy, sus defectos, sus virtudes, lo vivieron Argentina, Brasil, Uruguay y Europa hace muchos años. De esos viejos errores aprendieron. Y el público también, que cada día les exigió más y más, pues sabía más y más. Lo que hoy existe, existe porque antes hubo generaciones que se equivocaron. En Colombia,  la generación de hoy es prácticamente la primera. Aprendió ella sola, de sí misma. No tuvo espejos para mirarse en ellos ni maestros para aprenderles (con las excepciones de Carlos Arturo Rueda, Melanio Porto Ariza, Marcos Pérez y unos pocos más).

Si en Brasil apareció un Pelé en el 58, fue porque tenía un Didí a quien emular, y éste, a un Leónidas a quien intentar copiar. Romario, por tanto, es consecuencia de un Zico, de un Sócrates, de un Pelé y de todos los anteriores. En Argentina un periodista que trabaje en prensa tiene que escribir bien. Es casi una obligación. La cultura  que crearon Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y Domingo Faustino Sarmiento, por citar sólo a algunos, acostumbró al pueblo a leer bien. Por eso no es tan sencillo engañarlo. En términos generales, el pueblo argentino sabe de letras. Y como sabe, exige. Con el fútbol es igual. En Colombia, en cambio, los ejemplos de fútbol y de periodismo son casi nulos. Como casi no existen, la emulación recae en el que más alto está. En el que más fama tiene. O más dinero. O más audiencia (nada de eso significa que sea el mejor). Y a ese le creen lo que dice o lo que escribe.

Para él debería ser un compromiso superarse. Durante esta última etapa del proceso Maturana-Gómez la prensa nacional olvidó todos esos conceptos. Se dejó llevar. Por la alegría del hincha normal en algunos casos; por las pasiones regionalistas en otros. O por el dinero, ingrediente decisivo en este presente colombiano. Decía Carlos Antonio Vélez en octubre de 1994: “Es que el periodista no puede ser igual ni tener los mismos conocimientos que el hombre que habla en la calle, porque él, el periodista, tiene una obligación. Es él quien debe formar, informar, guiar al hombre de la calle. No al contrario. Y para formar y demás es necesario que esté permanentemente estudiando, actualizándose. Pero no, si aquí uno lee, el de allá le va a decir que es aburrido o creído. Y eso… para no hablar del dinero, de los favores y de todos esos elementos que han corrompido a muchos.

Y no es necesario llegar al tema de los dineros oscuros para hablar del mercantilismo en el periodismo. Es sencillo: si a un locutor o a un comentarista le pagan su salario y además le entregan cupos publicitarios en parte de pago, le va a hacer fuerza a la Selección o al club de su región. Porque si al equipo le va bien, a él también le va a ir bien. Va a vender más cupos, va a tener más publicidad. Y el que vende, casi siempre es mentiroso. Porque tiene que vender. E l periodismo colombiano vendió a su Selección en el 93 y en el 94. Le convenía además venderla para obtener más ganancias. Se podría decir que la infló, sin importarle el perjuicio que sobreviniera después por esa actitud.

En una venta, cuando de lo que se trata es de convencer a los demás de las bondades de un producto, no se mencionan jamás los defectos de éste. Por eso los periodistas no le hicieron mayores críticas a la Selección Colombia. No convenían. Se hubieran ‘espantado’ los anunciantes y sus millones de pesos. El negocio no hubiera funcionado. Es la historia casi exacta que se repite año tras año. Ocurrió con el América de Cali a mediados de los ochenta, con Nacional después, con Millonarios, con las selecciones juveniles… Ha sido una constante apoyar ciegamente a todo lo colombiano -bueno, regular o malo- para ganar en publicidad, viáticos y audiencia. Pero esas no han sido las únicas causas de la mentira en la prensa nacional.

