El Magazín

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Pena máxima, un juicio al fútbol colombiano

 

Araújo libro

Fernando Araújo Vélez

Este libro, publicado 20 años atrás por Planeta, muestra lo que ocurrió en las entrañas del fútbol colombiano, que degeneró en una muerte absurda, la de Andrés Escobar. Hoy, cuando Colombia vuelve a estar cerca de una Copa del Mundo, lo revivimos, simplemente para volver a dejar un testimonio de lo que pasó y no debería repetirse. * 

Introducción

Hay otro fútbol colombiano que no es el que muestra la televisión ni del que habla la radio. Otro fútbol que apenas  aparece  en los rumores del hin­cha o en las sospechas de la calle. Y es el fútbol que está detrás del  fútbol.  El  fútbol  tras  las  cámaras,  tras  l os micrófonos, tras  l a  pasión. El  fútbol   que,  en  últimas, decide  quién   gana  y quién pierde, sin  que importen mucho la pelota,  el talento o el espectáculo.

Es de ese fútbol que  queremos hablar  en estas  pá­ginas. Y de sus protagonistas, claro.  Empezamos con  la actuación  de Colombia en el Campeonato Mundial de Estados Unidos. Allí  se  dio  el  resultado que  se  tenía que  dar.  Al  fin y al  cabo,  ese  resultado se fue constru­yendo poco  a  poco,  desde mediados de  los  años   70, cuando los dineros del narcotráfico se infiltraron en el deporte.

Quien supiera algo de lo que  aquí  está  escrito, no podía  sorprenderse por el descalabro en USA 94. Y esa derrota llegó, fundamentalmente, por razones total­mente ajenas  al  juego. Lo que hicieron Valderrama, Asprilla, Rincón, Escobar, Álvarez y compañía en  las canchas de  Pasadena y Palo Alto fue el  final de una cadena de errores. Nadie  ha  explicado hasta  hoy esos errores, nadie los ha analizado. Por eso están aquí.

Fue  la de USA  94 la ilusión  más grande del fútbol colombiano en su  historia. Y también, la mayor  decep­ción. Sin embargo, y con excepción de dos o tres  infor­mes  superficiales, nadie  tocó  a fondo ese  fracaso. Los primeros tres  capítulos de  este  libro  intentan explicar lo que ocurrió desde el 5 de septiembre de 1993, cuando Colombia venció a  Argentina  en  Buenos Aires   5-0, hasta  el partido ante Suiza en el estadio de Standford.

Los siguientes explican las razones por  las que  era lógico  que  el  fracaso  llegara. Es esa la otra  verdad  del fútbol colombiano, la que se oculta, la que se niega. Los periodistas, los  dirigentes, los árbitros. Por  último, la tragedia, representada en el asesinato de Andrés Escobar Saldarriaga. Un  símbolo de  lo  que  es  el  fútbol  en Colombia. Un  símbolo negro.

Alguno  preguntará al final  de estas  páginas  si  no hay algo  positivo en el  fútbol colombiano. Y… sí, claro que  lo hay. Dos o tres periodistas, el mismo número de árbitros, algún  dirigente y los  jugadores. Ellos  sí son  lo positivo del fútbol, casi que lo único  positivo. Pero  están huérfanos, y  muchas  veces  terminan siendo las mario­netas del espectáculo. Quienes manejan  los hilos lo hacen a  su antojo. Los manipulan como quieren. Y esta es la historia.

 

Prólogo

Óscar Torres Duque

Conozco autores que han escrito sus obras bajo el influjo  del alcoholismo,  de la represión paterna, de las drogas, de traumas infantiles, de la compasión… Todos esos condicionamientos no descalifican la validez literaria de sus creaciones. Y también me consta que la ira ha dado realce a pasajes memorables de la Literatura de Occidente y no será difícil recordar en este punto cómo se ensañó el Alighieri en su Infierno contra renombrados personajes de su época y de otras épocas.

Pues bien,  en los capítulos siguientes, de  Fernando Araújo, se despereza, incontenible y catártica, una ira sorda, una rabia apenas contenida  por el don literario y por el profesionalismo periodístico. Invirtiendo los términos, para ajustar atentas de una vez por todas con el carácter de estos textos, hay que decir que en ellos la destreza literaria y el rigor periodístico están al servicio – felizmente-de una sola causa: la de Fernando  Araújo.  Escritor -más que periodista-de indomable  rebeldía, de pasiones fijas y de una imbatible convicción en sí mismo, en su punto de vista, en su soledad.

Quienes conocemos a Araújo de cerca, sabe­mos que el título de su trabajo sobre el Mundial  USA -94, Historia de una pasión, publicado por entregas en la revista Cromos  y por el cual obtuvo el Premio Simón  Bolívar de prensa deportiva, no se refería a la pasión del fútbol sino a su pasión. Una pasión cuyas únicas armas son la pluma y la  capacidad  analítica, ampliamente manifiestas en este libro. Y como pasión viene  de pathos,  el tono de estos escritos es patético. Compruébelo  el lector.

Pero el patetismo de Araújo es también su estilo -ama el deporte, lo he visto escribir artículos patéticamente gozosos, que rezuman emoción por la experiencia degustada de un  buen espectáculo deportivo: una declaratoria  de gratitud  ante un  juego titánico de Sergi Bruguera, la exaltación de los atributos técnicos del mediocampista argentino  Fernando Carlos Redondo, el análisis metódico de la final de las grandes Ligas del béisbol norteamericano.

Con la misma exaltación, Fernando Araújo ha tenido que escribir sobre lo extradeportivo en el deporte. En el caso específico de este volumen, sobre lo extradeportivo del fiítbol, aquellas fuerzas oscuras,  malignas y pervertidoras que lamentablemente  asechan al fútbol y lo echan a perder. Fuerzas que tienen su particularidad en el ámbito naci0nal, y van desde el fanatismo violento (es decir, ineducado) de las multitudes hasta los vericuetos más espeluznantes de la delincuencia organizada, pasando  por la no menos atroz manipulación de los medios de comunicación.   Para un amante del fútbol  como deporte, este fenómeno extra­ deportivo, cada vez más inminente y descarado, tiene que resultar exasperante. En los textos que conforman este libro, Araújo se exaspera. Pero su exasperación, que parte de la raíz del aficionado y el conocedor, se transmuta aquí, o mejor, se simboliza en un discurso narrativo,  a caballo entre la crónica y el relato – con todos sus recursos  de ficción-. Y la ficción, con toda su coreografía de ima­ginación, emotividad y  poder de interpretación, disuelve en una verdad la compleja y engañosa realidad.  Por eso cuando Araújo entra a hacer un juicio de responsabilidades, y en casi todos los capítulos de este libro se trata de eso, poco importa que carezca de pruebas, que adolezca de ausencia documental: él sigue sus propios indicios; antes que investigarlos o someterlos aprueba los relata, los describe elocuentemente y con ellos crea su atmósfera, su propia y coherente explicación de los hechos que lo enfurecen.

