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Sepsis

 

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Nelfer Velilla González

Cuando iba saliendo a Cartagena pensé en que todo habría sido más fácil si me hubiese quedado en el pregrado de filología hispánica, pero uno acaba haciendo caso a la costumbre, a la verdad. Te dicen que no, que todavía eres joven, que lo puedes reconsiderar, y a veces te encuentras a ti mismo dándole la razón a tu padre cuando argumenta que, por cultura, en este país no nos dan plata por ser cultos, y pasas por alto el efecto retórico que tiene esa frase, olvidas para siempre la duda que debe primar, la crisis que tiene que existir sobre la premisa de que obligatoriamente lo que se hace se tiene que hacer por plata. Entonces acabas un pregrado de medicina (con los azotes múltiples que se esconden en tal experiencia), orgulloso, bien vestido, con el mundo a tus pies, delante de ti, y alguna cosa por allí escondida, quizá una idea, viéndote la cara de marica porque ni te enteraste.

Todavía tengo las imágenes de cuando todo empezó, todo lo que provocó mi viaje a Cartagena quiero decir, el miedo, la zozobra, el envilecimiento. Esa vez me quedé atónito frente a esta chica que lloraba con su llanto todo vivo; sé que uno por cortesía o lo que sea muchas veces termina doblegándose ante las lágrimas, pero no en el ejercicio médico. Yo sólo estaba maldiciendo el momento en que la autorizaron a seguir a mi consultorio de esta clínica rural en Santa Elena. Me abrazó y me suplicó que encontrara una salida, me ensució la bata con una brillantina que usaba de pintalabios, con esas escarchitas que quise quitarme inmediatamente porque me desesperaban un poco.

Cuando Diana me dijo que no había nadie disponible durante el resto de aquella jornada, autoricé la ecografía, sólo para seguir el conducto regular y para calmar a la pequeña Marcela que no dejaba de dar gritos. Es que esto es un centro de salud, por Dios, le dije a Diana, no un concierto de popstars. Empecé a llenar los datos mientras la muchacha comenzaba a tranquilizarse.

—Marcela, hace cuánto te diste cuenta —pregunté, aunque no venía al caso estrictamente profesional.

—Hace dos semanas, doctor —respondió después de sonarse la nariz—. Mis amigas me empezaron a decir que qué tan raro que estuviera vomitando y con esos mareos.

—Y dime una cosa, ¿el contacto sexual se dio con tu consentimiento?

—Cómo así, doctor.

—Que si estuviste de acuerdo en tener relaciones con la persona que te dejó embarazada.

—Ah, sí, sí, doctor. Yo hice el amor con mi novio el Esteban. Es un pelado del barrio. Llevamos cinco meses y tres días. Pero es que no entiendo, yo misma le puse el condón, como lo vi en un video que nos mostraron en el colegio.

RELACIÓN CASUAL PERO CONSENTIDA, escribí en la planilla mientras sentía el sudor detrás de la bata, en la espalda. Esta es una práctica común, cada día registro pacientes de todo tipo, he tratado casi todas las enfermedades que estudié en la universidad, incluso las más raras. Éstas me vuelven a la cabeza como una serie de textos, de opiniones sobre el papel, de calificaciones altas en los parciales. Para entonces yo disfrutaba el convertir los datos demográficos y científicos en experiencias propias. Eran mis manos haciendo parte de la estadística, del éxito, repartiéndoles esperanzas a mis pacientes, mientras que esa esperanza para mí eran decisiones exactas, movimientos quirúrgicos sobre su humanidad. Pero el momento del diálogo, la breve entrevista era una parte que odiaba, porque era adentrarse un poco, un instante, en la vida de los pacientes. Se me exigía la cortesía como acto obligatorio de la ética, pero ya de algún modo yo había perdido sensibilidad, porque todo el que atravesaba la puerta de mi consultorio, excepto Diana y los colegas, eran sólo objetos de análisis, que cobraban razón de ser al estar sobre la camilla; eran formas que no significaban un secreto cuando los sometía a mi indumentaria. No obstante, les preguntaba todo automáticamente, ya no me importaba tanto, pero no fue tan fácil con Marcela. Y ella no ayudaba pues se extendía en detalles por ser una niña, una tonta.