Ha habido otras razones no tan metalizadas. Han existido mentiras por vínculos sentimentales, por amistades, por favores. Decía Maturana antes del Mundial: “Parte de esa comunidad -la de la Selección- se ha logrado a través de una persona, un lugar, unas circunstancias que han sido el alma del equipo: Fabio Poveda Márquez y su casa. No hablamos del periodista corno tal, sino de la persona que nos prestó todo su espacio personal para encontrarnos. Esa es una de las razones por las cuales siempre disfrutamos cuando nos concentramos en Barranquilla. Podemos escaparnos a la casa de Fabio y pasar con él unos ratos muy especiales… Allá en su casa sí está la historia íntima de este equipo”.

Después de leer las palabras del técnico de Colombia: ¿Puede Fabio Poveda Márquez ser imparcial y objetivo en sus columnas de El Heraldo o en sus comentarios radiales siendo íntimo amigo de la Selección? Y por el otro lado, ¿podría alguna vez Maturana negarle una entrevista a Poveda, como lo hace con infinidad de periodistas colombianos? Esos vínculos afectivos también produjeron daño. Fabio Poveda Márquez fue uno de los tantos periodistas colombianos que encumbraron a la Selección Nacional como futura campeona del mundo. Él mismo, después de la eliminación en la primera ronda, aceptó que también había sido, en gran parte, responsable de la debacle.

Maturana y la prensa

Estas fueron algunas de las reflexiones de Francisco Maturana sobre el periodismo deportivo antes del Mundial de 1994:

“Otras cosas que son parte de la Selección, probablemente una de las más incidentes y difíciles, son sus relaciones con la prensa. A pesar de que somos todos individuos muy diferentes, mantenemos una gran unión alrededor de la causa. Esa causa es cada vez más fuerte y crece en la medida en que la ataquen. No se imaginan nuestros detractores el bien que le hacen al grupo cuando hablan mal de alguno o de todos. Eso sí que nos une. Hasta tal punto, que cuando hay períodos de calma, hasta buscamos prender la polémica v el debate para que nos atornillen aún más. Nos fascina salir a defendernos de los críticos a punta de resultados, que es lo que hasta ahora ha sucedido con lujo de detalles.

“Hoy, ya se ha polarizado más el debate con algunos enemigos de la Selección, especialmente en la radio. Están todos identificados y sabemos quiénes son, por lo cual nos defendemos también más concretamente. El grupo está cada vez más por encima de  esas confrontaciones y me siento superior a esas peleas. En cambio, algunos periodistas viven en su guerra permanente y les encanta, pero los dejamos en un rincón, sin pararles bolas. Finalmente, este grupo ya se ha aguantado seis años de palo y no veo  por qué tengamos que hacer las paces, pues subsisten amplias diferencias y ofensas por reparar. Pero lo que sí no hace ningún miembro de la Selección es revolcarse en el mismo fango con sus enemigos.

“No somos inflexibles. Por ejemplo, con César Augusto Londoño y Adolfo Pérez había serias discrepancias y rechazo. Pero tuvimos un encuentro con ellos, amistoso, correcto y caballeroso, a través del cual pudimos conocerlos mejor y analizar muchos de sus valores, hasta que concluimos que teníamos una imagen distorsionada de ellos. Después de esas charlas, nos dimos un nuevo espacio para las relaciones. Primero los traté yo personalmente. Después, los vinculé al grupo y los aceptaron a tal punto que durante la Copa América era normal que se sentaran en nuestra mesa, que nos hicieran entrevistas más espontáneas, que les hiciéramos bromas o jugáramos cartas. Porque cuando se entra al grupo, es porque eres una persona buena y querida y te aceptan plenamente. No para obtener prebendas o elogios de la prensa ni para que nos quieran, sino porque los valores humanos priman y deben respetarse.

