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Una temporada en el infierno

Fernando Araújo Vélez

Llegaron por él con un estruendo típico de oficiales que creían ser La Justicia. Le lanzaron casi en el rostro una orden firmada por el zar y lo apresaron. Serían 10 ó 15 tipos uniformados, circunspectos, para controlar a uno, Fedor Dostoievski. Le pusieron esposas y le informaron que su delito había sido conspiración. Lo trasladaron a una cárcel, y lo sentenciaron a muerte en nombre del zar Nicolás I. En diciembre de 1849, lo condujeron al patíbulo con quienes se había reunido durante los últimos años para leer y comentar a algunos escritores socialistas franceses prohibidos en Rusia. Lo subieron a una tarima. Él le comentó a uno de sus compañeros que se le acababa de ocurrir la trama para un cuento, o eso relató uno de sus cientos de biógrafos, Henry Troyat, cuando de repente, en el último instante, llegó un carruaje con otra orden del zar según la cual le cambiarían la pena de muerte por el exilio a Siberia, y allá anduvo cuatro años, a trabajo forzado, a pura humillación, “Humillados y Ofendidos”. Y allá comprendió las miserias de los humanos y sus grandezas, la vida y la muerte, la ofensa y la gratitud. Volvió al mundo de los vivos en 1854. Escribió Crimen y Castigo y Los hermanos Karamazov, El Idiota y El sepulcro de los vivos,  se refugió en el juego, bajó a los infiernos y sobrevivió a la locura.

Dostoievski fue Nietzsche, o Nietzsche fue Dostoievski cuando una tarde de enero de 1888 se abrazó a un caballo y quiso fundirse con él pues se había hastiado de que todo en la vida fuera Humano, demasiado humano. Terminó en una clínica. Doce años estuvo internado, hasta que murió en 1900. De una cama a una silla, de la silla a la cama, la mirada extraviada y el mundo discutiéndolo porque su obra era una sarta de puñales, porque reivindicaba a unos pocos, los más capaces, porque había defendido las pulsiones del ser humano y afirmaba que Dios había muerto. Porque detrás de sus sentencias decía que el fin último del hombre era la voluntad de poder (sobre). Los doctores le diagnosticaron demencia. Su hermana Elisabeth acomodó gran parte de sus textos y editó otros, que eran simples apuntes. Luego se sabría que de su Zaratustra apenas se habían vendido 80 ejemplares en 10 años, y que él se sentía orgulloso de esas cifras. Pero Nietzsche no sólo fue Dostoievski. Fue Dostoievski y luego fue Rimbaud, el “iluminado” muchacho que a los 20 años decidió que no tenía nada más que escribir en la vida y se largó hacia África para traficar con armas y empezar a morir.

Rimbaud era poeta. Ante todo poeta, aunque jamás lo dijera. “Poeta maldito”, como lo calificó Verlaine, su amigo, amante, enemigo, verdugo y exégeta, con quien Rimbaud descendió hasta lo más bajo de la condición humana, hasta el punto de haber tenido que huir de él en dos oportunidades para que no le disparara. Arthur Rimbaud sólo alcanzó a publicar una edición de su libro Una temporada en el infierno, y se la pagó él mismo. Recibió seis ejemplares, y cuando París comenzaba a hablar de él gracias a una antología en la que fue incluido por Verlaine, él ya erraba por Etiopía y vivía de lo que fuera y como fuera, hasta que se enfermó y tuvieron que amputarle una pierna. Murió en 1891. Tenía 37 años.  Rimbaud fue Kafka, y Kafka fue Hesse, y Hesse fue Hemingway, y todos ellos fueron uno solo en el dolor. Kafka, tuberculoso, frágil, temeroso de su padre hasta llegar a la parálisis (Carta al padre, 1919), enamorado derrotado, derrotado burócrata, vivió la apática rutina de un puesto burocrático la mayor parte de sus días. De ocho a cinco, de ocho a cinco, de ocho a cinco todos los días, y todas las semanas de todos los meses de todos los años. “A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar”, escribió alguna vez. Y quiso salvarse, inmerso en sus libros y en sus letras, y dejó cientos de manuscritos guardados por ahí. Un día ya no pudo más. La tos, los pulmones, el cigarrillo, la angustia, el miedo. Murió en 1924, de 41 años. Sin embargo, resucitó en sus libros pese a que había dicho que no quería que le publicaran nada, e incluso deseaba que quemaran su obra. Mak Brod, amigo y editor, editó El proceso, América y El castillo. Luego otros hicieron millones con su obra.

Hesse, preso por la denuncia de una muchacha que lo acusó de ejercer artes mágicas con ella. Se aisló en sus libros y quiso, desde ellos, cambiar el mundo. Tal vez no lo logró, pero su influencia traspasó tiempos y nombres y naciones. Hemingway, eternamente malherido por haber padecido la guerra, las guerras. Y cuántos muertos. Y cuántas vidas malogradas. A finales de los años 20 viajó hacia Cuba, donde permaneció con sus idas y vueltas por más de 20 años. Fue soldado durante la Segunda Guerra Mundial y participó del desembarco de Normandía. Luego confesaría que mató. Que les disparó a muchos alemanas, 122, según sus cálculos y el relato que en los 90 hizo uno de sus confesores, Arthur Mizener. “He hecho el cálculo con mucho cuidado —le dijo— y puedo decir con precisión que he matado a 122 prisioneros alemanes. Uno de esos alemanes era un joven soldado que intentaba huir en bicicleta y que tenía más o menos la edad de mi hijo Patrick”. El 2 de julio de 1961 lo encontraron en su casa de Ketchum, Idaho, con un balazo en la cabeza y una escopeta a sus pies. Nadie encontró notas ni testimonios. Hoy, ayer y mañana él, y Hesse y Kafka y Nietzsche y Rimbaud y Dostoievski y otros cuantos son inmortales. Ni menos ni más que eso.

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