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Isaurita como educadora

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 Anderson Benavides

“A la pobreza le ha tocado en suerte sabiduría”, Eurípides, Fr. 641.3

 Para nosotros apenas quería Isaurita tres cosas muy sencillas: una vida libre, decorosa y merecedora de una excelente educación; a fin de cuentas, si bien una buena educación no nos aseguraba fortuna material alguna, al menos nos daba la certeza de llegar tan lejos en la vida como nos lo permitiera nuestra inteligencia. Por lo demás, si teníamos a la sabiduría como la más alta entre todas las riquezas, alguna posibilidad tendríamos de salir algún día definitivamente de la pobreza, pues todo cuanto necesitáramos para librarnos de sus penurias no podía residir en un lugar distinto al de los límites de nuestras propias cabezas.

 

Por eso mismo no había en esta tierra nada que pudiese hacer sentir más viva y feliz a Isaurita que llevar a alguno de sus hijos a su primer día de escuela, tanto más cuando si de algo estaba profundamente convencida era de que vivir en la incultura sería en todas las épocas y en todos los lugares cien veces más infame que sobrevivir en la peor de las miserias. Antes esclavos de la enseñanza, pensaba, que de la ley natural que tarde o temprano acaba por castigar a la ignorancia, pues por más que el azar les depare grandes fortunas, suerte más dura no hay a aquella en la que suelen pasar sus vidas las mulas. “La moneda sólo adquiere un valor real –nos decía- cuando por medio de ella se consigue algún tipo de sabiduría”. De modo tal que, aun cuando el camino más fácil para ella hubiese consistido en ponernos a trabajar, en lugar de ello eligió tomar aquel en que nuestra única ocupación consistiera en estudiar. Para alcanzar todos nuestros anhelos, en efecto, no teníamos que preocuparnos por cosa distinta a poner las manos en un lápiz y un borrador y los ojos en un cuaderno y un tablero, con mayor razón cuando todos los bienes a los que en aquel entonces pudiésemos aspirar se encontraban justo ahí mismo, listos para que alguien los ambicionara y gastara en ellos su tiempo y sus esfuerzos. Dicho de otra manera, tan cierto es que salvó nuestras vidas como que nunca creyó que fuera ese un motivo para suponer que estuviesen consagradas exclusivamente a su servicio, y a ello gracias llegamos a entender a su debido tiempo que en lo más alto de nuestros cuerpos estaba todo cuanto necesitábamos para salir definitivamente del piso.

 

“Quien sabe leer y escribir ya puede moverse, ya puede avanzar, ya se encuentra armado y pertrechado”, Dostoyevski, Diario de un escritor.

 

Por otro lado, así como nunca nos crio para ponernos a su servicio, tampoco lo hizo para entregarnos como regalo a ninguna guerra ni a ningún delito, y si en algo puso esmero desde el principio fue en evitar a cualquier costo que uno solo de sus hijos acabara prematuramente su existencia entre las estrechuras de un callejón o dentro de las espesuras de una selva. Mejor dicho, prefirió enrolarnos en una escuela antes de dejar que nos envolviera la inutilidad de cualquier confrontación ajena, de suerte tal que no solo le cedió el puesto que a nosotros nos estuviera reservado en la milicia a alguien que estuviese un poco más aburrido con su vida, sino que además supo dejarnos bastante claro que a ninguno de sus hijos lo había traído al mundo para que defendiera causas o expiara crímenes de sujetos a los que ni siquiera conocía. Su máxima medida de valoración, sin duda alguna, nunca recayó en un lugar distinto al de nuestra educación, y por eso en ella puso siempre la parte más grande tanto de sus fuerzas como de su atención.