“Pero así como con estos dos muchachos hubo una reflexión, en cambio con Edgar Perea subsiste igual antagonismo. Las cosas con él no son fáciles. Ya durante los días previos al Mundial de Italia hubo problemas graves y hasta un veto de todo el equipo, sin una sola excepción, contra Perea. Tuvo que intervenir la Asociación Colombiana de Redactores Deportivos, Acord, para obtener, digamos, una tregua, porque si esa noche nos dimos la mano fue más para propiciar un clima de trabajo que para conciliar diferencias que son muy profundas. Hoy, probablemente, quien más defiende a Edgar Perea dentro de la Selección soy yo, porque un día de estos la situación va a estallar ya que el clima es tenso, aunque en el fondo confiamos en que todo se pueda conciliar, tal como ha sucedido con otras personas.

“Con otro periodista que tenemos un divorcio total es con Iván Mejía. Yo entiendo que uno no puede reunir la unanimidad ni ello es conveniente, pues la crítica enriquece y fortalece. Con el correr de no sé cuántas selecciones, nos encontramos siempre con la situación de los periodistas que no comparten tal o cual determinación o discuten la escogencia de uno u otro jugador. Eso es normal. Lo que no es normal es que siempre sean los mismos periodistas con el mismo cuento, lo que deja de ser casualidad. Hoy Mejía está engañando a la gente porque es mal intencionado, diciéndole que este equipo tiene que quedar campeón para vengarse si nos clasificamos terceros, cuartos u otra cosa, para poder argumentar en contra nuestra. El señor Mejía nos está montando ese complot”.

El tiempo y los sucesos de junio y julio le darían la razón al técnico. En cualquier momento podía estallar la crisis con Edgar Perea. Y estalló el martes 22 de junio. En pleno campeonato, Maturana y Gómez decidieron vetar a Hernán Peláez y a Edgar Perea. Una insinuación del primero sobre influencias externas en la Selección, por las cuales Antonhy de Ávila jugaba ante Estados Unidos en lugar de Adolfo Valencia, fue el detonante. Unos días después, Maruja Pachón de Villamizar, por aquel entonces ministra de Educación, dijo que los medios de comunicación habían tenido una gran responsabilidad en codo lo sucedido. Y se desató la polémica. Otra polémica que concluyó en la nada, como siempre.

Es que en Colombia los debates son tan superfluos que jamás tienen una conclusión. Nunca se desarrollan las teorías. Se quedan allí, a mitad de camino. Importa más la imagen de tal personaje, de tal gremio o del país en general, que la realidad. A la ministra le dijeron que era más irresponsable que cualquier otra cosa hacer tales declaraciones y ella guardó silencio. Ni profundizó ni dio razones; simplemente, dejó pasar el vendaval por encima. Pero no fue la señora Pachón la primera en hacer declaraciones de este estilo. Al periodismo deportivo se le acusa de parcialidad, superficialidad y deshonestidad desde hace mucho tiempo.

La verdad vendida

Años atrás, cuando José Gonzalo Rodríguez Gacha aún vivía, el señor Ignacio Gómez (de El Espectador) dio a conocer una lista de periodistas que recibían dinero del narcotráfico. Entre otros, estaban allí los nombres de Jaime Ortiz Alvear, Oscar Restrepo, Esteban Jaramillo, Juan Carlos González e I.  Mejía. El escándalo duró poco tiempo. Jamás se pudo saber si los implicados eran culpables o inocentes. En cualquier caso, la duda quedó flotando; todavía hoy llama la atención que no se hubieran presentado argumentos ni a favor ni en contra de los inculpados. No hubo más ataques ni acusaciones. Pero tampoco hubo defensores. Ninguna prueba… el caso quedó cerrado. Sólo para conversaciones y conjeturas de coctel.

Esa relación de dineros de dudosa procedencia y periodismo comenzó hace muchos años, cuando en el mundo de los toros y en el de la política se hicieron populares los famosos ‘sobres’. Consistían en que los protagonistas de la noticia les enviaban dinero a los cronistas que se encargaban de esos temas para que hablaran o escribieran bien de ellos. De acuerdo con el medio la suma era grande o modesta. Y de acuerdo también con el personaje. Aquellos periodistas que aceptaban el soborno se justificaban con el argumento de que recibían malos salarios. La práctica se volvió costumbre e ingresó al mundo del fútbol, de lleno, por allá por los años setenta.