Me hallé desequilibrado al querer alargarme en la que debía ser una breve entrevista, quería prolongar el ritual para no enfrentarme a acabar con su gestación después de los cinco días que sugiere la ley. Era como si el misterio detrás de acabar una vida, en vez de salvarla, me arrastrara de nuevo al mundo humanamente sensible, donde algunas cosas diferentes al cuerpo pesan, te hacen temblar aun cuando nada falla en tu organismo. Qué pasa, hermano, me dije, estás perdiendo la cabeza. Tienes miedo, ¿te vas a quedar escribiendo con la solución frente ante tus narices?

—Entiendo —dije—. ¿Es tu primer embarazo?

—Claro, doctor —dijo ella sonrojándose.

PRIMIGESTANTE, anoté.

—Tienes quince años, ¿verdad?… vas en noveno… quieres ser abogada… —a todo ella iba respondiendo sí o sí, doctor—. Bueno, te tengo algunas noticias: vamos a hacerte una ecografía para saber cuánto tiempo llevas de gestación y en qué estado se halla el feto. Pero va a ser imposible, por ahora, que te practiquemos la interrupción del embarazo pues necesitamos que tus padres nos firmen unos papeles, y además ver si por tu actual estado se pueden ocasionar complicaciones para ti o para la criatura.

—Doctor, no. Cómo así. Mis papás no se pueden enterar, me van a botar de la casa a patadas. Por eso pedí la consulta yo sola. Mire que mi papá puede ir a pegarle al Esteban como se dé cuenta. Doctor, ayúdeme.

—Yo sé que estás muy niña y no puedes entender algunas cosas, pero por lo pronto tienes que saber que, aunque esto no lo hayas deseado, no podemos hacer algunas cosas por ley.

Marcela empezó a llorar vigorosamente como al principio, la vida se le denotaba en las lágrimas, “todo un camino por delante”, pensé, “de buenas o malas decisiones, de sueños o desesperanzas, un sendero zigzagueante como los rayitos monos que tiene en su cabello”. Es que eran quince añitos apenas.

—Diana, prepara el ecógrafo —dije apretando el botón del teléfono.

Unos minutos después, con una Marcela más calmada gracias a la intervención mujer a mujer con Diana, pude proceder con la ecografía.

8 SEMANAS, volví a anotar en la planilla.

Cuando Marcela se fue, decidida a volver con la firma de los padres sin malograr el secreto, Diana entró a mi consultorio con cierto enojo. Todavía me encantaba verle las cejas como curvas, bien delineadas en cualquier centro de estética de esos de Medellín. Doctor, dijo aunque no me decía doctor al menos que estuviera el director de la clínica cerca, ¿qué tiene pensado hacer con esa niña? No voy a proceder, evidentemente, contesté imitándole la seriedad. Pero es una culicagada, prosiguió ella, no sabe lo que hace, o lo que hizo. Diana, mire, si es por saber creo que está más que entendida la muchachita, y puede que sea menor de edad y todo, pero no se acoge a ninguna de las causales para proceder. No voy a ser yo quien quite voluntariamente una vida, no me parece ético. Por estos días la ética es tan estética, ¿no es cierto?, dijo ella virtuosa y mordazmente, seguro citando algo que había leído en los libros que yo le prestaba o regalaba. Olvídate de eso. Más bien por qué no atrancas esa puerta, incité. Chao, doctor, dijo Diana y salió de mi consultorio.

Yo llevaba meses diciéndole a Diana que se mudara conmigo a la casa que arrendé en Santa Elena. Algunas veces creía que la convencía, otras veces pensaba que ni siquiera lo tomaba en serio, lo cierto es que se lo estaba pensando, y eso me consolaba porque quería a mi lado a una mujer como ella, bonita, buen cuerpo, inteligente.

