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El escritor es un descolocado

Foto: Gabriel Aponte
Foto: Gabriel Aponte

Roberto Burgos Cantor

Discurso de recepción del Doctorado Honoris Causa

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Señores

Consejo Superior de la Universidad

Señor Rector

Señores Vice-rectores

Señores Decanos

Señores Profesores

Compañeros estudiantes

Amigos todos:

 No esperaba yo que varios años, durante los cuales he rasguñado algunas líneas al silencio del mundo, en medio de su ruido perturbador, días o noches dedicadas a una práctica que opone a los designios mezquinos de la sociedad el escándalo de la inutilidad, merecieran la atención de una academia a la cual debo una buena parte del fuego y de la llovizna, del sigilo de las bibliotecas y las refriegas del tropel, con que se fueron forjando las corazas y las desnudeces con las cuales hago la vida.

Temeroso, llegué a la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales. Desconocía si un incipiente y acaso tímido deseo, sin diagnóstico vocacional, sería compatible con las exigencias de un programa que incluía una ambiciosa concepción humanística. No como anacronía. Tampoco para perpetuar, traído del fondo de los siglos, un ideal de cultura que se bamboleaba cual disfraz de marimonda en medio del frac, ese otro disfraz, para perpetuar, digo, un orden impuesto con desprecio a una sociedad todavía sumida en las dolorosas incertidumbres de su horizonte. No.

Más bien se propiciaba un sagaz entrenamiento: habilitarnos, a pesar de las diferencias, las evidentes y las ocultas, para saber encontrar un destello de igualdad que alentara a la condición humana en su incesante y fracasada comunicación con el otro, de lo otro.

Desde entonces, con las precarias protecciones a un rescoldo de brasa que aún no había sido candela viva y ya sufría el riesgo del avasallamiento, se abría un territorio con vasos comunicantes, ruta de dos senderos que se transitaban al tiempo. Esa temporalidad ambiciosa de aquellos años donde todo parecía inminente.

Almas muertas, Crimen y castigo, Don Quijote de la Mancha, El proceso; las antiguas Partidas, Napoleón y Andrés Bello, la pretensión constante de la norma para acuñar formas externas de reconocimiento de los actos y someter a un cauce la desmedida, imprevista conducta humana y a la desmadrada realidad.

En los anaqueles de los registros foliados de la Facultad quedaban los nombres de José Eustasio Rivera, Pedro Gómez Valderrama, Gabriel García Márquez

Aún me pregunto si en ese territorio donde convivían la precisión del texto normativo y esa forma de pensamiento que revela oscuridades de la personalidad humana que es el texto de ficción, no se hermanaban por el propósito, deliberado en el primero y residual en el segundo, de postular un orden contra el caos del universo. O a lo mejor comparten un motivo durable: la aspiración de justicia que fundamenta al Derecho y potencia al Arte.

El tiempo con sus formas indescifrables, sin que sepamos si transcurre o se consume, desentendido de las servidumbres del reloj y las campanas, parecería golpear la vanidad humana.

Aquellos empeñan se desmoronaban, crueles, sin pausa.

A lo mejor, mucho del reiterado empezar desde lo informe, estuvo advertido en aquellas lecciones a primera hora de la mañana, donde un profesor enseñaba con el mismo fervor a Aristóteles y al de Aquino, a Avicena a Suárez y a Vitoria, a Agustín, y se sumergía después en las construcciones de Moro, Spinoza, Vico, Campanella, Marx.

Tenía un espíritu travieso y ejercía la irreverencia con gesto elegante. Una vez llegó con un preámbulo a la clase. Se había dado a la curiosidad de investigar el número de pulsaciones del corazón de un hombre de ochenta años a quien le hacen terapia de acupuntura. Midió la anchura del río Amarillo. Concluyó con una duda sobre la posibilidad de que el gran timonel de China, Mao Tse Tung, hubiera cruzado a nado la enorme y turbia corriente. Se quedó en silencio y preguntó desconsolado para qué serviría la natación en el gobierno de los pueblos. Recuerdo su voz de vientos de la llanura húngara suavizada por la fachada vienesa, cada clase con la lista: Aristizábal Ariza José Santiago.

Estos años de introducciones y perplejidades, de dudas, nos hicieron aptos para limar las radicalezas, apartarnos de profesar una fe de carboneros, sobreaguar en lo provisorio, dejar al entendimiento libre de zonas de seguridad, recuperar el asombro para las nuevas preguntas e indagar sin prejuicios las respuestas que se sumarían a las conjeturas.

Entonces debo, además, a esta Universidad un sentimiento de respeto a las obligaciones morales, al pacto invisible, asumido o no, que ocurre a quienes participamos en la educación pública, en sus procesos de rigor desde las ciencias y las artes, a la integralidad que sueña un país con regiones de rica y fecunda diversidad, pero fragmentado por las exclusiones y una tiranía centralista aún sin resolver que observa los dramas de la necesidad como cuadros pintorescos y patenta los sistemas de representación como empresas corruptoras de la voluntad y deforma al ciudadano en un mendigo de derechos expropiados y ofrecidos como favores.

Cada quien sobrevive a su manera:

Resistir a las vías clausuradas, dignificar algo que no era derrota, alejarse de la subasta de los jirones de una aventura cuya sustancia de ilusión y sueño se esfumaba sin lugar en las renovadas mercaderías de un porvenir escamoteado, se erigían como otra opción.

Aquí entonces la literatura, su naturaleza de libertad, su empecinada complejidad que no entrega experiencia distinta a la señal de cada vez se alcanza el borde de un abismo y no hay paracaídas ni alas. Apenas la exigencia de una ambición nueva.

El escritor está condenado a no graduarse. Si repite el secreto de sus sombras chinescas, se agota. Y escritor es apenas quien escribe. El látigo inclemente que la sensibilidad de Capote advirtió. La necesidad ineludible de encontrar la forma que traerá para darla. Quien trae la forma da la forma dijo aquel que robó el fuego.

Al fin y al cabo el escritor es un descolocado.

Esto aumenta la gratitud y el conmovedor sentimiento de reconocer un sentido a la antigua expresión de alma mater. Un territorio espiritual capaz de soportar las turbulencias de los desplazamientos, la cerrazón de los exilios interiores, los pasos errabundos de quien no conquistó al mundo pero preserva las fuentes de su solar.

De alguna manera esta distinción que recibo también en nombre de unos escritores que van desde aquel joven de veintidós años, Alberto Sierra, hasta los hermanos mayores, Germán Espinosa, Rafael Humberto Moreno-Durán, Eligio García Márquez, Oscar Collazos, muestra  que el lector abstracto no existe, que no era baldía aquella confiada certeza de Flaubert en los amigos que lo leerían.

Esa fe fue confrontada de repente, desde la mirada femenina, insobornable, por su entrañable Colette. Ella le advirtió cómo las complacencias cerradas de las minorías conducen a las catacumbas o a las alcantarillas. Esta otra lectora, faro que anuncia destello incierto, está en el origen del encuentro de esa historia tan sorprendente como aleccionadora: Un corazón sencillo. Aquí está, otra vez, la exigencia del ignoto allá, la insatisfacción permanente. Y la compañía que evita la locura.

Quién sabe si las ficciones serán una consolación ante la fatalidades de la historia.

Decanos acepten mi agradecimiento. Maestros de Literatura gracias por el rigor y por proponer sentido.

A los amigos mi solicitud de clemencia por las largas ausencias y la promesa, quizá pretenciosa, de no aburrirlos con el próximo libro.

24 de septiembre de 2015

 

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