Al comienzo no eran sumas millonarias las que se movían. Pero hacia 1975, dineros turbios y oscuros personajes empezaron a in filtrar el fútbol colombiano. Mientras más oscuros eran los individuos, mejor imagen necesitaban. Y más pagaban por ella. Rodríguez Gacha, a quien le encantaba el fútbol y jugar al lado de su equipo, Millonarios, con la franela número 10, invitaba casi sábado de por medio a algunos periodistas a su finca en Pacho, Cundinamarca. Hacían asados, hablaban de fútbol y jugaban reporteros, comentaristas, directivos y futbol istas. “Mire, aquello era un derroche. De comida, de trago y mujeres. Iban muchos de los que uno escuchaba por la radio y veía en la tele. Los domingos era bien extraño que criticaran a Millonarios. O mejor dicho, los domingos nunca criticaban a Millonarios, así el equipo jugara supermal”, comentaba un vecino de la población.

Por aquellos años -1987, 1988 y 1989- el cuadro azul de Bogotá era uno de los permanentes animadores del torneo nacional. La prensa capitalina tomó partido sin medias tintas, como lo había hecho la de Medellín con Nacional o la de Cali con el América. El éxito de esa prensa parcializada, de aquellos periodistas-hinchas, fue desbordante. Las transmisiones de Luis Fernando Múnera Eastman (‘el paisita de oro’), los comentarios de Jaime Ortiz Alvear y las discusiones de Edgar Perea con quien le llevase la contraria marcaron la época. Cada uno defendía su equipo a muerte. Lo ensalzaba tanto como hundía al rival. De ellos, y por ellos, surgieron odios que jamás menguaron. En Medellín nadie podía aceptar a Carlos Enrique ‘La Gambeta’ Estrada ni a Eduardo Pimentel, ambos, jugadores de Millonarios.

En Bogotá, la resistencia hacia Leonel Álvarez, de Nacional, era sistemática. La de aquellos años era una guerra de fútbol que trascendía el amor por un equipo aunque el hincha corriente creyera que todo se basaba en el ‘amor a la camiseta’. Bueno, al fin y al cabo así se lo hacían entender los periodistas. Un domingo de diciembre de 1988, a Carlos Estrada le rompieron la frente por ir a celebrar un gol de Millonarios frente a la tribuna de Nacional. Los ánimos exaltados por el fanatismo que atizaba desde la cabina Múnera Eastman habían cobrado su primera víctima. Aún hoy, en cualquier conversación que toque el tema de los locutores se recuerda la manera como el mismo ‘paisita de oro’ se refería a Pimentel durante las transmisiones: “La lleva el cuatro”. Y en seguida les ordenaba a los fanáticos: “iChiflen! iChiflen! “. Se negaba a nombrarlo por su nombre porque Pimentel había dicho que Francisco Maturana era ‘rosquero’.

En Bogotá, en mayo de 1989, después del encuentro de vuelta por los cuartos de final de la Copa Libertadores, los futbolistas ele Nacional y el juez Hernán Silva tuvieron que aguardar más de una hora para poder salir del estadio El Campín. Según la prensa capitalina, el árbitro había favorecido al conjunto paisa. Los hinchas, enardecidos por la eliminación (1- 1 terminó aquel juego y con ese marcador Millonarios quedó marginado de la Copa) decidieron cobrar cuentas por sí mismos. Sinembargo, el periodismo salió a defender lo que no tiene defensa afirmando: “Pero es que en Italia también hay mafia y en Argentina hay muertos, y en Inglaterra existen los hooligans”.