En la noche me fui a tomar una cerveza, en una tienda cerca de mi casa, después de haber llamado varias veces a Diana y que no me contestara. Tuve que pensar entonces en el caso de Marcela, pero la decisión estaba bastante tomada, no cabía ninguna duda. Lo que me frustraba era que Diana se enojara por eso. Me pedí otra cerveza, estaba sentado afuera de la tienda y de vez en cuando cruzaba palabras con el viejo Humberto, el dueño del local. Hablaba de política lo mismo que de los días malos que hacían para su negocio, lo mismo que de su hijo quien también quería ser médico. Cuando empecé a caminar hacia la casa, vi dos motocicletas que se acercaban subiendo una calle empinada. Para mí el sonido de la motocicleta siempre ha significado un mal presagio en el Valle de Aburrá, en Colombia, así que aceleré el paso, porque supuse que cualquier cosa mala, si la había (pues reconozco que soy excesivamente prevenido con eso, al punto de contemplar lo absurdo), no tenía nada que ver conmigo. Venían de frente y, al estar cerca de mí, se pegaron a la acera por la cual yo caminaba. Las motocicletas se detuvieron, un motociclista se bajó y preguntó: “¿Es él?”. Empecé a temer ya por efecto de la realidad y no por mis agüeros. Entonces vi a Marcela respondiendo en el asiento de parrillero de la motocicleta de donde se bajó el hombre (en la otra iban dos sujetos más). “Sí es él”, dijo agachando la cabeza. El tipo debía tener veinte años, era alto y bastante flaco, los pelos parados y actitud de matón novato. Yo me reincorporé. Ver a Marcela me tranquilizó un poco. Supongo que usted es Esteban, dije, y la voz me flaqueó diciendo el nombre. Sisas, dóctor, respondió, me dice la nena que dizque no me la va a operar. Pues no es por decisión propia, créame, dije pero ya sentía que mi tono de voz se me desprendía como súplica. Los otros dos sujetos me miraban fijamente, la calle estaba oscura, como casi todas las calles de Santa Elena, pero yo sentía sus miradas como fusiles apretándome las sienes. Son políticas de la salud, proseguí. Sabe qué, mi dóctor, dijo Esteban haciendo énfasis en el acento de la primera o, yo creo que usted puede hacer algo para pasarse por las güevas esas políticas. Y si no, pues… más bien le toca. Marcela tiene que llevar los papeles firmados por los padres, dije tratando de recobrar la compostura y la confianza, preferiblemente debe ir acompañada por ellos, y eso no asegura que se le pueda practicar la interrup… Vea, mi niño, interrumpió Esteban acercándoseme más, al punto que sentí su aliento de poca intervención odontológica, yo le hago llegar esos papeles, de pura bacanería, y usted ya sabe lo que tiene que hacer. Lo chimba es que ya nos conocemos, ¿no, mi dóctor? Uno de los otros hombres se rio, fue una risa muy aguda, creo que pudo hasta haber sido Marcela.

Las motocicletas se perdieron en la siguiente curva. Llegué a mi casa sin tener consciencia del tiempo que había transcurrido desde que Esteban se subió a la moto, la encendió, sonó el “chao” de Marcela (todo como en un segundo), y cuando ya estaba en mi casa pensando en lo ocurrido. Lo demás fue tiempo muerto, ausencia de pensamiento, caminata automática que no logro recordar más que como un miedo y un sudor en la espalda. Cuando volví en mí, prendí el computador y empecé a redactar mi objeción para el director de la clínica. Pensaba en la literatura. Por primera vez estaba arrepentido de haber abandonado ese estudio. No me había dado cuenta, pensé estúpidamente, que siempre será más fácil inventarse a un par de enfermos, que curarlos.

Al día siguiente tenía turno completo y, a primera hora, fui a la oficina del director. Le conté lo ocurrido y para mi sorpresa no se extrañó demasiado. No se complique la vida, hombre, me dijo, dígale que sí, hágalo y se acaba la vaina. Me quedé unos segundos viendo una mancha en su bata, como de salsa tártara. ¿Cómo me dice eso, Arturo?, dije pronto, yo tengo mis razones y aquí las estoy exponiendo; la clínica está en el deber de poner al personal necesario. ¿Usted cree que alguno se va a meter en esa camisa de once balas?, inquirió, Víctor es el único que ha practicado una interrupción y pregúntele si pudo objetar. Pero, Arturo, insistí, la niña ni siquiera se acoge a alguna causal, es ilegal que aborte. Entonces yo hago que la autoricen en psicología, y está hecho, sugirió como si todo fuera tan fácil.

