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Favio Fuego o Nuestra Señora de She Shan

flowing rock, Flickr, Paul Bica
flowing rock, Flickr, Paul Bica

Patricia Stillger (*)

Temeroso del fuego en todas sus formas, Favio Armendáriz vivió precavido y fue salvo y bendecido. No obstante, su rigurosa forma de vida para evitar cualquier contacto con ese elemento lo llevó a ciertos hábitos que cualquiera consideraría una excentricidad. Cualquiera que no conociera la verdadera dimensión de su problema.

Lo conocí cuando se mudó al barrio. Había cierta fricción en sus maneras, pero se manifestaba  atento conmigo y con las otras mamás. Pasó muchas tardes jugando con mi hija. Si prefería las niñas era porque  descubrían más tarde que los varones los placeres de la piromanía. Y porque le gustaban mucho las niñas. Eso también fue una parte de su… condición. Sí, pudiéramos llamarla así.

Por años no supe nada de él. Excepto por lo que me comentaba Paulita. Que se fue a la capital, que se recibió de arquitecto y que estuvo noviando por temporadas breves. Otra chica del barrio fue más detallista en el relato. Estudió con él y le siguió los pasos más de cerca.

Favio se especializó en materiales ignífugos. Desarrolló sistemas eléctricos más seguros y odiaba tanto el papel que fue el primero de su clase en volverse  especialista en autoCAD. En su departamentito  anuló la cocina y los calefactores. Comía afuera o solamente ensaladas. Pocos años después,  económicamente sólido se hizo famoso por el diseño de calefones solares y otros usos de energía que generaban calor, pero que  impedían la sola visión del fuego. Él mismo habitaba en una de esas construcciones altamente seguras. Aún así, la construyó cerca del Departamento de Bomberos y era un experto en el uso de matafuegos.

Con el amor se le complicó un poco. Amaba con llama baja. Le duraba poco. Las chicas se cansaban. Cuando abandonaban la casa se veían pálidas y tristes. Él no entendía muy bien por qué,  pero  siempre aparecía una nueva, por lo que no se preocupó demasiado.

Un día se enamoró de una muchacha excelsa. Era decoradora de interiores y ella insistía en la manera de disimular los interminables  matafuegos en un edificio que él había diseñado. Amor en el sitio de trabajo es el más frecuente. Pero no lo fue su manera de enamorarse. La invitó a almorzar un día, pero evitó llevarla a un restorán. Le parecían  trampas mortales; cocinas, fuego, ya se sabe. La llevó a una plaza. Compraron tartas y bebidas y se sentaron en el pasto. El día era radiante y él no pudo dejar de mirar su cabello rubio, largo y ondulado, el sol la iluminaba como en el Renacimiento. ¿Rubia? No, no exactamente. Había unos reflejos rojizos. El sol cambió de lugar y más notaba él la mutación en el color. Cuando terminaron de comer, ella se puso a hurgar en la cartera hasta que encontró los cigarrillos y el encendedor. Él no disimuló su disgusto:

-Eso mata, nena-

-¡Uyyy! Otro militante anti tabáquico.

-No el cigarrillo. El fuego- le indicó desde lejos el encendedor-

-Jajajajaja. ¡Qué tonto, qué gracioso!

-¿No sabías que Clarice Lispector se quedó dormida con un cigarrillo y sufrió quemaduras horribles en todo su cuerpo?

-¿Se murió de eso?

-No, de cáncer.

-¿De pulmón?

-De útero.

-¿Ves?, te prometo que nunca fumaré en la cama- apagó el cigarrillo en el pasto y lo besó largamente- Ella también estaba re-puesta.

Se puede decir que la amaba tanto como le temía. Se fueron a vivir juntos. Él solícito, llenó la casa de ceniceros especiales que tenían una bandeja metálica diseñada en gajos que se abrían y se cerraban.  A esto, le sumó un dispositivo que detectaba el calor que abría los gajos y el cigarrillo caía a una especie de diminuto estanque con agua. Ella se quejaba de que no podía apoyarlo siquiera porque inmediatamente pasaba al subsuelo acuoso y se apagaba. Tampoco le gustaba que él le pidiera que cuando dormían pusiera su cabellera hacia el otro lado.

Discutían mucho por nimiedades fueguinas. Ella desoyó los típicos consejos de los amigos. “Mandalo a hacer terapia”. No era del tipo de los que se dejan terapiar.

-A este lo curo yo-  le dijo omnipotente a su madre.

-¿Y cómo?

-¿A qué te tiene miedo?

-¿Al amor?

-¡No, mamá! ¡Al fuego! Eso se cura con más fuego.

-¡Ay, nena! ¿Qué vas a hacer?

Razón tenía la madre. Ella empezó a aprender masajes eróticos. El maestro chino le dijo que llenara de velas el cuarto, de esas flotantes con aromas y colores.

-Nada de velitas, maestro, necesito fuego.

-Entonces te enviaré con She Shan. Ella sabrá.