 

“Lo que con mucho esfuerzo y a costa de grandes sacrificios conseguimos, con mucho esfuerzo y muy a las malas tendrán que arrebatárnoslo”, Jámblico, Vida Pitagórica, 17, 75

 

Así pues que durante esos años podíamos quejarnos de cualquier cosa, menos de la ausencia de una madre que protegiera nuestra casa, trabajara de sol a sol para alimentarla y se preocupara en todo momento porque todos sus habitantes obtuvieran la más completa de las enseñanzas. Antes bien, al frente de ella estaba una mujer que jamás nos mandó a la escuela sin echarnos por lo menos una fruta en la lonchera, que nunca nos permitió vestir una camisa a la que le faltara un solo botón –por más que entonces estuviese tan de moda andar por las calles con un calzado sin suela-, y que tan impecables y tan bien arreglados mantuvo siempre nuestros uniformes, que fácilmente podría llegar a decirse que éstos habían sido confeccionados por la mismísima Naturaleza. Teníamos en casa, en suma, a una mamá que día tras día nos lavaba y nos planchaba la ropa, nos abastecía la lonchera, nos llevaba hasta la puerta de la escuela, nos esperaba a medio día con un plato caliente de comida, y, no contenta con todo eso, tan pronto llegaba de trabajar se sentaba a explicarnos todo aquello que dentro de las aulas de clase no hubiéramos comprendido, cual si en la noche sólo pudiese descansar hasta tanto hubiese corregido todo cuanto nosotros hubiésemos hecho al revés en el transcurso del día.

Asimismo tuvo siempre Isaurita la inteligencia suficiente tanto para no fomentar entre nosotros ninguna clase de competencia como para pedirnos que nos exigiéramos en la actividad que quisiéramos, y para asegurarnos de paso que en el mismo ejercicio de ese oficio hallaríamos en algún momento las medallas y coronas que pretendiéramos. A decir verdad, la única costumbre que alguna vez llegó a imponernos fue la de buscar lo bueno y lo bello en todas las cosas, en todos los instantes y en todos los acontecimientos, pues en lo demás nos supo siempre otorgar la libertad de seguir lo que mejor se acomodara a nuestra voluntad. O, dicho de otra manera, nos dio la potestad de elegir el camino que prefiriéramos, siempre y cuando se tratara de uno que no nos llevara a caer en ninguna clase de ceguera, y sobre todo en aquella que cuando no lo obliga a uno a seguir con los ojos cerrados la opinión de la mayoría, lo incita a pretender que la mayoría siga con los oídos tapados la suya.

 

“¡Deja que el sectario haga prosélitos

tan numerosos como el mar la arena!

Déjalo a él que con la arena cargue…

¡y tú recoge para ti las perlas!”,

Goethe, Epigramas, 12.

 

Ahora bien, el hecho de que comprendiera a la perfección nuestros errores no significaba que estuviese dispuesta a secundarlos de alguna u otra manera, de modo tal que lugar para las excusas solamente nos dejó en todo aquello que no tuviésemos bajo nuestro control o no dependiese exclusivamente de nuestro albedrío. En nuestra educación, sin duda, había lugar para todo, salvo para una excesiva despreocupación o un derroche descarado de pereza, pues vivir con algunas penurias no tenía a su entender absolutamente nada que ver con vivir de broma o de una forma desidiosa. En efecto, podíamos sufrir todo cuanto pudiésemos o quisiésemos sufrir, pero bajo ninguna circunstancia podía ese mismo sufrimiento servirle como pretexto a nuestra apatía o a nuestra pereza, y menos aún para confundir el hecho de no entender algo con el permiso para renunciar definitivamente a investigarlo. Que nuestros bolsillos estuviesen vacíos, o que la ración de alimento se pospusiera por un corto lapso de tiempo, en fin, nunca nos sirvió como disculpa para que le concediéramos un solo segundo de aplazamiento a la obligación de alimentar continuamente nuestro intelecto. Así pues que si ya conocíamos las vocales, nada de malo había en esforzarnos un poquito más para conocer de una vez el resto del alfabeto; si ya comprendíamos los números, de sobra tampoco estaba adelantarnos a aprender la forma correcta de operar con ellos; si ya habíamos encontrado la fuerza para elegir un objetivo, ¿por qué no empezar lo más pronto posible a hacer por él todo cuanto fuese debido?; si ya habíamos caído en el error, y a causa suya nos habíamos ya desesperado, ¿no era más desesperante dejar de hacer todo cuanto fuese necesario por buscar en él mismo la mejor manera de solucionarlo?; si ya habíamos entendido que caer en el error era una cosa natural, ¿a razón de qué podíamos concluir que en tratar de enmendarlo hubiese un grado menor de naturalidad?; si ya habíamos aprendido a leer y a escribir, en suma, ¿cuánto más podría costarnos tratar de aprovechar eso para procurar manejarnos como seres humanos cada vez más buenos, honrados y sensatos?