En 1990, cuando los comentarios sobre el Mundial de Italia se habían esfumado ya, el árbitro uruguayo Juan Daniel Cardellino fue amenazado de muerte en Medellín. Debía dirigir, como en efecto lo hizo, un partido por la Copa Libertadores entre el Atlético Nacional y el Vasco da Gama de Brasil. No quiso denunciar lo que había ocurrido por temor a posibles represalias. Tan pronto como salió de Colombia, pasó el informe a la Confederación Suramericana de Fútbol y ésta, después de prolongadas deliberaciones, decidió sancionar a la capital antioqueña para cualquier tipo de partidos internacionales por un año y tres meses. Desde entonces, la prensa colombiana decidió declararle la guerra a Nicolás Leoz, presidente de la Confederación, y a la entidad que dirigía. “Confabulación Suramericana de fútbol”, así fue como la empezaron a llamar en todos los medios nacionales.

La verdad era que fuerzas extrañas y oscuras estaban destruyendo el fútbol colombiano. Después de aquellos sucesos todo fue éxito. Y por lo tanto, inflación. Jamás lo había comprobado, pero Colombia tenía el mejor fútbol del continente y del mundo. Antes había sido René Higuita, quien dejó de ser ‘el mejor portero del mundo’ por un error, aquel que le costó a la Selección nacional el primer gol ante Camerún en el Mundial de Italia 90. Después fueron Faustino Asprilla, Iván René Valenciano, Freddy Rincón… Cualquiera que hiciera un gol o que fuera transferido a Europa ingresaba a la elite mundial del fútbol. Y si no lo colocaban de titular, como en los casos de Valenciano y Carlos Valderrama en el Montepellier, era debido a una extraña y estúpida confabulación. El odio hacia los colombianos, la mala imagen… esa era, según la prensa deportiva, la razón para que en el banco de algún equipo estuviera un colombiano. El mundo contra Colombia.

Los triunfos de 1993 terminaron de obnubilar al periodismo y, con él, al pueblo colombiano. “Asprilla: más cerca de la inmortalidad”, tituló El Tiempo una nota sobre el jugador en septiembre del 93. El artículo decía: “Cuando un jugador empieza a agotar los calificativos es que está rumbo a la inmortalidad. Y eso es Faustino Asprilla: el mejor futbolista del mundo en la actualidad. En una sensacional actuación, condujo al Parma a una victoria por 3-0 sobre T orino, anotando los tres goles y configurando un cuadro de gloria en el lapso de tres semanas. Liquidó el mito de Argentina en el Monumental de Buenos Aires, le bastaron 30 segundos para ser la figura en el triunfo sobre Génova e hizo trizas el cerrojo sueco en la Recopa Europea con dos golazos en tres minutos y demolió el invicto del Torino en la liga italiana. ¿El mejor? No hay duda en el presente”.

Poco después, Asprilla fue el mayor fracaso del Mundial de 1994. En seis meses, y ‘repentinamente’,  dejó de ser el mejor del mundo. La gente de la calle, se sabe, le cree ciegamente a los periódicos y a los noticieros. Incluso decide apuestas sobre tal o cual suceso, “porque lo dice el diario, porque lo escuché en la radio, o porque lo vi en la televisión”. Si en un medio impreso está escrita la palabra alguacil con z, esa es a máxima prueba de que se escribe con z. Si dice que Asprilla es el mejor del planeta o que Colombia va a ganar el Mundial… pues así debe ser. En Colombia se les cree todo a los periodistas y se les imita en todo.

En su libro Edgar Perea polémico, el locutor chocoano relata un acontecimiento de la siguiente manera: “En los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Panamá tuve que transmitir el partido Colombia-Panamá desde el lado de la línea del campo de juego pues no había cabinas de transmisión en ese estadio. Cuando el partido iba ardoroso de parte y parte, el árbitro pitó un pénal  a favor de los panameños, que derrotaba inmediatamente al equipo colombiano. Nosotros lo calificamos como injusto porque no había existido el penalti; era una ayuda que el árbitro quería darle al equipo de Panamá. No sé en qué momento tiré el micrófono a un lado y  metí dentro del campo a discutir con el árbitro, a la par con los jugadores colombianos. Fui un rebelde más en la cancha y hasta llegué a empujar al árbitro en la discusión. Entonces entró la Policía, me sacó del campo de juego y no me dejaron seguir transmitiendo el partido”.