Los personajes que recorren estas historias (o, des­dichadamente, esta única historia) no son fichas y nom­bres de una información periodística. Son personajes de carne y hueso, vale decir, personajes literarios que la pluma de Araújo interioriza. El informe  periodístico dirá que Leonel Álvarez hizo, que Leonel Álvarez dijo… Pero Araújo hace con Leonel el tránsito entre lo que hizo y lo que dijo y, como si estuviera dentro de él, descubre que nada impor­tan ni lo que hizo ni lo que dijo sino el desconcierto y la impotencia por lo que no se hizo, por lo que no se dijo porque no se podía…  Leonel es un auténtico deportista; por esa razón posee, en este libro, una interioridad, una humanidad que permite al narrador expresarse a través de él. Ese estilo narrativo indirecto es uno de los tantos recursos literarios con que Fernando Araújo enriquece la  crónica cruda de los hechos irrevocables. Todo  lo  que está aquí narrado, no ha sido dicho. Quizá  parcialmente, pero así todavía es una mentira, un mito.  Araújo tiene su propia versión, una versión humana que no captan ni las cámaras, ni las grabadoras, ni los micrófonos, tan dados a  crear y creer en la «imagen» de los ídolos.  Aquí no hay ídolos; acaso algunos vencidos, pero profundamente humanos. Deportistas a quienes el autor rinde su velado homenaje, pero sólo en honor a ese hecho: el de ser deportistas, verdaderos deportistas.

Un mérito adicional: los textos que conforman este libro son una transgresión. Como toda obra achacable al espíritu crítico, el primer tic que se hace patente es el de la autocrítica. Convencido de sus indefensos argumentos, Araújo es consciente también  de las limitaciones de todo lenguaje especializado. Periodista de formación, el autor de estos escritos descree del «lenguaje periodístico». ¿O acaso no es un mito eso del lenguaje periodístico? Periodista de formación, Fernando Araújo transgrede sus propios límites y se deja tentar por suscitaciones de otra órbita -Nietzsche, Picasso-antes que por otros trabajos periodísticos. ¿Qué realidad describe el periodista? Esa pregunta no está en el contexto de su formación académica. Los hechos no son la realidad.  Fernando Araújo los exagera basta hacerlos humanos. Para ello, él mismo tiene que expresarse.  Es lo que hace, a lo que se dedica. Por eso antes (o después) que hacer periodismo, Araújo escribe. Este es  su oficio.

 

Capítulo 1.

Fueron tantos los gritos, y tantas las luces, que  la frase  quedó enterrada. Apenas unos  cuantos  la escucharon. Pero la archivaron, la guardaron sin siquiera  prestarle atención. Y la abandonaron once meses. Cuando se acordaron de rescatarla ya no fue  necesaria. La historia acababa  de confirmar lo que  aquellas  cinco palabras de  Hernán Darío Gómez habían   presagiado. La historia. O el destino, o los vicios, o los malos manejos. O las fuerzas oscuras, o la brujería, o la envidia. O todo ello  junto. La historia… Fue  en  una  noche  de invierno cuando todo empezó. Buenos Aires  era  un  tango   de Santos Discépolo y el estadio de  River  una  ironía. En un vestuario, Colombia celebraba sin  frenos un triunfo mentiroso. En  el  otro,  Argentina empezaba a  tocar fondo. De  pronto, Hernán Darío Gómez soltó su  opinión:  “Ahora  sí nos  jodimos, Pacho”.  La expresó  con  rabia. Con  miedo  también.  Pero  no encontró un  interlocutor, alguien que pensara como él en aquel  instante caliente. Entonces  comprendió que  debía  ir a celebrar,  debía esconder con su alegría la realidad, como todos los demás. Y la escondió. Escondió esa realidad que él acababa de presentir  por conocer  tanto  a los colombianos. E intuyó que jamás iba a salir a la superficie. “Ahora  nos van a obligar, nos van a exigir que ganemos el Campeonato del  Mundo”,  dijo luego. Como antes,  pocos  lo oyeron.  Alguien alcanzó a decirle que era un “aguafiestas”.  Él sonrió y dejó las cosas así. “Para qué llevarle la contraria a todo el país”, murmuró.

Ese día, 5 de septi embre de 1993, Colombia clasificó al Mundial de Estados Unidos al obtener el primer lugar del Grupo  A suramericano. Pero aquel  5-0 con el  que los colombianos vencieron a Argentina en el Monumental de Buenos Aires fue mucho más que una simple victoria. Fue el principio del fin, aunque por ese entonces muchos  pensaran que  había sido  la gloria. Fue la locura de un pueblo que nunca había sentido  una alegría similar. Fue el desbordamiento colectivo, el odio transformado en agresión -en Bogotá, esa noche hubo más de 100 muertos-, la ilusión del que nada ha tenido y de repente  se encuentra   en  el  cielo.  Fue, en  últimas,  el reflejo  de  un país atormentado que, con  una gota de licor, pierde la razón.

El  licor  fue el fútbol,  otra  vez. Y el fútbol  fue la mentira, otra  vez. Desde aquel día, Colombia  empezó a construir una ilusión. Con el tiempo esa ilusión se volvió obligación.  El 5-0 de Buenos  Aires dejó de ser un resultado  importante, el más importante de la historia si se quiere, para pasar a convenirse en un título.

“La  historia no  se  cambia   de  un  día  para  otro, en  90 minutos”, había  dicho Diego Armando Maradona. Sin embargo, para muchos -Edgar Perea, William Vinasco, Guillermo Montoya, entre otros, e infinidad de  sus oyentes-, la historia sí se cambió con el S-0.  Un  result do,  en  realidad   nada  más que  eso,  hizo  que  Colombia fuera  cinco veces más que  Argentina. Por  ese resultado Colombia se subió al pedestal  de los favoritos.

