La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

Religión y política

Es un hecho que, desde hace algunos años en Colombia, las religiones no tradicionales han visto acrecentado el número de sus fieles de manera importante (y alarmante, diría yo). Al parecer, pues, al avance de las ciencias ha correspondido un avance proporcional en el número de feligreses de estas religiones, un avance debido, quizá, a ciertas vicisitudes de la vida social y política de nuestro país y a un paulatino desencanto del catolicismo. Aunque tal suceso, por razones que seguramente aborde en un futuro próximo, me parece deplorable, quisiera dedicar esta entrada a un fenómeno más peligroso aún que este auge religioso: las pretensiones políticas de tales congregaciones religiosas.

Hoy día existen al menos dos partidos de inspiración directamente religiosa en Colombia: el Partido Nacional Cristiano y el Movimiento Unión Cristiana (cfr. http://www.elabedul.net/Documentos/partidos_politicos.pdf). Estos partidos pretenden, de manera explícita o implícita y amparados por su creciente base de feligreses, impulsar proyectos de ley que hagan eco a sus creencias religiosas, en detrimento de aquéllos que no somos de su confesión o de confesión alguna. Obviamente, no pretendo que todas las iniciativas de estos partidos tengan como fin la imposición de cierto cuerpo de creencias. En cuanto a estas iniciativas per se no tengo nada qué decir. Sin embargo, aun en el caso de proyectos de ley aparentemente laicos, el peligro surge cuando sus argumentos no se basan en una consideración racional dirigida hacia el bien público, sino en su fe particular. Quizá un ejemplo ayude a clarificar mi punto de vista.

Imaginemos que José es un concejal de confesión católica que cree que es necesario crear más ciclovías. Aparentemente, no hay nada religioso en ello. No obstante, todavía falta examinar las razones por las cuales José busca impulsar la construcción de más ciclopistas. Supongamos ahora que el razonamiento de José es el siguiente: Dios creó al hombre y a la mujer para vivir una vida sana. Las ciclopistas, en principio, buscan fomentar el buen estado de salud de los ciudadanos. Ergo, es necesario impulsar la creación de más ciclopistas, si deseamos satisfacer los designios del Señor. Pues bien, aquí la pregunta no es tanto si éste es un buen o mal argumento—aunque es obvio que es bastante flojo, en la medida en que su primera premisa es altamente dubitable—, sino si este argumento es aceptable desde un punto de vista político. En lo sucesivo intentaré mostrar por qué creo que la respuesta a esta interrogante es negativa.

Mi argumento toma como premisa básica la idea de que el ámbito de lo político es el ámbito de lo público: algo es de carácter político en la medida en que atañe los asuntos de todos. En contraparte, si algo no es de incumbencia pública, como por ejemplo el hecho de si me gusta o no las telenovelas venezolanas, entonces ese algo no debería formar parte de ningún programa o plataforma política. El punto a indagar entonces es si la religión está del lado de lo público o de lo privado, es decir, si las creencias religiosas pueden constituir exitosamente la base de un argumento cuyo objetivo sea la promulgación de una norma social.

Para determinar esto será útil contrastar un enunciado de contenido religioso con uno de contenido no-religioso y de clara vocación universal. Tomaré como ejemplos los siguientes enunciados, que abreviaré como J y H, respectivamente: “Jesús es el salvador” y “todos los hombres nacen iguales ante la ley”. Ahora bien, la pregunta que quisiera plantear con respecto a estos dos enunciados es la siguiente: ¿expresan estas oraciones un asunto cuya negación suponga alguna consecuencia directa en el andamiaje teórico del Estado social de derecho (de aquí en adelante, ED) o en la estructura legal que actualmente nos cobija? Esta pregunta funge como un test diseñado para determinar el alcance político de un determinado enunciado, y cuya idea de fondo es la siguiente: si la negación de un enunciado supone algún tipo de modificación en nuestro concepto de ED o en el entramado de nuestras leyes, entonces ese enunciado debe ser de carácter público, pues lo que expresa está vinculado directamente con el conjunto de derechos y deberes consignados en nuestra Constitución. Si, por el contrario, nuestra concepción de ED o nuestras leyes son indiferentes a la negación de tal enunciado, entonces también serán indiferentes a su afirmación y, por ende, tal oración no constituye una parcela de la res publica y debe ser considerado como irrelevante a la hora de decidir los asuntos de la sociedad.

Pues bien; ¿cuál es el resultado de este test, con respecto a las oraciones J y H? Abordemos primero H. No hace falta devanarse los sesos para caer en cuenta de que la negación de H implicaría una mutilación muy importante a nuestra manera de entender el papel y los fundamentos del ED. De hecho, la tensión entre la negación de H y el ED es tal que nos es imposible considerar un ED en el cual H no fuese un principio rector. No-H y ED son, así, incompatibles; ¿pero sucede lo mismo, o algo similar, en el caso de no-J? ¿Acaso la suposición de que Jesús no sea el salvador implica alguna transformación de nuestro concepto de ED o en el conjunto de nuestras normas sociales? Claramente no. Bien podría Jesús ser el redentor, o el mismísimo Tláloc o Artemisa y, para asuntos de la polis, todo seguir igual. En este sentido, no existe ningún vínculo directo entre J y el ED o el conjunto de las leyes de nuestra polis. J es una creencia políticamente impotente.

Por supuesto, esta neutralidad no se restringe a J en particular, pues el mismo razonamiento se podría en principio aplicar a cualquier creencia religiosa que busque tener un impacto en la elaboración de las leyes y en nuestra manera de vivir en sociedad. Por consiguiente, los funcionarios—que son muchos y poderosos—que buscan promover ciertas leyes o decisiones públicas amparados por sus creencias religiosas cometen una forma de falacia de irrelevancia, pues buscan cimentar sus razonamientos en creencias que no pueden, por su misma naturaleza, brindar apoyo alguno a lo que pretenden probar (como por ejemplo que sea deseable construir más ciclovías). Esta actitud se explica, presumo, por una confusión arcaica respecto al rol de la religión en la existencia humana que tiende a desdibujar los límites del ámbito privado y el público. Del hecho de que la religión pretenda acercar la conciencia individual a Dios simplemente no se sigue que su rol también consista en acercar los pueblos y sus costumbres a la divinidad. Bien decía el propio Nazareno: «A Dios lo que es de Dios, y a César lo que es de César».

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A mis lectores les deseo un muy próspero y feliz 2010. Espero que durante este año crucial para los colombianos la razón los asista.

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