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En defensa de Armstrong

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¿Por qué, a pesar de un posible doping, los aficionados respaldamos a uno de los mejores ciclistas de la historia?

Nelson Fredy Padilla Castro*

Invito a cualquier lector a que observe algunos de los centenares de videos que hay en internet sobre los triunfos de Lance Armstrong, a que se siente por un momento en su sillín, intente avanzar diez o doce metros por pedalazo, alcance las 190 pulsaciones por minuto y sostenga ese ritmo durante seis horas. Entonces podría reflexionar con conocimiento de causa sobre qué ser humano es capaz de ganar siete Tour de Francia, la carrera por etapas más exigente del mundo; un mes con etapas diarias promedio de 190 kilómetros, seis o siete horas pedaleando, en ascenso, descenso o contrarreloj. Lograr esto después de superar un cáncer a los testículos, imponiéndose cada vez a los 180 mejores ciclistas del mundo, no es una hazaña cualquiera, incluso bajo el efecto de algún tipo de dopaje. Comprender la magnitud del esfuerzo es más fácil si uno sale de vez en cuando a la ciclovía o de paseo a un pueblo cercano y no aguanta más de dos horas de travesía porque siente desecho el trasero y sus vecindades. Ni hablar de los días siguientes.

Mi defensa de Armstrong, a quien la Agencia Antidopaje de Estados Unidos (Usada) quiere convertir en villano del deporte, es entonces emocional y no legal: claro que es grave que lo acusen de “utilizar y/o intentar utilizar sustancias prohibidas y/o métodos prohibidos, incluyendo EPO, transfusiones sanguíneas, testosterona, corticosteroides y agentes enmascaradores”; de “poseer sustancias prohibidas y/o métodos prohibidos, incluyendo EPO, transfusiones sanguíneas y equipamiento para realizarlas (como agujas, bolsas con sangre, recipientes y otro material de transfusión y material para la medición de los parámetros sanguíneos), testosterona, corticosteroides y agentes enmascaradores”; de “traficar con EPO, testosterona y corticosteroides”; de “administrar y/o intentar administrar a otros EPO, testosterona y cortisona”, y de “asistir, alentar, ayudar, instar, encubrir o ser cómplice de alguna otra forma en la violación de una o varias normas anti-dopaje y/o intentar violar normas anti-dopaje”. El pliego de cargos que reveló el viernes la Usada parece el “indicment” del uribista general Santoyo o el de un capo de la mafia colombiana o mexicana, dignos de extradición y cadena perpetua.

Pero del capo del que estamos hablando es el hombre que eclipsó sobre las ardientes carreteras francesas en julio, a través de los Alpes y los Pirineos, las leyendas épicas de Fausto Coppi, Jacques Anquetil, Eddie Merx, Bernard Hinault; el gringo que hizo del ciclismo uno de los deportes más vistos y seguidos del mundo, aquel que ganaba desde la etapa del prólogo en París y se mantenía en primera fila a través de metas volantes, premios de montaña inhumanos para un atleta sobre dos ruedas como el Alpe de Huez o el Tourmalet, solo para recordar picos por los que colombianos como Lucho Herrera y Patrocinio Jiménez pasaron de primeros, hasta el paseo por los Campos Elíseos.

Desde mi óptica de ciclista recreativo, de aficionado al caballito de acero desde los años 80 gracias a los escarabajos colombianos a los que acusaron en su primer Tour de Francia de doparse con panela, deportes como el ciclismo y el atletismo merecen un respeto adicional por el esfuerzo físico y mental que demandan. Por eso, admiración es lo mínimo que uno puede manifestar ante un campeón que corre los 100 metros planos en menos de diez segundos, como Ben Johnson, o un maratonista que recorre 40 kilómetros en dos horas diez minutos. A mí me sigue impresionando Johnson así lo hayan satanizado por doparse, igual percepción tendría de Usain Bolt si los controles médicos reportaran lo mismo. Armstrong es un monstruo que merece figurar en letras grandes en la historia del deporte, con o sin el aval de los zares del ciclismo.

No es que justifique doparse para hacer deporte a nivel competitivo, que sería el equivalente a drogarse para experimentar sensaciones antinaturales, trato de analizar por aparte al ser humano que quiere ir más rápido y llegar más alto en el contexto de un mundo regido por mafias. Me refiero a los carteles de medicamentos que rodean el profesionalismo y que en el caso del ciclismo ya han quedado expuestos en países como España e Italia. Laboratorios capaces de producir sustancias que mejoran el rendimiento físico poniendo en riesgo la salud de los atletas y carreras deportivas como la de Armstrong. Inyecciones, pastillas, jarabes, comida para incidir sobre los glóbulos rojos y la oxigenación.

Si Armstrong es ratificado culpable del “indicment” por la Unión Ciclista Internacional (Uci), ¿él es el único culpable? ¿Qué grado de responsabilidad tienen quienes fueron sus directores técnicos, sus médicos, sus compañeros de equipo? ¿Se darán a conocer los nombres de aquellos expertos y de los laboratorios que influyeron en él? Seguramente no. El nombre de Armstrong y su mérito deportivo son el chivo expiatorio de una rentable industria que no se va a detener y de vez en cuando necesita sacrificados para simular la transparencia de las mafias deportivas.

Es como en fútbol la Juventus descendida hace poco a segunda división y despojada del “scudetto” por comprar partidos, pero prontamente ascendida a primera cuando los escándalos de soborno siguen a la orden del día. Como espectador me defrauda más un árbitro comprado que se inventa un penal o niega un gol válido que un ciclista como Armstrong que recorre un país en bicicleta, bajo presión y enfrentando cualquier clima.

Éste y el enriquecimiento fácil de empresarios y atletas es uno de los problemas de fondo del deporte actual. Si no hubiera tanta fuerza oscura en torno no habría necesidad de doping. Sin embargo, la realidad es la de las grandes farmaceúticas acechando, buscando ratones de laboratorio en una vitrina inigualable; las grandes potencias como Estados Unidos, China, Rusia, forzando niños desde los cuatro años de edad para que se conviertan en campeones históricos al estilo Michael Phelps.

Quiérase o no, esto termina minando la sicología de los deportistas, desde el que se inyecta hasta el que uno ve en el estadio tomando Red Bull antes de saltar a la cancha. Por todo esto, abogo por Armstrong y no olvido sus gestas mientras la bicicleta necesite ser impulsada por las dos piernas, la mente y el corazón de un campeón. Es como si en literatura hoy pretendieran despojar de honores a un clásico porque encontró la inspiración en su alcoholismo. “Realismo sucio”, “música de cañerías”, para citar a Charles Bukowski, que con gusto se hubiera emborrachado con  Armstrong.

* Editor dominical de El Espectador

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