Por ese resultado los errores se taparon, las cualidades se agrandaron, las verdades se ocultaron. El  mundo al revés,  una  y otra  vez.  El  4 de  septiembre, 24 horas antes del  juego ante los argentinos, por  el Caesar Park de Buenos Aires  desfilaban innumerables personajes. Unos iban a pedirles autógrafos a los jugadores colombianos, otros a saludar, simplemente a saludar. Y otros, a buscar. Esa noche, hacia  las diez,  Faustino  Asprilla y Freddy Rincón invitaron a dos colombianas a sus habitaciones. Disimuladamente, firmaron la hoja de autógrafos y enseguida  colocaron el número de sus habitaciones. La clave era  que  las  mujeres dieran vueltas  por  el Lobby  media hora y que después subieran. Nunca lo hicieron, pero  la intención de los futbolistas estaba ahí.

Si alguna  otra subió es difícil comprobarlo. Pero allí hubo una  norma incumplida. Una  mínima  dosis  de disciplina quebrada. No importó. Y no  importó por  la victoria del  día siguiente, por  esa alegría  que  engañó a tantos, por esa euforia que relajó lineamientos de conducta. Es bien sabido, cuando las reglas se rompen, la autoridad empieza  a ceder. En Barranquilla, durante los juegos de preparación, el Hotel Dann, sede del equipo,  era un ir y venir de gente. Periodistas, políticos, aficionados, parientes, directivos, curiosos, mujeres de  diversa índole… Las puertas estaban abiertas para el que quisiera ingresar. Y los jugadores estaban a la orden del día. Pero nadie dijo nada.

Tampoco por  lo de Bueno Aires. Sencillamente porque  se ganó, y, cuando se gana, los errores  ya no lo son. En el  informe  que Francisco Maturana  le entregó a la Federación Colombiana de Fútbol después del Mundial, el técnico dijo que una de las razones del fracaso  había sido  la “concentración”. Habría  que  preguntarle si las “concentraciones” de Barranquilla y Buenos Aires  fueron  muy distintas. Habría  que  preguntarle también por qué en Barranquilla era lícito que los jugadores estuvieran rodeados de público, de calor y sentimiento, y en Estados Unidos esos mismos ingredientes  fueron causa de descalabro.  “Todas estas muestras  de cariño  y de afecto  motivan al equipo,  está demostrado”, había dicho en agosto  de 1993.

“Pero y… de cualquier forma, hicieran lo que hicieran,  rindieron, corrieron como locos”, dirá  alguno. Y… sí. Rindieron y corrieron como  locos.  Igual que el norteamericano Bob Beamon  en 1968, cuando  durante los Olímpicos de México estableció  el récord  mundial más sorprendente de la historia:  saltó  8.90  metros  de largo. iY la noche anterior había tenido  relaciones  íntimas con una mujer! El capítulo de Buenos Aires se cerró en discotecas  y bares del exclusivo  barrio La Recoleta. Algo  lógico.  Las heridas  sanaron, los  yerros  se olvidaron  y la Selección  se mostró  más  unida que  nunca. Como si jamás hubieran  ocurrido, pasaron de largo los desplantes de Faustino Asprilla, aquella escapada del Hotel  Dann  el 16 de agosto  y las ínfulas que tanto molestaban  a sus compañeros.

El factor Asprilla

Fue  él, Faustino Asprilla, el hombre que  marcó desde el principio, y a su manera, la pauta  del equipo. El hombre  que  transgredió las reglas  para  abrir una  grieta en la intimidad del  grupo y en  la autoridad de Maturana y Gómez. Por  aquel  entonces era el único  colombiano que  actuaba en  el fútbol italiano y sus  éxitos llenaban páginas  y páginas. Un  lunes,  lunes  20 de septiembre de 1993, EL Tiempo  llegó a decir que  era el mejor jugador del  mundo. Una muestra más  de  la superficialidad  de la prensa  colombiana. Uno que otro comentarista radial también afirmó lo mismo. Y Maturana, después de hablar  con  Arrigo Sacchi  y  César Luis  Menotti, declaró que con  Asprilla podría resolver todos los problemas que  se le presentaran.

“Pacho, el fútbol colombiano ha adquirido un altísimo  nivel  técnico y táctico. Es reconocido ya  en  el mundo entero. ¿Por  qué  te preocupan las Eliminatorias si, además, para cualquier inconveniente que  se  te  presente, lo tienes al negro Asprilla  para que te lo solucione?», le dijo  Sachi antes  de la Copa América que se jugó en Ecuador del 20 de junio al 4 de  julio de  1993. Uno tras otro y día tras día, llovían  los elogios para Asprilla. Pero no  fue  tan  grave  que  existieran esos  elogios, lo  grave fue que  él se los creyó. Se convenció de que era insustituible  en la Selección Colombia. Comenzó a exigir  y el cuerpo técnico a ceder. Fue  convocado para la Copa América de Ecuador, pero él prefirió irse de vacaciones. Sus compañeros no dijeron nada,  todavía  no era el momento. Sobre el final, cuando ya nadie sabía si llegaba  o no, apareció en Ecuador.

“Sus  vacaciones” las había  pasado en San  Andrés. Allá llegó con una amiga después  de exigir  en el aeropuerto Eldorado que  lo  tenían   que  subir al  primer vuelo que partiera hacia la isla. No había cupos y la gente hacía fila para conseguir uno,  aunque fuera  en lista de espera.  Pero   Asprilla no  esperó. Tampoco respetó el orden. A  los  trancazos se metió hasta  el  mostrador. Y amenazó. Y manoteó. Y gritó. Al final consiguió los dos  asientos. Mientras sus  compañeros se concentraban, él paseaba.

Llegó a Ecuador para enfrentar a Argentina en semifinales.  Habló con  quien  quiso,  se movió  por  donde se le antojó. Y jugó.  iCómo no iba a hacer  lo que quisiera si para los colombianos era el mejor del mundo! iCómo no iba a exigir si Bavaria, su patrocinador, lo había trasladado  en un  jet privado! El  niño  consentido de la Selección  enfrentó el jueves  1 ° de  julio a los argentinos. Cara a cara con Batistuta, con Redondo, con Simeone… Con tipos  que, como él, venían de las ligas europeas. Pero  a aquéllos ni siquiera  se les ocurrió pensar  en vacaciones. Tomaron  vuelos  directos a  Ecuador  para estar con su equipo. “La Selección  Argentina por encima de los intereses personales”, dijeron. Ya en la cancha del Monumental  de  Guayaquil, Asprilla fue  un  desastre. “Hay que darle  ritmo”, dijo  Maturana. Y se empecinó. Prefirió a un jugador que cambiaba la camiseta de Colombia por  unas playas. Y dejó en la banca  un sabor a injusticia, a amargura.