Una muestra del carácter del locutor que supuestamente más escuchan los colombianos. En otra parte Perea afirma que en Colombia

“…tenemos también al periodista “soba-chaqueta”, que nunca aporta nada. Nunca ve nada malo, o si lo ve, no se atreve a decirlo, tal vez por falta de conocimientos. Se mantiene a la espera de los resultados para poder «opinar» y siempre está de acuerdo con el técnico, porque su muy poca independencia económica y profesional sólo le permite meterse debajo del árbol que está dando más sombra: el técnico de moda. Cuando las derrotas y malas actuaciones se presentan, siempre encuentra una excusa para no comprometerse, y cuando las victorias y buenos resultados llegan, es el primero en montarse en el bus que fue incapaz de empujar cuando estaba varado. Estos avivatos son la gran mayoría en nuestro país…”.

Los años recientes han sido pródigos en ejemplos de periodismo viciado y corrompido. Para ese periodismo vende más el patrioterismo que la verdad. “Hacen más por uno los enemigos que los amigos”, decía alguna Norma Jimeno, columnista de la revista Cromos. En el fútbol la crítica se transformó en pecado y con respecto a la Selección Colombia,  aquel que le descubriera un defecto se convenía en antipatriota. “Tan lejos llegó aquella situación que era absurdo y hasta repugnante escuchar a unos periodistas de Caracol defender a la Selección para mantener el puesto. Obviamente, les daba miedo criticar pues el patrocinador del equipo (Bavaria) era el mismo patrón. ¿Qué clase de objetividad puede haber así?”, comentaba y se preguntaba Gabriel Bricei1o después del Mundial.

Hace muchos años, exactamente 44, Brasil sufrió la derrota más triste de su historia. Fue el 16 de julio de 1950 en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, construido para albergar a 200.000 espectadores. Para los brasileños era un hecho que ganarían el torneo de ese año. Llegaron a estar tan convencidos, que los jugadores, antes de salir a la cancha, se colocaron una camiseta debajo de la oficial que decía ‘Brasil, Campeón Mundial 1950’. Los diarios ya habían impreso ediciones con títulos similares. Todas esas exageraciones no son parte de esta historia, pero ayudan a comprenderla. Aquella final ante los uruguayos de Obdulio Varela terminó 2-1 a favor de los celestes. La más grande sorpresa de la historia del fútbol hasta hoy. Hubo suicidios en Brasil ese día. Y una larga melancolía que sólo se mitigó ocho años más tarde.

El 17 de julio, en medio del dolor, el diario O’Globo aplaudió a los uruguayos y consideró justa su victoria, pese a la mejor técnica de los brasileños. Decía, entre tantas cosas: “Será forzoso reconocer que los cracks de la celeste merecieron el triunfo, sobre todo por el espíritu de lucha que demostraron, por el corazón que los llevó de vencidos a triunfadores, superando la mayor técnica y virtuosismo individual de los brasileños”. Este comentario, o el paréntesis, si se quiere, sirve para mostrar cómo un país con tradición sabe afrontar una derrota; cómo el periodismo está para reseñar la verdad, por difícil o dolorosa que sea.

En Colombia, los hechos y los ejemplos sobran para cuestionar a la prensa y sus propietarios. Porque muchas veces son ellos los que dirigen al periodista, los que le imponen lo que debe decir y lo que debe callar. Y, en últimas, los que mantienen en su lugar a aquellos agitadores de masas que sólo buscan popularidad o rating sin medir consecuencias. Los nombres ya están dichos… Sólo falta esperar la próxima tragedia.