 

“La divinidad gusta de colaborar con el que se esfuerza”, Esquilo, Fr. 395.

 

Excesivamente dulce con la palabra, pero a la vez también severa en grado sumo con lo que se derivara de ella, si algo esperó siempre Isaurita de parte de sus hijos fue que cumplieran todas sus tareas con vehemencia y sin caer nunca en un exceso de comodidad que los pudiese arrastrar hasta los dominios del desorden, la confusión o la mediocridad. Por eso, en lugar de echarse sobre sus hombros la totalidad de nuestras cargas, se preocupó mucho más por ayudarnos a levantarlas y a enseñarnos el modo adecuado de transportarlas. O, mejor dicho, antes de acostumbrarnos a darles los buenos días a los demás nos mostró la manera de ayudarles para que realmente los tuvieran; nos enseñó que tan justo era ganar como no lamentarse y llorar si acaso se había quedado a la zaga de una persona mejor preparada; nos indicó cuánta utilidad había en tratar de no hablar de todo aquello que de ninguna manera se pudiera elogiar; nos hizo ver que antes de distinguir, elegir y sopesar no se podía encontrar una sola razón real para atreverse a juzgar; y, sobre todo, nos educó para que aprendiéramos a respetar a los demás, de modo tal que si por suerte íbamos a ensalzarlos, supiéramos hacerlo con respeto y sin dejarnos llevar hasta la adulación y la exageración, o si, por el contrario, íbamos a criticarlos, supiésemos hacerlo con contundencia y sin caer nunca en la jurisdicción del abuso, la ofensa y la insolencia.

 

“La palabra es la sombra de la acción”, Demócrito, Fr. B. 145.

 

Como pago a todos esos esfuerzos que en beneficio de nuestra educación hacía y repetía Isaurita día tras día procuramos nosotros no dar motivo alguno para que la citaran a la escuela, a menos, por supuesto, que fuera con el fin de felicitarla a causa de nuestro excelente desempeño académico. La única forma de ayudarle estaba en evitar que por nuestra culpa tuviera razones de más para preocuparse, tanto más a sabiendas de que mientras nosotros aprendíamos a hacer operaciones con cifras imaginarias, en la realidad de la vida ella las combinaba como mejor podía con tal de asegurarnos la comida, y de que nuestras únicas responsabilidades morales e intelectuales apenas consistían en no permitir de ninguna manera que nuestras mentes se acabaran por convertir en alguna especie de oscura torre de Babel. De manera tal que si bien era cierto que no estábamos a la par del resto de nuestros compañeros en términos de comodidad, al mismo tiempo ellos no parecían estar a la par de nosotros en términos de ingenio y recursividad. En efecto, si pocas hojas tenían nuestros cuadernos, mucho más breves, sentenciosos y certeros nos íbamos haciendo con el paso del tiempo tanto en la escritura como en la resolución de problemas aritméticos, y si para conocer el número exacto de huesos del cuerpo humano los demás tenían libros de sobra en sus casas, para contarlos directamente teníamos nosotros el esqueleto del mendigo del pueblo a escasos metros del carro de papas. Por otro lado, antes que estudiantes diríase que éramos nosotros unos inquilinos más de aquellos salones de clases, sin que faltara alguno, como yo, que llegara incluso a la exageración de pensar que, si no entraba antes de su primer toque, la propia campana iría a sacarlo a rastras de la cama. Si de algo estábamos todos convencidos, en definitiva, era de que una enseñanza sólida y bien fundada tenía que partir de la buena voluntad del que pretendiera procurársela, y eso, a la larga, nos dio siempre sobre los demás alguna que otra ventaja.