Nadie puede  sentirse feliz de quedar por fuera  de un partido si se mata en los entrenamientos, si cambia comodidades por sacrificios, si se somete a un régimen de disciplina. Pero  esa es la ley del  fútbol: sólo  juegan once. Lo que no puede aceptar jamás un futbolista,  por servil que sea, es perder el puesto con un individuo que ni siquiera asiste a las prácticas. Adolfo Valencia, Víctor Aristizábal, Anthony  de Ávila e Iván René Valenciano no hablaron. Pero el resentimiento comenzó a crecer.

Días antes de la Copa  América, por los primeros días de mayo y en un partido de preparación ante  los Estados  Unidos,  Valencia había insinuado  su resentimiento en Miami. “Hoy juego, claro. Pero seguro, cuando llegue Asprilla lo colocan porque sí, aunque yo me haya matado  por  el puesto”. También  había presentido  lo que ocurriría. Por la tarde de aquel 5 de mayo El Tren selló su traspaso al fútbol  europeo. El Bayern de Munich lo esperaba. Y la polémica.

Porque la relación entre Adolfo Valencia y Francisco Maturana estuvo marcada desde el principio por la polémica. El técnico no lo quería, pero algunos sectores de la prensa presionaban. En aquella Copa América de Ecuador la situación se hizo insostenible. Hernán  Peláez y Edgar Perea, periodistas de Caracol, le gritaban al mundo que El Tren tenía que estar. Maturana apenas lo colocaba por momentos.  Se inclinaba, dentro  de su lógica, por Asprilla y Tréllez.

Con ellos dos salió para el primer juego de las Eliminatorias al Mundial, el 1 ° de agosto de 1993. Asprilla no alcanzaba su mejor nivel, Tréllez luchaba contra  la oposición de medio país. El 0-0 final de aquel debut ante los paraguayos en el Metropolitano de Barranquilla fue casi una bofetada para los colombianos. Faustino Asprilla pasó de héroe a villano. Y los diarios lo señalaron como el gran responsable del punto perdido, no sólo por el penal que desperdició, sino por su excesivo individualismo.

Sin embargo, Maturana y Gómez le apostaron de nuevo. El 8 de agosto, ante  Perú,  en Lima,  estuvo otra vez entre los once  que iniciaron. Y otra  vez fue fracaso lo suyo. La  presión aumentó, pese  a  la  victoria 1-0. Ya  para  el  tercer compromiso de  la Eliminatoria se hacía casi imposible la presencia de Asprilla. El rival era Argentina, líder del grupo, invicto en 33 partidos y campeón de la reciente Copa América. Cualquier resultado que no fuera victoria sería el acta de defunción para Colombia.

Entonces, tal vez por convicción, tal vez por presión, Maturana cambió. Dejó en la suplencia a Asprilla. Y a Tréllez, Gómez y Álvarez. La Colombia de  esa  tarde del 15 de agosto fue otra en Barranquilla. Sobre  los dos minutos del  juego, Iván  René  Valenciano tocó su  primera  pelota  en  la Eliminatoria y dejó  estático a Sergio Goicochea. Fue  gol. Asprilla  empezó a sufrir. Su gesto y su silencio así lo decían.  Al final de los 90 minutos se le vio serio. Colombia celebraba el 2-1 sobre Argentina y el primer  lugar  del grupo. (El segundo tanto colombiano fue de Valencia; el de Argentina, de Medina Bello). Entre pitos, banderas, gritos y aguardiente se  fue  la tarde.  Y con la  noche   llegó  la  fiesta  al Hotel Dann. Hubo orquestas, hubo  baile,  hubo  risas.  De  Faustino Asprilla  no se supo nada. Pero en la madrugada del lunes 16 el rumor se coló por entre los huéspedes del Dann.

“Asprilla se voló”, dijo  un periodista barranquillero.

Y se encendió el escándalo. Hacia  el mediodía  de aquel  lunes,  ya  toda  la prensa  del  país estaba  enterada del  asunto. Faustino Asprilla  se  había  escapado de la concentración, molesto por haber estado de suplente en el partido con los argentinos. Una  rabieta  más del niño terrible, un desplante más del jugador indisciplinado.

Ese  día,  las primeras palabras las pronunció Juan José Bellini, presidente de la Federación Colombiana de Fútbol: “Un  jugador que actúa así no debe  volver  a vestir la camiseta de Colombia”. Pero sólo unas horas más tarde se retractó, como volvería  a ocurrir en julio de 1994 con otras declaraciones igualmente fuertes. El final de este  episodio fue  lamentable, aunque se  lo  tiñó  de positivo.

En una  rueda de prensa, citada  por el cuerpo técnico de la Selección, Asprilla  fue  perdonado. Se dijo  allí que  los  mismos jugadores habían  pedido su  reintegro. Y nadie buscó nada más. El futbolista volvió y prometió que no habría  más desórdenes por su culpa. Francisco Maturana lo disculpó de  nuevo  diciendo:  “Es  un  niño, sólo  un  niño  bueno, no  sería  capaz  de  hacerle daño a nadie”. Por  su parte, Javier Gaitán, periodista de CM&, alcanzó a advertir: “Como precedente es nefasto”.

***

El 5-0 sobre Argentina tapó  los desmanes de  Asprilla. Para  muchos, esa  fue “su  gran  noche”. Hoy sería todo un  gesto de cordura, como dice  Joan Manuel Serrat, desenterrar la verdad  futbolística de Faustino Hernán Asprilla. Cuenta su historia que por allá por 1991 comenzó a asomar como un  tipo  genial  en la cancha. Jugaba para el Nacional, y con el Nacional ganó el título colombiano de ese año. Impredecible, veloz,  hábil, intuitivo y creativo, con  esa camiseta mostró lo mejor  de su repertorio.

