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Negocios familiares

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J. Duquino 

Entre el maletín con la ropa que me fue entregado para vestirlo, encontré una pequeña fotografía en la que se le veía con la que quizá fuese su hija. No había podido conciliar el sueño en dos noches, todo habría empeorado de no ser por la llegada de mi hermana y su perseverancia para obligarme a tomar un medicamento para dormir. Despierta pero en otro lugar, dentro de mi cuerpo pero fugada, deshice la maleta y escogí una de las camisas de cuadros y una chaqueta que hiciera juego. Junté la ropa en la cama y salí del cuarto.

 En el sofá, mi hermana aún dormía. Crucé a la cocina intentando no hacer ruido, pero al final mis movimientos la despertaron. Bebimos café, sin mirarnos, junto a la estufa. Iba a ser un día largo, las dos lo sabíamos, por eso nos ahorramos las palabras que más tarde tendríamos que decirnos. Ella fue la primera en bañarse y me pareció extraño que no se avergonzará de su desnudez. Paseó por la casa sin ropa antes de entrar al baño, como si sólo estuviéramos las dos, lo cual era cierto pero yo no terminaba por aceptar. Recordaba haberla visto así sólo desde que éramos niñas y los fines de semana mamá nos metía juntas en una alberca, al abrigo del sol que se filtraba por entre las ropas colgadas en el patio. Su cuerpo había ganado volumen en cada rincón, lo comparé con el mío, siempre más magro y anclado al pasado, y concluí que era un buen indicador de lo que había sido la entrada a la vida adulta en cada una.   El agua me despegó el sopor del medicamento y un poco más consciente vi frente al espejo empañado la herrumbre de unos ojos que no me pertenecían.

La primera parada la hicimos en un almacén de variedades en donde mi hermana compró un vestido de baño y unas sandalias que impregnaron el auto de un olor penetrante a caucho quemado. Sentí ganas de vomitar frente al volante, sentí ganas de pararme frente a un semáforo y apagar el auto, negarme a continuar. Era tarde para eso, mi vida pendía de un delgado hilo que amenazaba con rasgarse. Por eso continúe pisando el acelerador.

En la agencia de viajes nos recibió un tipo que no paraba de sonreír y hablar. Mi hermana preguntó lo de la silla de ruedas y según nos explicó, lo único que debíamos hacer era llegar con mayor anticipación al aeropuerto para que el personal de la aerolínea dispusiera de personas que se encargaran.  Según lo acordado, compramos los tres tiquetes para volar en la noche.

Después de romper con su primer esposo mi hermana había adquirido la incómoda costumbre de atragantar su cuerpo con más comida de la que, humanamente, le era posible digerir. Mientras comíamos pensaba en su sueño de ser cantante, en su forma de bailar, en la frustración que le supuso darse cuenta que si quería vivir del dinero que le daba la música sus días deberían ser, por lo menos, de cuarenta y seis horas. Hurgué en mi memoria y vi la tarde en que papá la lanzó al suelo de una cachetada luego de enterarse que en su vientre se gestaba una vida. Ella tenía catorce años, yo con once no entendía muy bien lo que ocurría.

Comí poco, tenía mucha sed. Cuando salimos del restaurante, mi hermana me dijo que viéndome comer se había acordado de cuando pasábamos las vacaciones encerradas en casa memorizando capitales y ríos de una enciclopedia que parecía no tener final. Yo no le conté lo que había recordado. El aire parecía estar plagado de sugerencias que nos mantenían pescando viejas vivencias.

Conduje de regreso a casa con el corazón helado. Tras la fila de carros sopesé la idea de echar abajo todo, no hacer el viaje, recobrar mi vida, volver a las actividades corrientes, recuperar la débil seguridad que me daba tener una rutina diaria que cumplir. Mi hermana parecía hacer un recuento de las cosas que compraría y de los lugares a los que viajaría. No escuché la música, ni las palabras de ella, ni me escuché a mí misma. Entré en la casa con la misma desazón con la que había salido horas atrás. Revisé la bañera, todo seguía de la misma manera. Mientras mi hermana veía un documental en la tele yo reorganicé el equipaje y revisé una última vez el correo.

A las siete en punto ya lo habíamos sacado a la sala, mi hermana le aplicaba un poco de rubor en las mejillas y yo terminaba de ajustarle los zapatos. Evaluamos el modo de sostenerle las manos en una posición que resultara natural y al final la cinta adhesiva nos ayudó a situarlas del modo adecuado. Haciendo la elección de las gafas que debía colocarle sentí que las pocas fuerzas que me restaban terminarían por abandonarme. Mi hermana lo notó y me obligó a tomar una píldora parecida a la que me había mantenido sedada la noche anterior.

El señor que contraté llegó puntual. No hizo ninguna pregunta, ningún comentario. Mi hermana se sentó en la parte de adelante. Yo iba atrás trancando la silla de ruedas y las maletas. Nunca imaginé llegar al aeropuerto subida en la parte de atrás de un camión con un muerto. Hasta para ser una pesadilla era bastante burdo. Dejé fugar  en la oscuridad de aquél camión todas las lágrimas que me había tragado desde el día que había aceptado participar en el negocio. Estropeé todo el maquillaje que mi hermana, mientras me reprendía, intentaba acomodar. La paranoia me encontró entre las personas que recorrían los pasillos del aeropuerto con enormes maletas. Me sentí señalada, observada, sospeché hasta de mi hermana, discutimos, la grité, me llevó casi empujada a un baño y los chorros de agua fría que hizo correr por mi cara me distrajeron por un momento. Esperamos el llamado de abordaje.

Aterrizamos en Barcelona un día de principios de verano. Al final lo conseguimos, cruzamos el Atlántico con el cuerpo rígido de alguien a quien no llegamos a conocer con vida. Pronto vendrían por él, rajarían su lívida piel y aquellos paqueticos de droga camuflados entre sus vísceras, empezarían a distribuirse por toda la ciudad. Con dinero en las manos y el camino libre podríamos volver a empezar. La vida volvería a tener sentido para mi hermana y yo.

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