Con todo y eso, y si bien todos nosotros seguimos con un poco más de comodidad su mismo camino, ninguno logró llegar tan lejos como Isaurita ni en cuanto a su capacidad intelectual ni en cuanto a su resistencia física, pues no en vano fue ella quien mejor que nadie supo siempre cómo actuar, en qué medida, por qué razón y de qué manera en particular. Todavía más, se tratara de una pequeña advertencia, o se tratara de una amplia demostración, nadie distinto a ella alcanzó jamás a poner en un solo asunto tanta agudeza, interés y atención, ni menos aún a encontrar siempre en la hora presente la vía y la hora propicias tanto para enseñar lo que sabía como para aprender lo que todavía desconocía. De veras que, de haber carecido de necesidades, seguro se las habría creado para tener el placer de superarlas, como a fin de cuentas lo hizo con todas aquellas con las que durante el transcurso de toda su vida la obsequió el destino: sin apelar nunca a una sola maldición, reproche o acusación, sin dejar salir de su pecho al menos una sola palabra que expresara alguna queja.

 

“Pues con la sangre del corazón se robustece nuestro intelecto”, Empédocles, Fr. 105

 

¿Entonces cómo se suponía que no íbamos a aprender nuevas cosas día tras día, si tanto la primera como la última conversación de cada jornada la manteníamos con su sabiduría? De las aulas, obviamente, obtuvimos la seguridad propia de todo aquel que comprende, pero es a ella a quien le debemos el fruto más valioso e importante de nuestro aprendizaje: la inquietud del llamado a estar siempre en busca de alguna novedad, la curiosidad de quien sólo en la salida y la puesta del sol ve los límites que le ha de señalar a su educación. “Cuando uno deja de aprender deja inmediatamente de vivir”, nos decía en cada una de esas mañanas en que el día parecía haberse levantado con el único propósito de darle un abrazo a su sonrisa, y con la voz propia de quien en el santuario de su mente sólo tiene lugar para adorar a sus descendientes; con esa misma voz en grado sumo persuasiva con la que nos hacía deducir por nuestra propia cuenta que si bien teníamos que ir a la escuela a oír a quienes se dedicaban a la enseñanza, el título de maestra no se lo podíamos adjudicar a nadie más que a aquella mujer que dirigía y cuidaba nuestra casa. Complicadas o divertidas, en fin, las horas a su lado se nos mostraban cada vez más iluminadas, ya que por más discordantes que entre sí fueran los sonidos que de nosotros salían, siempre encontró Isaurita la manera de reunirlos en uno solo y darles una armonía definitiva. Con nosotros ejercitó cada una de sus virtudes como educadora, sin duda alguna, por más que de la que más a menudo haya hecho uso fuera precisamente de la de la paciencia, de la paciencia para hacernos entender uno a uno que, tratándose de nuestra educación, al mínimo posible había que reducir el lugar que en ella se le dejara a la suerte y a la ocasión.