En  febrero de  1992 fue  convocado por  Hernán Darío Gómez. Tenía el puesto asegurado en la Selección Colombia Sub-23 que disputaría un cupo  para los Juegos Olímpicos de  Barcelona. Allá,  en  Paraguay, también brilló Asprilla. Y ese equipo, que de su mano se cansó de arrumar elogios, terminó en el segundo puesto (perdió 1-0 ante  los  locales  el encuentro decisivo). Asprilla   Colombia presagiaban grandes cosas para la Olimpiada.

Pero la histeria de siempre se repitió. Es distinto llegar a un campeonato como uno  más a llegar como opcionado al título. Y es distinto en todos los sentidos. Al fútbol de  Colombia, y decir  Colombia es decir directivos, periodistas, entrenadores,  jugadores y aficionados,  esas  diferencias parecen  no  interesarle. En  los Olímpicos, como pasaría  con el Mundial de Estados Unidos,  se pagó muy caro ese descuido.

Y se pagaron  caras,  como en Estados Unidos, las ilusiones transformadas en obligaciones. Al equipo de Hernán Darío Gómez se le exigió  una  medalla  desde  el día en que  terminó  el Preolímpico  de  Paraguay. Pero jamás llegó esa distinción. Al contrario, lo de Barcelona fue un fracaso rotundo, en lo deportivo y en lo organizativo. (Colombia perdió ante España  4-0 y con Egipto 2-1  y empató con  Qatar 4-4). Y dentro de ese fracaso Asprilla desempeñó un papel  decisivo. Porque fue  negligente en la cancha. Porque fue individualista. Porque intentó hacer  él solo  lo que  su  equipo no  podía.  Y le negó a ese equipo la posibilidad de asociarse. En aquella Olimpiada Faustino Asprilla jugó, literalmente, para Faustino Asprilla. Se pasó de revoluciones para demostrarle al mundo que él era la gran figura. Y se equivocó, claro. Pero un año después mu y pocos recordaron aquella equivocación. No la recordaron por ese “estigma tropicalista de ignorar los  matices, por  esa  manía  colombiana de estar  siempre en  los extremos”, según frase de Carlos Antonio Vélez.

En 1993 Asprilla, que  jugaba en el Parma,  era una de las sensaciones de la liga italiana. Un gol suyo acabó con el invicto  histórico de 58 partidos que ostentaba el Milán; otros dos frente al Atlético de Madrid le otorgaron a su equipo  el tiquete  para jugar la final de la Recopa,  y tres más le dieron  una victoria mágica a su cuadro frente al Torino. Esos  tantos fueron  suficientes para que  en Colombia lo llamaran “el mejor del mundo”. (El Tiempo, septiembre 20 de 1993, pp. 1 A y 1 D).

Como un ídolo,  casi como un dios, llegó Asprilla a  jugar las Eliminatorias de USA 94. Ya está dicho:  su única buena presentación fue en Buen os Aires el 5 de septiembre. Con  ese partido, en el  que los argentinos, desesperados por tener que obtener un resultado l e regalaron espacios para su velocidad, toda Colombia se dejó engañar. Con  un partido se borraron sus fallas, y por un partido se le rindió pleitesía…  una vez más.

Ese error no lo perdonaría  el fútbol.  O el destino, como se quiera. El fenómeno Asprilla fue decisivo para los acontecimientos de junio y ju lio de 1994. Es que el fútbol  no es sólo poseer  una gran técnica o una velocidad  insuperable. En el fútbol no se gana por nombre o por los goles que ya están archivados. El fútbol es otra cosa… mucho más compleja, mucho más profunda. Y no se deja engañar  por  luces artificiales.

O por momentos de inspiración. Porque sí, la inspiración se  produce  en  el fútbol, eso  dicen.  Pero  no puede ser una constante en la vida de un jugador, aunque a alguno le parezca un contrasentido. Es que cuando  esa inspiración se transforma en regularidad ya no lo es más. Pasa a llamarse de otra  manera, y, también,  de otra  manera se  produce.  Lo de  Asprilla es inspiración, lo de Carlos  Valderrama  es calidad.  ¿Y la diferencia dónde está? ¿En qué consiste?

De  repente,  a un futbolista le queda  una  pelota servida al borde  del área rival. Uno  hará lo que el instinto  le ordene: si la jugada sale bien, dirá después  que es inspiración. Otro  terminará la maniobra  de acuerdo con su  experiencia  e inteligencia. Seguro,  el primero, por esa “inspiración”, finalizará bien una jugada de diez posibles.  Con el segundo, el  final de la película  será totalmente al revés, de diez posibilidades  se equivocará en una, o máximo, en dos. Lo de este último  ya no se puede llamar inspiración. Será calidad, talento, inteligencia, experiencia… Pero  no inspiración.  (¿Por qué llamar inspiración  al final  de  una obra  pensada  por  su  autor mucho tiempo? (Acaso alguien podría decir que el Guernica de Picasso es inspiración, cuando  el artista  trabajó su estilo, sus  ideas, sus  formas  y colores  durante  años y años?

Vivir permanentemente inspirado, eso es calidad. Actuar por ráfagas, eso es inspiración. Con la Selección Colombia, Asprilla sólo mostró ráfagas de su talento natural.  Y ahí estuvo  uno de los errores  más graves de toda esta historia. El país, todo,  se convenció  de que esas ráfagas eran calidad. Y que por lo tanto había que hacerle caso al jugador hasta en el mínimo capricho.  Para mantenerlo contento,  motivado,  dispuesto; para que no se fuera… para que le hiciera a Colombia el favor de jugar el Mundial de Estados Unidos.

Es que a Asprilla quisieron hacerlo ídolo simplemente porque en Colombia no hay ídolos. Nunca  los hubo. Aquí los ídolos son de barro. Inventados  por la prensa. Ni se les quiere ni son ejemplo de nada, porque  además no  tienen   ningún ejemplo para dar.  Son  hombres surgidos  de la miseria,  llevados al cielo en un par de días y devueltos al barro en otros dos.  Asprilla jamás  tuvo  la culpa  de que lo inventaran como ídolo. Su error fue creerse ídolo.  Y aprovecharse de su condición. Su culpa fue transgredir una y otra  vez las normas.