 

La desilusión de un hincha

Era el boxeador triste de los años olvidados. El iluso que todos los días (a las 5 en punto de la mañana) salía a devorar kilómetros y kilómetros de calor y polvo. Su nombre… lo mismo daban su nombre o su apellido; su historia… su historia estaba por escribirse. Sus sueño eran lo único que importaba. Ganaría unos pesos, tal vez algunos dólares, y después sí, comprarse el tiquete para ir a la Copa América con Colombia. Después sí, a sufrir con Colombia. A gritar cada gol como si fuera el último grito de la existencia. Era el boxeador triste de los años olvidados, el soñador que se reventaba las manos con la bolsa de arena para obtener pegada.

No había podido ser futbolista porque no era muy dúctil con las piernas, pero ahorraría todos los esfuerzos por estar cerca a sus ídolos. Willington, Arboleda, Umaña, Zape, Díaz, Campaz. “Si consiguiera por lo menos para ir a los juegos en Bogotá”, le decía a su madre, que hasta algunas baratijas vendió para ayudarlo. Seis meses en esas, hasta que en un entrenamiento le metió su mano izquierda a Prudencio Cardona y lo mandó al suelo. Silencio entre los siete negros que miraban la sesión. Silencio en el manager que vio la oportunidad de ganar algunos pesos. El primer contrato para Julio Ramírez, los primeros ahorros, los primeros partidos.

Peleó tres veces como profesional. Una derrota, una victoria y una derrota, lo suficiente para cumplirle a su ilusión. Se mandó a hacer el ‘afro’ en la peluquería de la tía Josefina para quedar igual a Diego Umaña (su ídolo), guardó en su equipaje lo que encontró. Y sus guayos (‘por si acaso’). Claro, por si acaso. A los 19 años aún podía ser futbolista. ¿y si me dejan en una práctica? ¿Ah? ¿y si al Caimán le gusta mi swing? ¿Ah? ¿Tú qué dices mami?

Un motivo para vivir

Anduvo por Bogotá, Asunción, Montevideo, Lima y Caracas. Tan nervioso que apenas si hablaba. Tan feliz que cada dos días le mandaba una carta a la vieja Rosario, su madre, para contarle cada partido, para describirle cada gol (como si la vieja no lo hubiera vusto todo por la televisión). Cuando volvió, a Barranquilla entera la quería reunir para referirle su historia. Por el sueño cumplido, sí, pero más por la emoción de haber visto a aquel equipo ganarles a uruguayos, paraguayos y ecuatorianos.

“Subcampeones mami, subcampeones. ¿Quién lo hubiera soñado?”. Qué risa le habían dado aquellos que no le creían cuando hablaba de ‘sus’ genios. Cómo había  celebrado cada gol, preciso por todos esos que no le creían. Qué atajadas las de Zape.  Qué jugadas las de Willington. Qué talento el de Arboleda. Y ni hablar de Umaña. ¿Me parezco? ¿Cierto que cada vez me parezco más?».  Julio Ramírez jamás olvidó aquel año de 1975. No fue futbolista. Y el boxeo acabó con él como en la historia de ‘El Flecha’, de David Sánchez  Juliao.

En 1977 se embarcó para los Estados Unidos por un primo que le habló bellezas de ese país. En Queens se hizo hombre como mecánico. Allí encontró a su esposa. Allí nacieron sus dos hijos. Y en Queens también entendió que lo valioso en realidad no tiene precio. Diecisiete años tuvieron que pasar. .. Diecisiete años de repetir aquello de Henry Miller que decía “Soy la soledad que toca el xilófono para pagar el alquiler”. Mucho tiempo, demasiada nostalgia para sentir de nuevo algo de aquel 1975.

Cuando supo que el Mundial del 94 se haría en Estados Unidos creyó que el tiempo se había devuelto. El boxeador triste de los años olvidados se transformó entonces en el borrachín alegre de los sueños recobrados. El Mundial, un motivo para vivir. Y Colombia, un motivo para hacer verdad lo imposible. “Y si pude antes, ¿por qué no ahora?”. Esa era la pregunta que lo rondaba. No sería con el boxeo pero…

En tres meses, un préstamo aquí, un préstamo allá, montó una tienda de ropa deportiva. Encontró la forma de llevar camisetas desde Colombia (Júnior, Millonarios, América, Santa Fé), regateó para conseguir guayos baratos y así empezó. El 18 de junio de 1994 fue uno de los primeros en llegar al Rose Bowl para ver a su Colombia ante Rumania.

