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Desde el futuro a Julio Verne (Correspondencia tardía I)

 

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Por: Ángela Martín Laiton

Iniciamos hoy una serie que irá hasta el próximo domingo, en la que un grupo de lectores evocan las historias que alimentaron su espíritu y le dieron vida a su intelecto. En medio de recuerdos y recapitulaciones de sus libros de preferencia, les cuentan a los autores de diferentes obras la huella imborrable que dejaron en su vida.

He estado durante mucho tiempo en busca de la manera correcta para dirigirme a usted. Durante años he querido darle mi agradecimiento por lo mucho que significó su obra en mi vida y la de mi hermano. Ocurrió hace un par de días, cuando llegó una fotografía de mi mamá a mi celular. Este último es un aparato similar al “telefoto”, ese mecanismo tecnológico que usted predijo para comunicar rápidamente a la humanidad. Mediante algo parecido, mi mamá envió una fotografía, era la página de un libro viejo que encontró mientras limpiaba mi biblioteca. En la contraportada decía: Miguel Strogoff, y justo debajo de este nombre estaba escrito con bolígrafo y una caligrafía más bien precaria la adición: “Y Ángela en muchas aventuras”; no sé cuánto tiempo reí y lloré al tiempo, no sé cuántas nostalgias volvieron a mi cabeza, pero fue este suceso una buena oportunidad para enviarle mi agradecimiento.

Sin el ánimo de molestarle y con el fin de explicarle cómo sucedió todo esto de que mi nombre terminara debajo del de su personaje, me gustaría que me permitiera narrarle. La historia empezó algunos años atrás y más o menos así la guarda mi memoria.

“Pedir ayuda aquí es trabajar doble, todos hacen lo que quieren, limpiar la biblioteca no significa sentarse a leer lo que hay en ella”, gritaba al fondo la voz fuerte de mi mamá, que intentaba por todos los medios que ayudáramos en casa, ese cálido lugar al que vuelvo siempre en mis sueños cuando busco la estabilidad y plenitud que me dieron mis días de infancia. Fue en una de esas tardes en las que la misión era limpiar y ordenar toda la biblioteca. Mi hermano y yo refunfuñábamos que no estaba tan sucia y podía esperar otros días. Mi mamá alegaba que no nos estaba consultando si queríamos limpiarla.

 

Arriba de la silla iba pasándole a mi hermano menor cada ejemplar después de soplarle el polvo, ojeando algunos y oliéndoles las páginas. A veces caían las flores que me gustaba guardar mientras leía en el jardín del colegio. Generalmente lo hacía cuando quería señalar la página y no contaba con más recursos. En medio de la limpieza salió un libro que había dejado inconcluso porque la profesora que nos había pedido leerlo se enfermó y en el cambio de docente también cambiaron el libro que trabajaríamos para la clase de literatura. Un hombre rubio, de tez blanca y ojos claros, estaba en la tapa del libro. La fotografía abarcaba todo y dejaba un pequeño espacio para el título: Miguel Strogoff.

De un brinco bajé y le dije a mi hermano que nos diéramos una pausa. Ese fue el inicio de muchos días maravillosos en los que pasamos sentados leyendo las aventuras de un enviado especial del zar que debía pasar por paisajes inhóspitos e inmensas dificultades para llevar un mensaje al hermano del mandatario, poniéndolo al tanto de una traición política y una posible revolución. No sé cuánto tiempo duramos leyéndolo, pero tengo viva la memoria de la sensación extraña que tuve cuando lo terminé. Retrospectivamente, creo que durante mi niñez este fue uno de los primeros libros que leí completo a voluntad y un agradecimiento infinito me abarca por todos los regalos que me brindó.

Después de eso, de la mano de mi hermano nadamos por su narrativa interminablemente. Fuimos al centro de la tierra, a la luna, viajamos por países desconocidos y con voracidad nos quedamos perplejos ante las historias que usted nos iba mostrando en cada libro. Intercambiábamos libros por otros ejemplares de su autoría, recibimos su consejo sobre otros escritores como los Dumas y fue así como terminamos conociendo otros títulos y latitudes que nos transformaron poco a poco y sin darnos cuenta.

Me sumergía en la magia de aquel mundo que había descubierto debajo del polvo de la biblioteca. Intercambié no sé cuántos títulos por otros tantos y cuando llegó el tiempo de las vacaciones, mi mamá nos llevó a una librería. Nació también una de las costumbres más lindas de mi familia, que consistía en regalarnos libros como premio a las buenas calificaciones. No nos obligaron a leer, porque mi mamá creía que leer no tenía nada que ver con los deberes, ni con los castigos, y en cambio, cada tanto nos premiaban con uno nuevo que eligiéramos de las estanterías.

Años después y con mucho cariño releí la historia de Miguel Strogoff y con otros ojos sentí como si estuviera sobre un libro completamente diferente. Entendí también que aunque le relegaron a usted y muchos otros escritores al papel de iniciadores, no solo hablando despectivamente de su seriedad sino del valor de los niños como lectores, esa titulación de literatura menor solo hace parte de diversas estrategias de mercantilización de la literatura y de la pedantería de muchos críticos. No existe desde mi perspectiva ningún libro enteramente inocente y no son los niños tontos a los que hay que hablarles en lenguajes menores.

Con esa apreciación me despido, con la esperanza de haber llegado, si no a usted, al menos al corazón de sus lectores, con la buena nueva de decirle que París en el Siglo XX se publicó hace algunos años, y con la tristeza también de afirmarle que lo vivido por el pobre Jérôme Dufrénoy es hoy una realidad: no se valoró más la construcción literaria si no producía ganancias, pues esta época, tal y como usted la previó, está dominada por la ciencia y el dinero.

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