La verdad del 5-0

Pero, ¿cuál  fue la verdad  de aquel  trascendental  juego ante  los argentinos? ¿Cuál fue la realidad  de esos 90 minutos? ¿Por  qué  los colombianos se dejaron engañar por  un  resultado? Las  respuestas no son  tan  sencillas. Y mucho menos  inmediatas. Hay  que  devolver la cinta muchos años   para  llegar  a  una  conclusión. Hay que situarse, por  ejemplo, en el Mundial de Chile 62, cuando Colombia jugó su primera Copa del Mundo. Cuando todavía los jugadores salían a la cancha a ganar por gloria, no por dólares. Cuando aún representar a  un país era una distinción.

Por  aquel  entonces Colombia no significaba nada en el mundo del fútbol. Era, poco más o menos, lo que ha sido Venezuela en  los  últimos años. El profesionalismo  era una  mezcla  de amor por la camiseta y exiguas ayudas  económicas. La Selección era una quijotada. Los jugadores se hospedaban en  hoteles de  tercera, se  alimentaban mal y a veces hasta tenían que lavar sus propios uniformes. Nadie les regalaba  nada, nadie les prestaba la mínima  atención. En esas condiciones eliminaron a Perú -en juegos  de  ida  y  vuelta,  1-0 en  Bogotá   y  1-1 en Lima-y clasificaron al Mundial.

A Chile llegaron sin escándalos,  con  un  puñado de  hinchas,  las valijas, y una frase  de  Adolfo  Pedernera, el técnico,  metida en lo más profundo de su ser: “Nada  podemos  perder y, en el peor de los casos, ganaremos experiencia”. Esa humildad, ese bajo perfil, los transmitieron Cobo Zuluaga, Maravilla Gamboa,  Cuca Aceros  y Caimán Sánchez a la generación  que llegaba. De un solo golpe no podían, ni ellos ni los que venían detrás, quebrar ese dominio argentino que marcó al fútbol profesional  colombiano desde sus comienzos, en 1948.

Aquellos eran, todavía, años clasistas en el fútbol. A los argentinos se les pagaba el triple o más, y siempre en la fecha que correspondía. Los colombianos tenían que conformarse con los restos. La situación creó resentimientos, es obvio. Pero  no  cambió.  La humildad  se convirtió  en un complejo  de inferioridad racial, social, cultural y futbolístico.  El jugador colombiano sentía pánico al enfrentar  a los argentinos, a los brasileños o a los uruguayos.  Se creía menos. Salía al campo convencido de que lo mejor que le podía pasar era no salir goleado, humillado.

El primer  resultado  importante de una Selección Colombia ante  Argentina  se dio en 1971. Fue durante un  torneo  preolímpico  celebrado  en  Bogotá,  cuando el conjunto que dirigía el yugoslavo Toza  Vaselinovic igualó a unos con los argentinos y obtuvo  la clasificación para la Olimpiada de Munich. El gol del empate lo anotó Adolfo  Andrade,  a quien  llamaban El Rifle, sobre  los últimos  minutos  del partido.  Y fue celebrado  a rabiar por un estadio que no estaba acostumbrado a ganar, por un  público  conforme que  ya aceptaba  de  buena  gana perder  por 1-0.  Era la primera  vez que  Colombia no perdía con Argentina.

Hacia   1977 llegó  a Cali Carlos Salvador Bilardo. Fiel siempre a lo que  aprendió de su maestro Oswaldo Juan Zubeldía, empezó a trabajar con la mentalidad de sus  dirigidos. Comprendió  que  quien piensa  que  va a perder, pierde irremediablemente. “Mirá,  yo  tenía que colocarles en las paredes de los vestuarios las tapas de la revista El Gráfico para que vieran que los argentinos eran  como ellos,  para  que  se acostumbraran», dijo  en febrero  de 1994 Bilardo. Pero  cuando expresó que  Colombia  estaba  agrandada y declaró que  el 5-0  del  Monumental  no  significaba  q u e  Colombia fuera   cinco veces más que Argentina, se armó la polémica en el país. Los  diarios,  las  revistas   y los  noticieros lo calificaron de mentiroso. “¿Cómo viene  a decir eso  este señor después  de todo lo que Colombia le dio?”. “Es increíble que una persona pueda llegar a ser tan  ingrata”, decían. Como si la gratitud tuviera algo  que  ver con  la verdad, como  si  las  palabras  del  argentino hubieran tenido la intención  de ofender. A Bilardo no le perdonaron sus verdades.

Lo trataron de resentido. Y con ese manto se cubrió la realidad una vez más. Nadie se preguntó por qué iba a ser resentido un  técnico que  lo había  conseguido todo con la Selección de Argentina: campeón del  mundo en 1986  y subcampeón en  1990.  Nadie permitió que  sus comentarios fueran una hipótesis que  llevara a una conclusión. No, su nombre fue tachado, igual que su imagen, igual que sus opiniones. Hasta Hernán Darío Gómez y Francisco Maturana se subieron a ese bote. “Está loco, no sabe lo que dice”, fueron sus declaraciones.

Lo que más le dolió a la prensa  nacional, y por ende, al público, fue que  expresara abiertamente que Colombia no era favorita para ganar el Mundial. Una  muestra más de la ceguera a la que llegó el país con su Selección. También  le ocurrió  a Pelé, cuando  criticó  los lujos de Freddy Rincón ante el Milán de Italia (seamos claros, la segunda línea, y desgastada, además, del Milán de ltalia). Fue  esa  otra  de  las  razones  del fracaso posterior:  La intolerancia. La intolerancia impidió  que  se  pudieran solucionar algunos defectos,  que se dijera  la  verdad.  Colombia no escuchó  consejos,  sencillamente  porque se creyó perfecta en su fútbol. Y, obviamente, se derrumbó cuando  apareció  el primer  obstáculo.  Allí, ante el primer obstáculo, mostró su verdadera esencia. Su verdad. Lo anterior, todo lo anterior, había sido adorno, mentira.

***

El 5 de septiembre de  1993, la Selección  Colombia de fútbol  arribó  en pleno al estadio  de River Plate, sobre las cuatro  de la tarde. La recibieron con gritos  hostiles y gestos amenazantes. Argentina  se  jugaba su  paso al Mundial en ese partido y ya a esas horas pocos creían en el cuadro de Alfio Basile. Cuarenta minutos después de su llegada, los colombianos salieron a reconocer el terreno,  una forma  de  decir,  a probar  al público.  Estaban tranquilos. Córdoba saludó a la tribuna,  como  si nada. Rincón hizo bromas con Barrabás, Asprilla salió a hablar a través de un teléfono  celular.