 

“El tiempo colabora con quien se apresura lentamente”, Menandro, Sentencias, Apéndice XIV, 12b

 

A ansiar lo que faltaba sin despreciar lo que había, a elegir lo mejor y perseverar en su consecución con gallardía, nos exhortaba apenas nos despertábamos todos los días, pues “con la frente en alto –decía- solamente se puede despedir uno del día cuando en su transcurso ha encontrado por lo menos una manera de apropiárselo”. Su concepción de la educación, por decirlo de otra manera, iba un poco más allá de lo que entonces se acostumbraba a enseñar dentro de los muros de una escuela, a tal punto que se podría afirmar que lo que aprendimos en las aulas de clase apenas le sirvió de refuerzo a la enseñanza que en casa recibimos de parte de ella. A decir verdad, a su lado fue donde realmente comprendimos que a toda idea, por más insignificante que sea, se la ha de llevar siempre tan cerca como se pueda de su manifestación suprema; que, sin importar su índole o su procedencia, toda clase de sabiduría es digna de respeto y estima; que cuando hace falta el alimento es precisamente cuando con mayor esmero se debe sembrar en el intelecto; que la primera regla de aprendizaje consiste en reconocer que, tratándose de aprender, con la sola voluntad tiene uno ya más de la mitad de los recursos que para ello necesita; que de sobra tenemos la cabeza si no la utilizamos para aquello para lo cual la moldeó la naturaleza; que sólo en las acciones bien hechas no hay cabida para la mediación de ningún tipo de suerte, ya que para lo que se hace correctamente no existe ni puede existir ningún “afortunadamente”; que sólo quien se sabe expresar adecuadamente acerca de ellas puede llegar a afirmar que las cosas son realmente de su pertenencia; que la soberbia y la jactancia es mejor dejárselas a quienes ningún mérito han hecho para adjudicárselas; que así sea con el simple propósito de subsistir, uno no debe servirle a una causa que en modo alguno podría aplaudir; que preferible a caminar sobre el plano terreno de lo pasado y de mil maneras comprobado es construir sobre el futuro puentes que nos puedan llevar hasta el otro lado; que o se es partidario o se es enemigo de la vida, pues en algo tal no hay lugar ni a puntos medios ni a posturas objetivas; que sólo quien ve en la vida una prisión de alta seguridad puede ver en su salida alguna clase de libertad; que no hay nada más digno de la inteligencia de un hombre que todo aquello que todavía está en vías de pensarse y realizarse; y que a una instrucción que no tenga como propósito fundamental la formación del carácter no se le puede otorgar ni la condición ni el venerable nombre de educación.

 

“La mejor prueba de saber de los que saben, cualquier cosa que sea, se da, en efecto, cuando son capaces de que otro lo sepa igualmente”, Platón, Alcibíades, 118d.

 

Todo eso nos lo enseñó Isaurita y, de no haber sido así, a duras penas hubiésemos aprendido a leer, a escribir y, por mucho, a encontrarle una mínima cantidad de gusto al trabajo. Lo que aprendimos en la escuela, sin duda, se grabó para siempre y con mucha fuerza en nuestra memoria, pero asimismo nada se aferró con tanta fortaleza a nuestro carácter y a nuestra inteligencia como lo que en casa aprendimos de parte de ella. Y si no hubiera sido así, repito e insisto, quizá mucho de lo que hasta hoy hemos realizado todavía no lo hubiésemos siquiera pensado, con mayor razón cuando una buena cantidad de lo que nos enseñó aún no hemos llegado a comprenderlo en su plena dimensión. El asunto, en definitiva, es que a cada uno de nosotros lo supo enriquecer con la costosa e invaluable moneda de la sabiduría, y que tan cierto es que todo lo sencillo lo puso a su debido tiempo a nuestro alcance, como que para llegar a lo complejo nos supo señalar la senda que conducía directamente a su respectivo arte. Además, y a fin de hacernos un poco más dócil la enseñanza, antes que nada apeló a mostrarnos cuánta utilidad y belleza podría llegar a derivarse de sus consecuencias, a no hacernos ningún recuento de nuestros errores sin estar primero segura de conocer los medios para indicarnos la manera de no volver a cometerlos, a no decirnos qué evitar o qué hacer sin antes mostrarnos la forma adecuada de diferenciar lo que era digno de una cosa o de la otra, a no aventurarse a afirmar que estuviésemos equivocados sin haber previamente buscado el modo con que pudiese demostrárnoslo y, sobre todo, a no echar jamás mano del regaño sin haber primero meditado si de él podría sacarse después al menos un motivo de felicitación o aplauso.