El Víctor que me mencionó había estudiado conmigo. No éramos tan amigos porque siempre me pareció un izquierdista alborotado que por todo agitaba paros en la Facultad, y eso me fastidiaba. Por decirlo así, en ese entonces ya yo no contaba con el tiempo después de los seis semestres de filología hispánica, y a este sujeto sólo le bastaba levantar el puño y decir tres palabras para que la mayoría de estudiantes, revolucionarios y no revolucionarios, le siguiera. Cuando le conté lo que sucedía, me sentí rogándole ayuda y no me gustó, pero cualquier cosa con tal de evadir mi situación. Él me dijo que no lo volvería a hacer nunca, que yo no me imaginaba lo que era quitar una vida, que nosotros estamos preparados es para salvarlas, que la niña de doce años que él intervino porque había sido violada por el padrastro nunca se recuperó. Huye, colega, aconsejó, pide que te reubiquen; de todos modos te amenazaron… el sindicato te puede apoyar. Mientras lo estaba pensando y temiendo que apareciera Marcela con la autorización firmada en cualquier momento, el caso llegó a oídos de muchos médicos que empezaron a debatir. Para el mediodía, ya la esfera pública de la salud se dividía entre los que me instaban a proceder a favor de Marcela, y los que defendían mis razones desde la moral, la ética, la primacía de la vida, la responsabilidad y todo ese chorro de argumentos tan poco eficaces en nuestra época.

La asociación sindical consiguió que dispusieran para mí todas las medidas de seguridad posibles. Tenía que dejar mi casa por algunos días y quedarme en Medellín. Durante unos días todos mis movimientos fueron restringidos y ajenos. Me desplazaba en automóviles de gente comprometida con mi causa. Esta situación me abrumó. Hasta llegué a pensar que hubiese sido más fácil haber procedido con Marcela desde un principio, alentarla, o también pensé en que me habría librado de todo sugiriéndole algún lugar clandestino. Yo me había negado sin pensar bien en por qué, quizá por sentirme en el lado correcto de la vía. ¡Pero qué mierda estás pensando, hermano!, llegué a decirme, ¡céntrate, por Dios! Por otro lado, Diana no me dirigía la palabra, creía que la amenaza era invención mía, que todo se debía a mi egoísmo o mi cobardía, que para el caso viene a ser lo mismo. Hizo pasar a todos mis pacientes durante esos días diciéndome “doctor esto, doctor lo otro”, con una seriedad profunda, con un profesionalismo seco. El resto de aquella semana Marcela no apareció. Los sindicalistas consiguieron que se me diera una licencia y me fui para la costa a esperar que todo se calmara, que alguien solucionara todo. Desde allá llamaba a Diana, con el discurso bien planeado en mi cabeza. La extrañaba, y el calor y mi soledad en la costa me hacían pensarla seguido, olvidar mi terrible situación de protegido, pero todo eso volvía cuando ella no me contestaba.

De eso ya pasaron cuatro o cinco años, no estoy seguro. Tendría que revisar el historial. A Marcela no la volví a ver más. Iba donde las secretarias a buscar alguna información, una fiebre, una muela, cualquier cosa que haya venido a tratarse, pero ella no vino más nunca y ya ni siquiera aparecía como beneficiaria. El debate médico no propició nada, ni sirvió de nada. Al fin de cuentas, los médicos también estamos entrenados para olvidar. Esta tarde, no obstante, vi a una mona entrando mientras me tomaba un tinto con una practicante de la Facultad con la que salgo hace unos meses. La mona me llamó la atención porque tenía unos senos muy lindos, quizá muy bien puestos en esos centros estéticos de la clandestinidad de Medellín. Llevaba a un niño a su lado y a otro en los brazos. Cuando volví al consultorio, vi que esta mujer hablaba con Diana. Luego revisé mis pendientes y noté que tenía una consulta particular con un niño. Su acudiente se llamaba Marcela. Cuando entraron, ella agachó la cabeza, no sin que antes yo me percatara de un moretón mal disimulado con maquillajes en su pómulo derecho.

—¿Cuál de ellos es Santiago y qué presenta? —pregunté mirando la planilla, como si ignorara la casualidad, la caprichosa casualidad de este mundo que nos gusta entender con esas categorías bien diseñadas. El pequeño que venía a su lado se me acercó. Visto de cerca ya yo podía diagnosticar un cuadro de desnutrición. Era flaco, pálido y tímido, tenía unas pequeñas ojeras y unas lágrimas sobre sus mejillas deshidratadas. De alguna manera me recordaba los gestos y la inocencia de la Marcela que daba gritos en nuestro primer encuentro, pero eso no era más que una sobre interpretación.

