El Magazín

Publicado el elmagazin

Una carta de amor

carta de amor

 

Susan Halliday

Levantó el mazo y lo estrelló con todas sus fuerzas sobre el piso de madera. Las tablas podridas volaron en astillas, que por unos segundos quedaron suspendidas en el aire confundiéndose con la nube de polvo. Cuando volvió a aclarar el ambiente y se disponía a dar otro mazazo, alcanzó a ver algo que brillaba en el recoveco del entrepiso. Dejó el mazo, se arrodilló y sacó un pequeño cofre de madera con dibujos dorados en la tapa. Lo abrió y quedó deslumbrado. Había anillos, collares y aretes con piedras preciosas, así como una pulsera y una cadena que parecían de oro. También encontró en el fondo una carta dentro de un sobre amarillento, con un corazón rojo torpemente dibujado. La belleza y pulcritud del interior del cofre contrastaban con el desastre exterior.

Levantó la vista cerciorándose que ningún otro obrero de la demolición lo hubiese observado y leyó la carta. Un romance imposible y apasionado se adivinaba entre líneas. Se sintió conmovido. De alguna manera se identificaba con el amante. La volvió a guardar, cerró el cofre y miró hacia el cielo dando gracias al Señor de los Milagros por ese regalo que le mandaba. Ya podría ofrecerle algo a la Rosa para empezar una vida juntos. Tal vez ahora lo aceptara.

 La tía Emilia se negaba a dejar la casa que había heredado con sus hermanas hacía tantos años. La tía Mamerta y la tía Maricar habían muerto y esa enorme casa para ella sola amenazaba con caérsele encima. Las vigas del techo se habían arqueado peligrosamente desafiando las leyes de la física y las tablas de madera del piso chirriaban a su paso como una advertencia. Su familia había tratado de convencerla de vender la casa, pues los arreglos para volverla a levantar costaban más que hacerla de nuevo, pero ella no quería abandonar los recuerdos de toda una vida.

No solo la casa se encontraba en malas condiciones; el estado físico de la tía Emilia era bastante lamentable. Se movía con dificultad, las articulaciones le dolían, su vista no era confiable. Al caminar se enredaba en los tapetes y se resbalaba en el baño; ya se había caído en varias ocasiones. Su cabeza también le fallaba; olvidaba el agua hirviendo en la estufa y no cerraba bien la llave del baño. Definitivamente no podía estar sola.

Le consiguieron a Flora para que la cuidara en las noches, mientras que Ofelia le cocinaba y limpiaba la casa durante el día. Flora se sentaba en la mecedora de la tía Maricar para velar por el sueño de Emilia, pero tan pronto se acomodaba con un cojín y una manta quedaba profundamente dormida. En cambio Emilia sufría de insomnio y duraba horas dando vueltas en la cama mientras Flora roncaba a su lado. Ya al amanecer cuando escuchaba el canto de los pájaros la vencía el sueño; pero pocas horas después Flora, impaciente, la levantaba apresuradamente para ayudarla a bañar y vestir pues su turno terminaba temprano y se tenía que ir. De modo que Emilia pasaba el resto del día como sonámbula buscando el momento de hacer una siesta.

 Un día se despertó temprano. Abrió los ojos y vio a Flora con el armario abierto reburujando entre sus cosas.

          —¡Qué hace? preguntó sorprendida.

          — Le estoy alistando la ropa que se va a poner hoy.

 Emilia quedó preocupada, acordándose de las joyas que celosamente guardaba entre el armario.

Cuando Flora se hubo ido buscó el cofre y las contó. Ocho en total. Estaban completas. Luego sacó la carta y volvió a leerla por centésima vez. Hacía casi muchos años se la había escrito un galán del cual estaba perdidamente enamorada, pero que no calificaba para pertenecer a su familia.

          —Es un pobre diablo, decía el padre. —No tiene adonde caerse muerto.

          —Ni siquiera tiene un apellido conocido, decía la madre. —Quien sabe de donde viene.

Entonces él escribió esa carta atrevida donde le declaraba su amor y le pedía que escaparan juntos esa noche. Hasta tuvo el descaro de proponerle que se llevaran las joyas de su madre. Igual las iba a heredar algún día, le decía.

Ella no tuvo el valor para emprender esa loca aventura, como tampoco para contárselo a nadie. Pero en secreto guardó esa carta para siempre, creyendo retener con ella un pedacito del amante.

Cerró el armario y caminó despacio hacia la cama. De pronto sintió que una de las tablas del piso crujía bajo su pie, se agachó y descubrió que estaba suelta. La movió y pudo darse cuenta que entre las vigas de madera y las tablas quedaban unos huecos. Era el sitio ideal para esconder el cofre con las joyas y la carta, y así lo hizo.

Una noche despertó de un brinco bañada en sudor. Había tenido un sueño en el que buscaba el cofre y lo encontraba desocupado; las joyas habían desaparecido y la carta se la estaba comiendo una rata. Y lo que era peor la rata tenía la cara del amante. No pudo volver a conciliar el sueño pero tuvo que esperar a que se fuera Flora para agacharse y buscar el escondite. Estaba desorientada. Todas las tablas le parecían iguales.

          —Qué hace en el piso, señora… ¿Se volvió a caer? preguntó Ofelia entrando de improviso al cuarto y ayudándola a pararse.

           Tendré que esperar a estar sola, pensó Emilia.

Pero horas más tarde Ofelia la volvió a encontrar en cuatro patas recorriendo la habitación. Esta vez no dijo nada. Ya se lo contaría a la señora Eugenia.

Emilia no encontraba el lugar del escondite. No había una tabla suelta y el ejercicio la estaba agotando.

Por la noche, cuando Flora la acompañó al baño, esta se sorprendió al darse cuenta que Emilia en lugar de caminar, parecía bailando. “Como un niño cuando quiere hacer ruido con los pies”, pensó.

 Emilia estaba eufórica. Ya había encontrado la tabla que crujía. Memorizó el lugar para buscarla al día siguiente. Pero se llevó una sorpresa cuando al levantar la tabla no encontró nada.

          “¿Se lo habría robado Flora?”

          “¿Tal vez Ofelia lo había encontrado cuando enceraba el piso?”

 Como no tenía pruebas para condenar a ninguna de las dos, ni podía justificar el haber escondido el cofre en ese hueco, se quedó callada.

 Eugenia las escuchaba perpleja.

          —La señora está muy rara, decía Flora. —Ahora quiere zapatear en el piso.

          —Se la pasa en cuatro patas, añadía Ofelia. —Como si fuera un perro. Solo le falta ladrar.

La familia se reunió para analizar la gravedad de los hechos y concluyeron que le había llegado la demencia senil.

Aprovechando que habían recibido una oferta para comprar la casa, ya que se planeaba construir una clínica demoliendo todas las casas de esa manzana, cerraron el negocio.

A la tía Emilia le consiguieron cupo en una hermosa institución campestre donde la cuidarían personas capacitadas, lo cual no generó ninguna emoción por parte de ella.

Llena de tristeza empacó las cosas que guardaba en el armario y se marchó de la casa dejando enterrados sus recuerdos.

Comentarios