Estaba tan concentrada en el aprendizaje que llegaba con contracturas y muerta de cansancio por los consejos que le daba She Shan. Sin embargo, le había advertido que el método para curarlo no debía ser traumático y que ella debía aprender a manejarlo mejor. Favio empezó a temer lo peor. Se acercaba a ella en las noches y la acariciaba para comenzar un juego amoroso. Ella lo rechazaba fervorosamente. “Me dejará, me dejará como las otras que no me importaban, pero a ella la amo”- se decía mientras la veía dormir con la indiferencia de los que duermen-Cuando él se iba a trabajar a la mañana siguiente, ella prendía inciensos de todos los aromas y colores y tomaba largos baños  con sales y otras sustancias no identificables. De paso, fumaba sin los malditos ceniceros.

El asunto ya se parecía a Karate Kid, pero a puertas cerradas y vaya a saber qué cosas le enseñaba la china. Como en la película, la aceleración del aprendizaje subió de cero a cien en muy poco tiempo y un día She Shan le cerró la puerta y se despidió de ella para siempre. Ya sabría lo que tenía que hacer.

Esas vacaciones ella le propuso que fueran a San Blas. Una cabaña solitaria, una isla de 200 metros cuadrados. Negocio bien montado, los aborígenes te llevan víveres dos veces al día y te dejan en paz, una verdadera luna de miel. “Nadie, mi amor, los dos solos”. Favio estaba encantado. Le haría el amor en la arena, el mar, tanta agua alrededor, ya ni siquiera le molestaba el encendido cabello de su mujer. La recorrería plácidamente, le haría sentir el rigor del sexo tras el sexo, sin tiempo, sin noches, sin más que él. Le marcaría el ritmo. Imponerle un estándar de allí en adelante,  para su seguridad. Con él no necesitaría ni más chinos ni toda esa mierda del fenshui o como se llamara.

Al desembarcar, ella le dio una propina excesiva al muchacho, que la miró con una sombra de duda. Ella asintió. Favio ya arrastraba las mochilas debajo de una palmera tan perfecta como una de utilería.

El ritual, como él le dijo a ella, empezó de inmediato. Ella dejó que todo pasara, de hecho lo disfrutaba enormemente. Empezaron en el agua, luego a la orilla del mar, pero de repente Favio se dio cuenta que su piel ardía y no exactamente de deseo. Se refugiaron a la sombra, en la cabaña y de paso comieron y bebieron porque el agua y el amor abren el apetito.

Solamente cuando el sol dejó de lastimar pieles y ojos, volvieron a salir. Después de una pieza de sexo clásico, aunque no falta de romanticismo, ella lo reclamó de una manera que él no conocía. En una contorsión que nunca después pudo describir ella le cerró los labios alrededor de su miembro flácido.

 En el principio fue el glande. Pero en un instante ella ascendió y descendió una sola vez. Para entonces la erección era absoluta. Ella volteó el cuello apenas hacia atrás. Y otra vez, bajó y subió con la lengua y la boca relajadas al punto de no tocarle ningún punto de rechazo, creando un túnel directo que iba de la boca al esófago. Desde la base a la punta. El miembro se puso como una piedra en décimas de segundo.  El hombre se estremeció… No, no fue eso. Al hombre lo poseyó. En una experiencia más cercana a la mística de San Juan de la Cruz  que a una bomba porno, Favio sintió la rareza inefable de una cueva de fricción ausente, de un toque contra el vacío más lleno y que se desarmaba en un torrente de semen que no pudo contener. Fueron segundos. Es una falacia narrativa contarlo en tantas palabras. Sobra el tiempo real. Debería existir el silencio para encontrar la forma de decir el efímero placer infinito.

Él la miró con los ojos desorbitados. “Quiero más. ¿Qué me hiciste?” La tomó por la cabeza y le besó el pelo. “Te adoro. ¿De dónde salió ese animal?”- preguntó grosero y amoroso-Fueron a la cabaña. “Me muero de sed”. “Claro, vamos. Y yo de hambre”. Solamente les quedaba fruta, que engulleron ávidamente. No quedaba agua. Ya vendría el kuna, con las provisiones para esa noche.

Pues no viene. Y a él no le importa, pero se le nota en la piel que entre ardida y deshidratada. Quiere más y ella otorga, como los dioses. Ella bebe. Él no. Ella bebe una vez más. Él no. Pierde el sentido. Ella aprieta con calma alguna fruta desechada y le moja los labios. Él delira. Pasa casi un día más y ya no hay de qué alimentarse, pero por breves instantes él despierta y le pide que repita por última vez el milagro de beberlo. Ella duda, pero accede y él, definitivamente entra en un sopor sonriente y final.

-¿Qué?… ¿Se murió?

-Noooo, mamá. Ahora trabaja menos y mudó su oficina cerca de la de su mujer. Cada dos horas desaparecen en un baño.

-¿Se volvió adicto?

-Sí, ahora necesita fuego y oxígeno en dosis iguales. (¿Fin dos?).

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(*) Colaboradora.

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