Ese gesto, y en aquel instante, fue maravilloso para Colombia. Asprilla estaba de ídolo. “Ese negro tiene mucha personalidad”, decía la gente. A los diez minutos él y sus compañeros se devolvieron  al vestuario,  donde iniciaron  esa mística rutina de vendajes, ungüentos, masajes y ruegos que antecede un partido. En la charla técnica, Maturana les recordó a sus  jugadores que salieran tranquilos, que ya habían cumplido. Al final les dijo: “Respeten a los argentinos, ellos tienen un país grande y un fútbol grande. Se merecen respeto”.

Afuera, la  tribuna no  cesaba   de  cantar, siempre dirigida por  las barras  ubicadas detrás de  los arcos. De cuando  en cuando, se metía  con  algún colombiano que mostraba su bandera y le dedicaba un estribillo insultante. Aquello parecía  más el circo romano que  un estadio de fútbol. Las calles de Buenos Aires  y de rodo el resto del país  estaban vacías.  Había llegado  el  momento esperado.  Por  dos  horas, a Argentina dejó  de  interesarle todo lo que no tuviera  que ver con el fútbol. Y a Colombia, por  supuesto, también.

Al  principio el  partido fue  un  monólogo.  Argentina atacaba  por  todos lados. Por  abajo, por  arriba, por los costados, por el centro. En sólo diez minutos Gabriel Batistuta había  perdido dos  opciones  claras de anotar. Podía haber  goleada, ese  era el sentimiento general  en Núñez. Cuando el reloj marcó el minuto 40 de la primera parte, Colombia llegó por  vez primera al arco de Sergio Goycochea. Fue por una  jugada  solitaria de Rincón, que amagó  dos veces dentro del área y soltó un disparo fuerte al primer palo. Tres minutos después se comenzó a escribir la historia.

Valderrama recibió un balón  en su campo y se fue en diagonal, de izquierda a derecha. Esquivó a dos rivales y metió uno  de esos  pases que sólo él puede  meter, por la mitad de la defensa argentina. De atrás surgió Rincón, como un fantasma, enfrentó al portero, lo eludió hacia su  derecha y marcó el  1-0.  Estupor en  Buenos Aires, gritería en Colombia. A partir de entonces el juego  fue una  locura. Pero  no  porque los colombianos hubieran impuesto su ritmo, sino porque los argentinos se fueron con  todo a buscar  el empate.

En  medio de ese  desorden, surgió el Asprilla todos querían ver. Tuvo libertad y espacio, y los supo aprovechar. En  un  contraataque anotó el 2-0.  Argentina  se  fue  por  el  descuento, sin  tomar precauciones. En siete  minutos tuvo cuatro, cinco, seis oportunidades claras de gol; Córdoba las salvó todas. Llegó el momento  del  3-0.  De  nuevo  Asprilla, suelto, libre,  con  todo el  campo a su  disposición. Metió un  pique  de  50,  60 metros, arrastró a toda  la defensa argentina y llegó  a la última línea. Goycochea tapó su  remate, pero  el rebote le llegó a Leonel Álvarez, quien  buscó el fondo e hizo el centro hacia  atrás. Rincón volvió  a aparecer y le pegó mordido a la pelota. !Gol! Lo demás  fue desesperación para  Argentina. El  4-0 lo consiguió Faustino Asprilla después de robarle una pelota a Borrelli en tres cuartos de cancha, y el 5-0, Valencia, luego de un pase de Asprilla. En siete  ocasiones llegó Colombia al arco  de Sergio Goycochea. Anotó cinco goles.  En  realidad, un  accidente del fútbol que se repite cada muchos años.

Hacia  las ocho de  la noche  de  aquel  domingo el estadio de Núñez mostraba una  imagen   insólita. Ahí estaban todos juntos. Las «barras bravas» de Boca,  San Lorenzo, Racing, Temperley, Al!Boys. “Patoteros” que meten miedo. Muchachos y viejos  con  los ojos  inyectados  de odio hacia  una  sociedad de la cual se han  marginado. Allí estaban ellos,  todos juntos. Y aplaudían a los  colombianos. Como Diego Maradona, de pie en  la tribuna. Como los otros hinchas, menos violentos, pero igual de apasionados.

Se quedaron allí por  mucho tiempo. Diez, quince, veinte minutos. Una eternidad…  Para llorar. Para cantar de nuevo “vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos  a ganar”. Para  recordar. Después se marcharon, en silencio. Unos a la Boca, otros a Villa Fiorito, otros al centro…  Llevaban un  aliento amargo, un  aliento a bronca. Para  ellos  el fútbol siempre fue  vida. Y la vida siempre la pagaron a plazos con fútbol. Ese 5 de septiembre tocaron fondo. Cada  uno,  a su estilo, lo entendió.

La muerte olvidada

Los colombianos se subieron al primer vuelo  de Avíanca  el  lunes   siguiente. Convivieron durante las  siete horas que  duró el  trayecto desde  Buenos Aires  hasta Bogotá con  periodistas, hinchas, directivos y curiosos. Como iban  de ganadores, no  había problema en que la intimidad se quebrara. Brindaron con  ellos,  y con ellos se desahogaron de  tanta  rabia  contenida hacia  Argentina. “Por fin…  y ojalá  nos encontremos en  el Mundial para volverles a ganar. iPedantes!”  Freddy Rincón era uno de los más eufóricos. Había  vengado años y años  de humillaciones. Por  lo menos así lo sentía esa mañana.

El  vuelo  arribó a Eldorado hacia  las cuatro en  la tarde. Desde el mediodía la avenida que llega al aeropuerto se  encontraba repleta de aficionados. Estaban  felices, como la noche  anterior, pero  también sentían rabia. Todavía sentían rabia, esa rabia nacida en el periodismo, patentada en el periodismo y que explotó en las calles el 5 de septiembre. Banderas azul celeste  y blanco quemadas  aún  yacían  en  el suelo  junto con restos de aguardiente, ron,   harina  y  pólvora. La  Policía empezaba  a reportar los innumerables casos de violencia y los muertos de la celebración. Para  muchas familias,  un  partido de fútbol y una victoria se habían  transformado en una pesadilla.