La ilusión en sus miradas

Por aquello de los agüeros, cargó con la misma bandera que había paseado 17 años antes por Suramérica. Tenía dos agujeros, estaba descolorida ya, pero qué importaba. También llevó un afiche de aquel equipo del 75. Algunos se reían al verlo, otros le preguntaban. Él decía que ese había sido el mejor cuadro de Colombia en la historia. Y se ofuscaba cuando le respondían que al lado de Valderrama, Asprilla, Rincón y Valencia, esos, los que él adoraba, eran colegiales. “Por lo menos, hasta hoy, son los únicos que han ganado algo, así fuera un subcampeonaco”, murmuraba él, ofendido.

Dentro del estadio no dejó de alentar a su equipo. Estaba feliz otra vez. Le contaba a su hijo (el menor, porque al mayor sólo le gusta el fútbol americano) de aquel equipo del 75. Al fin y al cabo, había decidido vivir de recuerdos y no de los famosos Tinos, Trenes y Pibes. “Todo lo que me maté por creerle a gente ignorante”.

“¿Estos eran los genios que iban a ganar el Mundial?”, preguntaba y se preguntaba después del juego, mitad resentido, mitad engañado. “Qué tal que los del 75 hubieran tenido todo este apoyo… “. El miércoles 22 de junio repitió la misma rutina, pero ya no gritó, ya no alentó más a Colombia. Trató de imaginar que Valderrama era Umaña, que Asprilla era Willington, que Córdoba era Zape… No pudo. Con el segundo gol de Estados Unidos se levantó. “Te espero afuera”, le dijo a su hijo. Y salió para sentarse en un andén con su afiche desplegado. Así estuvo hasta el final del partido, con los ojos clavados en el 75; con la ilusión hecha pedazos.

No le importaban la plata, los meses invertidos, los trabajos. No le importaba siquiera la derrota. Sin ver, vio a esos hinchas que salían llorosos; con la peluca de Valderrama en la cabeza, con la camiseta amarilla… Y sintió que en cada uno de ellos estaba él 17 años más joven. “Ven Carlitos”. Le habló suave a su hijo. “Mira a estos ti pos”, y señaló ‘su’ equipo. “No tenían patrocinios ni ganaban millones, apenas para vivir. Los presidentes jamás fueron a verlos. Y cada gol que hacían era la misma felicidad. No sé cómo explicarlo… Es como cuando tú vas contra la corriente y ganas ; la alegría es tres veces mayor. Por el triunfo, por la gente que no creyó en ti y por ti mismo, ¿ves? Míralos, se les notaba la ilusión en la mirada, las ganas…”.

No dijo más. No tenía nada más que decir. A él, como a todos los que salían del Rose BowL le habían matado la ilusión. Y eso era lo que más le dolía. El boxeador triste de los años olvidados. Un hincha más, herido, acabado. Una víctima de la ilusión generada por la Colombia de USA 94. En realidad, el espejo de un país. El reflejo de una afición. Su historia fue la historia de todos. Con otros nombres tal vez. Con algunas variaciones quizá. Pero en el fondo, la misma historia.

Al volver a Queens no tuvo necesidad de contar lo que le había ocurrido. Los noticieros lo habían hecho por él. Habían desmenuzado a Colombia. Habían hablado de las influencias negras del fútbol colombiano. De las amenazas, de las supuestas apuestas, del narcotráfico. De todo lo que a él le avergonzaba. “Y. pensar que en aquellos tiempos míos nada de esto  existía”.

* Este es el tercer capítulo del libro Pena Máxima, publicado por Planeta 18 años atrás. Los dos primeros están publicados en este mismo blog.

 

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