 

“A sí misma se pide lo imposible para pedírselo luego a los demás”,

Goethe, Torcuato Tasso III, 4.

 

¿Qué es lo más sabio? – le pregunté un día-. Educarse – me respondió- mientras todavía se tenga en el pecho un corazón y en la cabeza un cerebro para disfrutarlo. ¿Qué es lo más bello? –proseguí-. Una familia unida y capaz de vivir en armonía –me dijo-. ¿Qué es lo más poderoso? –insistí-. Todo aquello –dijo- que tenga en lo justo su fundamento. ¿Qué es lo más valioso? – pregunté otra vez-. La más leve manifestación de vida –afirmó y sonrió-. ¿Y qué es lo más verdadero? –concluí-. Quizá que para alcanzar la mejor entre todas las posibilidades que a diario nos ofrece esta vida –dijo luego de reflexionar un momento- apenas basta con tener un hambre insaciable de conocimiento… Si así puede ser, así debe ser, negrito –agregó y regresó a atender su carrito-.

En síntesis, sólo con ella misma deliberó Isaurita sobre cuál sería el mejor camino para garantizarles un buen futuro a sus hijos, sólo con ella misma reflexionó sobre igual materia en ocho ocasiones distintas, y en modo alguno habría que ser ella misma para entender que en ninguna de esas deliberaciones se equivocó. De manera tal que, si se trata de ser justos, y de darle a cada quien lo suyo, sin lugar a dudas cada una de sus victorias se tendría que multiplicar como mínimo por ocho, pues no solo todas las recompensas que hasta ahora hemos recibido se formaron y se diagramaron en algún momento dentro de su cabeza, sino que además con ello nos alcanzó y nos sobró para crecer sanos, derechos y sin estar sometidos al yugo de ninguna clase de vicio. De la calidad de maestra que tuvimos, mejor dicho, la prueba por excelencia está en todo lo bueno que, sin necesidad de dañar a nadie, de ahí en adelante adquirimos, empezando por la costumbre de no ponerle límite alguno a nuestros objetivos educativos, y acabando con la firmeza necesaria para tratar de vivir de la forma más serena posible en un mundo que si en algo parece esforzarse es en hacerse cada día más desesperante. Por herencia, es cierto, tenemos su inteligencia, pero, para que algo valga esa herencia, el conocimiento que todavía nos falta tendremos que encontrarlo por nuestra propia cuenta, pues ella ya cumplió a cabalidad con lo que le correspondía esparciendo la semilla, asegurándose de que germinara y cerciorándose de que la cosecha redundara en provecho de aquellos que tanto adoraba. Así pues que todo cuanto de aquí en adelante ganemos tendrá que acrecentar aún más la gloria de quien nos proporcionó las herramientas que necesitamos para obtenerlo, tanto más cuando si de algo no alcanzó a disfrutar Isaurita fue del espectáculo de observar cómo florecía la rosa que reflejaba a la perfección cuánto empeño supo poner en el cuidado de toda la extensión de su jardín. De nuestra madre, en efecto, no solo es su hija menor trasunto y cumplida semblanza, sino además la prueba viva de que, tratándose de una persona aplicada, afectuosa y dedicada, en nada se equivocará quien diga: “así son los seres humanos educados por Isaura”.

 “Esa es, amigos míos, la vida verdadera,

cuando entre las nocturnas tinieblas que aún perduran

de que florezcan rosas se da la maravilla”,

Goethe, Arte, Los idilios de Guillermo Tischbein, XII.

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