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Para Enrique Jardiel Poncela

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Por: Jaime Andrés Monsalve B.*

Llegué hasta su literatura, respetado Enrique (el querido lo tomo prestado de su elegante estilo para la epístola, una de las armas más importantes de los galanes de su obra), con la curiosidad del niño que se enfrenta a una revista de dibujitos. Porque un dibujo era lo que adornaba la portada de esa edición de Amor se escribe sin hache que tanto me impactó hacia mis once años, en casa de mis primos, los Molano. El patriarca de la familia, don Víctor Molano, Vimola, había hecho carrera en la literatura humorística, y de seguro, como muchos de sus correligionarios, tenía a la mano un ejemplar de aquella, su primera novela larga, como una fuente de la cual beber cada tanto e inspirarse. Porque usted ha sido reflejo por generaciones para todos aquellos que, como don Víctor, encontraron una manera de comunicarse por medio del humor.

Pero usted en eso de la risa en tanto manera particular de encarar la vida estaba solo, como lo estaba el ingenuo de Elías Pérez Seltz frente a su adorada Sylvia Brums, la coqueta burguesa de vida muelle que no cejaba en sus esfuerzos por ver hasta dónde llegaría en pos de su amor en aquella novela. La misma que casi hace desnucar a su amante en ciernes solicitándole la prueba de amor más anodina de la historia de la literatura: “Mi amor está lleno de rarezas, de obstáculos, de originalidades —se le anticipa al bueno y lúbrico de Zambombo—. Yo, por ejemplo, sería incapaz de amar a un hombre que no supiese dar el doble salto mortal. ¿Sabe usted darlo?”.

Y digo que estaba usted solo porque antes, querido Enrique, las heroínas bastaban de flores, escarceos y palabras para darse al amor galante. Pero de repente llegó Jardiel Poncela y su Madrid señera y su temeridad para hacer mofa de todo sin miedo. Y apareció Amor se escribe sin hache, y con ella quienes la llamaron con razón “el Quijote de la literatura romántica”. Porque su protagonista lograba tanto éxito en sus búsquedas amorosas como el Ingenioso Hidalgo en sus luchas contra los molinos de viento. Y porque los que esperaban un final feliz, en el que príncipe y princesa correspondieran a la lógica del cuento contado para vivir felices y comer perdices y todo lo demás, tenían que conformarse con la graciosa disertación de un experimentado casanova en retiro que sabe que sólo las cosas importantes del mundo se escriben con hache. Humorismo, entre ellas. Amor, ni en guasa.

Pasó algún tiempo antes de encontrarme con La “tournée” de Dios, y de nuevo, adorado Enrique, las sonrisas de ayer fueron las de hoy. Y esta vez, anticipándose a una reacción que ya le había tocado vivir con las persecuciones de ambos bandos durante la Guerra Civil, y de seguro también frente a ese público cada vez más ceñudo y solemne de la España de posguerra que lo obligó a exiliarse en Argentina, no escatimó usted un prólogo en el que queda claro, 20 páginas de desopilantes cavilaciones después, que el presente “no es un libro antirreligioso”. Y no estaba de más cuidarse, pues La “tournée”, novela riesgosa donde las haya, está protagonizado por un dechado de personajes que difunden la misoginia, el prejuicio y la crueldad como si tal cosa, reflejos de una humanidad que sólo podría redimirse con el anuncio celestial de una página entera que reza: “¡A LAS ONCE, APARECERÁ DIOS! ¿QUIÉN LO VERÁ PRIMERO? QUIZÁ LOS AVIADORES!…”.

Muchos críticos han hablado acerca del tremendo error que constituye revisar su obra tan sólo desde el componente del humor, que es enorme y profuso. Pero justamente es esa imaginación desbordada la que le permitió hacer de la novela un artilugio de experimentación, en el que pudo darse todas las licencias posibles porque no había que tomársela tan en serio. La “tournée” de Dios, escrita 30 años antes que Rayuela, ya planteaba la posibilidad de leer los capítulos en desorden, llegando a sugerir incluso el desencuadernar el libro, reorganizarlo y volverlo a armar. “Hay otro sistema —arriesgaba Jardiel—: coger el libro sin leerlo y arrojarlo por el balcón. Pero no está bien que yo recomiende este último sistema”. Ni yo tampoco, evidentemente.

Luego llegó hasta mí su otra literatura, amado Enrique, la que lo hizo más famoso pero que le pudo haber prodigado más en oro: la de sus piezas teatrales, todavía dignas de cartelera en cualquier lugar del mundo. Y sus entremeses y sus cartas. Y sus crónicas de viaje y sus parodias de grandes personajes de la literatura, como Sherlock Holmes. Demasiado riesgo y a la vez demasiado desenfado. Gracias a esas breves piezas, que usted calificó como lecturas “mientras llega el ascensor”, aprendimos a preparar las chufas a la grand dumond (un plato que, si desea satisfacer plenamente a sus invitados, es mejor botarlo), resolvimos cualquier cantidad de acertijos de manera caprichosa y sabemos que aquel amigo “que se pega como un sello y no vale más de dos pesetas” es lo que podríamos llamar amigo-póliza.

Así las cosas, idolatrado Enrique, ¿qué otra posibilidad hay sino la de agradecerle el haberme hecho lector suyo y, por añadidura, de la demás literatura? Las hay, y varias, sí. Y yo me inclino por una: la que usted mismo sugería en el prólogo de Amor se escribe sin hache como posibilidad de fomentar la lectura de su obra: prestar sus libros. “Como la persona a quien se lo dejes no te lo devolverá, tú te apresurarás a comprar otro ejemplar inmediatamente. También ese segundo ejemplar debes prestarlo y adquirir un tercero y prestarlo; y adquirir otro más y prestarlo también… Con tal sistema, a pocos amigos que tengas a quienes acostumbres a prestar libros, yo haré un buen negocio y te quedaré agradecidísimo”. Y créame que lo haría más, si fueran sencillos de conseguir.

* Director musical Radio Nacional.

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