En este momento me pregunto si el error era mío o de esta nueva Marcela. Me pregunto si puedo continuar, tropezar, contradecirme de nuevo, quererme mucho y odiar las condiciones. Yo sólo hago lo que tengo que hacer, como muchos. Pero me doy cuenta de que quizá no es mejor inventarse un par de personajes, y que vengan después cumpliendo una especie de premonición. Yo no tengo juicio, la especie humana no tiene juicio, no hay ni una sola base. ¿Ética? ¿Moral? ¿La estética ante los ojos de Diana? Yo menos que nadie la tengo. Yo, que le anuncié ocho meses a otro Santiaguito junto a una vida de mierda. Hasta dónde me dará la imaginación y la capacidad para acabarlo todo para muchos a quienes les hace mejor la nada, a los que la insinuación de una vida, viviéndola o sobre un papel, los ata a un desconcierto y a una zozobra que no merecen. Haz lo que tienes que hacer, me digo, el resto está más allá de ti y no lo puedes controlar. Sé sincero también, a mí no me puedes mentir, entonces para qué mentirle a otros. Es fácil aprender a mentir, yo te he enseñado a inventarte mil historias que nada tienen que ver con la realidad, y que han salido del vientre de otros. He inventado nombres y caras que no me pertenecen y que me dan asco. Presa del miedo. Y solo se requiere de tiempo para que el miedo se largue, se convierta en idea… se convierta en pensamiento que no puede venir de la nada, porque sabes que ninguno de los dos creemos en el talento y, cuando creíamos, lo perdimos. Lo que es difícil es aprender a decir la verdad. Resulta difícil decirse las verdades a uno mismo, inclusive. La falsa alegría por ahora ser médico. ¿Ves cómo duele allí? Entonces sigue retando al mundo y al tiempo, rétalo y apuesta contra ti. Es mejor que no intentes dar un peso por ti. Repite esto último, dilo para ti mismo cada vez que dudes, de rodillas si te es posible. Y si eso no te basta, no importa. No temas más. De todas maneras te perdonaré.

—Doctor —dijo Marcela aún con la cabeza agachada—, el niño tiene unas fiebres todas las noches y dice que le duele mucho el estómago —y todavía lloraba, es decir, no estaba llorando a gritos como antes, ni por los mismos ojos, no derramaba una lágrima, pero me dio la impresión de que todo el cuerpo de esta Marcela lloraba, no un llanto vivaz como en la última vez. Era un llanto inerte que se le derramaba por los brazos huesudos, por el pelo amarillo opaco, por las tetas de mentira, por todo su ser que destilaba para mí un rechazo, o una vergüenza injustificada. Esa mala suerte de haberle tocado la cita conmigo, y enterarse quizá apenas. Pero qué iba a saber yo. ¿No era posible que lo hubiese hecho a propósito?

—Marcela, míreme —insté. Ella alzó la vista y corroboré el moretón. Ya no podía pensar en evadir la entrevista, tenía que saber, adentrarme en la vida de esta que ya no era mi paciente, que nunca lo fue, que no era Marcela—. ¿Qué pasó? ¿Por qué no vino más?

—De qué habla, doctor.

—Me interesa saber —dije seriamente. El niño en sus brazos, que debía tener un año, empezó a llorar, y el otro se sentó delante de mi escritorio y empezó a jugar con las hojas y el estetoscopio. Creí que los niños desaparecerían y estaría de nuevo tratando de sacarme el labial brillante de la bata. Me sentí un asesino sin embargo.

Pasaron unos instantes para que yo asimilara todo lo que estaba diciendo. La palabra perdón me salió sorda, inaudible. Sería más fácil estar escribiendo esto, ¿no?, pensé. La consulta se volvió silenciosa. Marcela mecía al pequeño en sus brazos para calmarlo, viéndome con su morado en el rostro y con extrañeza, mientras yo me encargaba de Santiago. Le indiqué lo que debía darle, unos antibióticos, le sugerí vitaminas y buena alimentación. Le dije, ya no más por cortesía, que lo que necesitara podía decírmelo, y ella como si le sonara un mosco en el oído.

A veces no es ni tan difícil decir que no, lo difícil viene después, como una septicemia, desarrollándose con el paso de los años y uno ni se entera hasta que se intensifica el dolor. La nueva Marcela se fue y yo tuve que salir unos minutos del consultorio. Le dije a Diana que no me pasara todavía al siguiente paciente, al viejo Humberto que lo vengo tratando por una bronquitis crónica. Diana ahora está casada con un médico que labora en la León XIII. Todavía me dice “doctor esto, doctor lo otro”. Mientras me asiste en el consultorio, o mientras me trae la dotación, a veces, cuando casualmente se cruzan nuestras miradas, todavía veo la curva de las cejas hacia su desprecio.

 

@NelferVelillaG

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