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A un Juan Rulfo imaginado (Correspondencia tardía II)

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Por:  Juliana Muñoz Toro

Carta al escritor mexicano que se caracterizó por mantener un espíritu tranquilo, a veces triste y siempre modesto.

¿No oyes ladrar los perros? Escucha bien. A mí no me dejan dormir. Cierro los ojos, como haciéndome la muerta, y me invento una plática contigo. Te pido, así como tú lo hacías con los otros, que seas tolerante conmigo, que seas generoso. Yo solo tengo palabras que son comejenes que se estrellan contra las lámparas y se quedan sin alas.

Cuando me respondas, por favor que sea con tu voz “hecha de hebras humanas”. Yo me haré la que escucha voces en su cabeza, fragmentos de una conversación pasada, un juramento, una línea escrita en un diario verde. Los recuerdos tienen vida propia. Así, solo así, mientras te leo me parecerá oír a un trabajador del campo, o a un fugitivo, que sin ser poeta señala un cerro y dice: “Las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas”.

Escribe, aunque sea desde la soledad del orfanatorio, allí donde se te prendió una depresión que seguro aún no se te ha quitado. Porque los muertos también se deprimen. Necesitabas tanto de esa tristeza como de la vida misma. O tal vez habitabas en un lugar “donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara”.

 

Te prometo —para qué son las cartas si no para prometer— que te visitaré “en la época del aire” para que tú eleves un papalote y yo un cometa, los unamos con la misma cuerda y no podamos controlar su movimiento. Pero levanta la cara, Juan, que ya se te está olvidando el cielo. No me digas que “El cielo está tan alto, y mis ojos sin tan mirada”.

Prometo quedarme a tu lado admirando el tiempo detenido. Como dentro de un muerto. O dentro de un tren lunático, protegidos de la velocidad al otro lado de las ventanas. También se puede encoger el tiempo en una hora tras otra hora como si las campanas de una iglesia no dejaran de sonar. Es que hay momentos y lugares que solo queremos describir, despojarlos de toda acción, de todo correr de los relojes. Tú, yo, el desierto, las espirales, el mezcal. No se necesita un verbo, solo un ‘para siempre’.

¿Con quién hablas ahora, Juan? ¿Con quién hablan tus voces interiores? ¿Acaso te gusta jugar a veces a que eres el hijo de Pedro Páramo y que buscas a esa mujer ideal que es Susana San Juan, de la que alguna vez revelaste que sí existía y que te daba vitalidad aunque fuera inaccesible?

¿A quién le temes? No temas como el que huía siempre y que solo sintió ganas de vivir cuando vio de cerca a la muerte “que le sacaba el ansia por los ojos”. No temas como quien aguardó a que la noche le llenara “de fantasmas la oscuridad”. Teme, mejor, como quien dice tal cual son las cosas, pero en clave de magia, de fantasía. Eres bueno para eso. Cuando hablas de tu época parece que hablaras de la nuestra: la creciente miseria y el desarraigo del campo.

“Este pueblo aguanta”, dicen. Aguanta la corrupción, el robo. Todo. Y no nos vamos porque aquí viven nuestros muertos.

La tragedia inminente de tus historias. De las nuestras. Tú entendías la pérdida de tu padre y de tu madre como algo ilógico, del destino. ¿Estaremos destinados a la Revolución? No, dijiste, ya murieron muchos así. Somos los hijos que han deshonrado la sangre de un país, somos los padres que castigan con el olvido.

Escribiste Pedro Páramo para hablar de eso. Para aniquilar el tiempo y el espacio. Y cuánto te costó. Matar a todos tus personajes. Escribir cuentos que solo veías como ejercicios para encontrar la forma de una novela que ya tenías en la cabeza. Terminar doscientos cincuenta páginas que quedaron reducidas a la mitad. Limpiar tus propias ideas para no llenar el vacío con divagaciones. Zafar al autor. Odiar el adjetivo. Honrar el sustantivo.

Si algún día llego a Comala o a Luvina, me vería con otros pies, pies que tal vez no caminen sino que se eleven, y llevaré tus ojos con los que miraste esas tierras.

Te llevaré vivo y hablaremos poco porque ya sé que lo prefieres así. En dos libros lograste lo que muchos nunca lograrán en vastos tomos. Ya sé. Vas a decir que no escribías, sino que borroneabas unas páginas por afición. Que tu único oficio era el de vivir. Ahora es el de morir, así, en infinitivo para que nunca acabes de irte. Vas a decir de nuevo que ya te llegó la antigüedad y que por eso no vas a caminar en un llano en llamas.

Caminemos, Juan pata de perro, como te decía la tía Lola de tanto que andaregueabas por tu pueblo, a pesar de que en cualquier momento podían llegar jinetes armados y darte un balazo.

Ya no estás para ladrarle al silencio, pero me cuesta trabajo zafarme de tus manos muertas. Manos que escriben sentencias que no quieres que nadie más lea: “Nadie puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague”.

Desde el abismo imposible de esta carta me despido, querido Juan, pero no me iré. Como muerto también vives aquí y jamás te dejaría solo.

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