Ese detalle apenas si quedó registrado en los diarios. No  hubo una  sola  voz  que  analizara, que  fuera  capaz de decir: “Este es el producto del odio inculcado a través de  los  medios de  comunicación hacia  los  argentinos”. “O esto es lo que  produce una sociedad hecha de rencillas, resentimientos y complejos de inferioridad”. Para encubrir la estupidez y la barbarie, la prensa  optó por recordar que en Bélgica, hooligans ingleses habían  asesinado a 41 fanáticos, el 30 de mayo de 1985, en el estadio de Heysel, Bruselas, cuando Juventus y Liverpool jugaban  el partido decisivo de  la Copa Europea de Clubes.

No  recordó, claro está,  que  por  ese  motivo la primer ministra británica, Margareth Thatcher, dispuso la entrega  de  250.000 libras esterlinas a  los  damnificados, y que tomó todas las medidas  para castigar, como en efecto castigó, a los  responsables. Tampoco recordó que  la UEFA (Unión Europea de Fútbol Asociado) sancionó a todos los clubes ingleses con cinco años  de suspensión para  cualquier competencia internacional. Ni  recordó que a raíz de esa tragedia los hooligans empezaron a ser perseguidos en todas partes  del mundo.

Fueron más de 100 los muertos de ese domingo septembrino. Por  lo menos, esa es la cifra  que  dan los diarios. El  5-0  también  hizo olvidar a las víctimas. No hubo minutos de silencio ni entierros colectivos ni ayudas para los familiares. El presidente Gaviria  no dijo una palabra  al respecto. Recibió a la Selección Colombia en El Campín para condecorar a sus  integrantes con  l Cruz de Boyacá. Esa noche, los futbolistas y Maturana, en pleno,  le pidieron al Presidente que  dejara  en libertad a René Higuita, quien  estaba  recluido en  la Cárcel Modelo de Bogotá desde  el 9 de  junio. Cumplía una condena por haber  intercedido en  la liberación de  la hija  del  narcotraficante Luis  Carlos Molina Yepes. “Había que  entender la situación, estábamos en  un momento de gloria  y parte  de esa gloria  le pertenecía a René”, dijo  Maturana después. Estaban en la gloria y por eso creían  que  podían hacer  lo que  se les antojara.

Desde entonces, Colombia  no  dejó  de  respirar fútbol. Y la nueva  moral  de signo pesos  se apropió de ese  deporte. Ya  no  fueron sólo  los  dineros de  oscura procedencia los que  lo invadieron. Las empresas privadas  también se anotaron  en  la lista con gruesas sumas -antes de  las  Eliminatorias, ya Bavaria  había  decidido  patrocinar a todas  las Selecciones Colombia-, así como los medios de comunicación y las agencias de publicidad. El  fútbol y  sus  jugadores contaminaron todos los espacios de la vida nacional. Tanto, que  terminaron por contaminarse a sí mismos.

El fútbol dejó  de ser  un  simple juego.  Creó muchos  intereses, y esos  intereses lo devoraron. Sus  jugadores no estaban acostumbrados a tanta fama,  a tanto dinero, a tanta lisonja. Los periodistas no supieron manejar esos instantes de  gloria. Al  revés,  los  despilfarraron. Y los directivos asesinaron la fuente de sus  riquezas por no saber  qué  hacer con  tanta  riqueza y cómo conseguir más. Todos descuidaron el fútbol, al pretender vivir del fútbol.

Es  como para  no creerlo. En  Argentina, en  Uruguay,  en  Brasil,  en  Italia,  en  Alemania, el fútbol nació hace más de  120 años.  Desde entonces hay campeonatos,  periodistas que  registran cada  juego  y aficionados que hablan de fútbol en largas tardes  de café. Esos  países han ganado títulos del mundo, medallas olímpicas, campeonatos internacionales… Produjeron futbolistas históricos, mágicos, que llevaron el fútbol  a otros países. Ciento veinte  años  para  aprender, para  crecer, para  entender que el fútbol no es únicamente lo que se ve en la cancha. Y todavía se equivocan. Todavía quedan por fuera de los Mundiales. Colombia, en cambio, con  escasos 46 años de vida futbolística, ya aspiraba a una Copa  del Mundo.

***

El año  de 1993 cerró para el fútbol colombiano con  el título de  Atlético Junior y con  la distinción otorgada por  el diario El País, de Montevideo, a Carlos Alberto Valderrama como el mejor jugador del año.  El triunfo de  Colombia sobre Argentina en Buenos Aires  y  la muerte de  Pablo Escobar, ocurrida el 2 de  diciembre en Medellín, fueron seleccionados como los dos acontecimientos más importantes de los doce  meses que estaban por concluir. No  tenían  nada que ver el uno con el otro. No obstante, sus protagonistas sí tuvieron nexos durante muchos años. Pero esa es otra  historia.

El 16 de diciembre, en Las Vegas, Estados Unidos, se supo por fin en qué grupo quedaría Colombia y cuáles serían sus rivales durante el Mundial. Ese grupo, el C, y los rivales, Rumania, Estados Unidos y Suiza, terminaron  de inflar el globo. Como no eran  Alemania ni Italia ni Holanda ni Brasil,  no habría  problemas, pensaron muchos. Incluso Francisco Maturana, por lo general  tan reservado, dejó  escapar su alegría  ante  los  micrófonos ese mismo día. “Es uno de los menos complicados, quizás, el grupo más accesible,  pero eso  no quiere decir  que sea fácil. Todos los  equipos en  un  Mundial son  difíciles”, afirmó.

De  nuevo se perdió la memoria. Se minimizó a Rumania,  que  en  el Mundial de  Italia había sido  una  de las gratas revelaciones. Se despreció a Estados Unidos, sin siquiera advertir que los norteamericanos no dejan el más pequeño detalle  al azar.  Y se  ignoró a Suiza,  que había obtenido su clasificación por encima de Portugal e Italia. El 17 de diciembre de 1993 había por todo el país un sentimiento de tranquilidad. Era una  confirmación: Colombia estaba  clasificada  de antemano, sin necesidad de medirse a nadie, para la segunda fase del Campeonato. Las  vacaciones de fin de año fueron para muchos la ocasión para firmar la papeleta de clasificación.

* Este es el primer capítulo del libro Pena Máxima, Un juicio al fútbol colombiano (Editorial Planeta). Los restantes se irán publicando cada tres días en este mismo espacio de El Magazín.

 

 

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