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La senda úrsida

 

osito

Por: Santiago Muñoz Calvo*

Sus dedos, casi morados por la presión, se enredaban entre los gruesos cordones de cuero de Caribú. Aplicaban fuerza constante a las pesadas botas hechas de hueso y piel de oso en el exterior y de piel de foca en el interior para conservar el calor. Sus hijos aún dormían plácidamente cobijados entre pesadas pieles. Se puso de pie, tomó el hacha, el cuchillo y la lanza y se dirigió al exterior del pequeño iglú.

Sus pesadas pestañas, más gruesas y pesadas que las comunes para proteger los ojos del resplandor del sol en la nieve, se abrieron de par en par. Las pupilas marrones se reverdecieron como las hojas del bosque con la llegada de la primavera; reflejaban la obra de arte que se movía lenta y armónicamente ante él. No era la primera vez que veía las luces del norte, pero ante tanta belleza parecía que nunca hubiera una segunda.

Introdujo sus robustos pies en los esquís de madera que parecían un par de raquetas de tenis y que estaban colgados al exterior de su morada. Ajustó con fuerza su mochila y emprendió su rutinario viaje en búsqueda de alimento para sus pequeños. Entre sus provisiones cargaba varias tiras de carne curada y pescado seco para mantener su nivel de calorías ante el crudo clima, que se vuelve más inclemente en los primeros meses del año en la parte meridional de la isla de Baffin, al norte de Canadá.

Después de caminar cerca de cien metros entre los árboles escuchó algunos gruñidos y ladridos. Mantuvo la calma. Con su lanza dio un par de azotes al sueño mientras vociferaba algunas palabras en dialecto Inuktitut. Los perros dejaron el alboroto y dirigieron la vista hacia su amo con expectativa.

Nanoq, como le había llamado su padre en honor al oso polar, caminó tranquilamente hasta el centro de la jauría. De su bolso tomó dieciséis tiras de carne seca, las cuales repartió de a dos entre los ocho huskies mezclados con lobo que tirarían de su trineo en esta jornada.

Era una mala temporada. Hacía casi un mes que no encontraba ninguna presa grande y los últimos vestigios de lo que había almacenado el invierno pasado se agotaban rápidamente. Esta madrugada había empacado los cuarenta trozos de carne restantes de su pequeña alacena y había dividido en dos las porciones de pescado, tomando la mitad para él y dejando el resto para sus hijos.

El sol resplandeció como un enorme faro en la parte más alta del cielo, se metía como agua en colador por entre las ramas aún llenas de nieve. Mientras duraba esta escasa hora de luz solar directa, Nanoq aceleró el paso de sus perros para llegar pronto a la costa donde esperaba encontrar una foca para conseguir un poco de carne y combustible extraído de su grasa, pues sus reservas se agotaban.

Vio el suelo desde unos cuantos metros de altura mientras volaba por los aires. Tras unos segundos aterrizó estrepitosamente contra el tronco de un enorme pino, perdiendo el conocimiento. Su trineo se había enredado con una gruesa raíz salida del suelo que se encontraba cubierta por la nueve. La inercia había mandado al conductor del trineo varios metros por delante de este mientras que los perros, que estaban amarrados por el cuello al pesado transporte, se habían desnucado por efecto de la tensión ejercida por las correas o se habían roto la cabeza por el impacto aleatorio contra los árboles.

El estruendoso crujir de dos enormes bloques de hielo, impactándose el uno contra el otro mientras viajaban a la deriva, lo despertó de sopetón.

Abrió los ojos de par en par pero no vio nada. Repitió el proceso una y otra vez antes de darse cuenta de que había oscurecido y estaba cubierto de nieve enrojecida por la sangre que brotaba de un corte arriba de su ceja. Trató de remover la nieve que le cubría pero al hacerlo sintió un agudo punzón cerca de su hombro derecho. Finalmente pudo incorporarse lo suficiente como para comenzar la búsqueda de su trineo, el cual encontró casi destrozado a unos pocos metros.

La sangre que brotaba de su cabeza aún caía sobre la nieve como si se tratara de un grifo mal cerrado. Logró llegar casi a gatas al sitio donde había caído el recipiente en el que guardaba la grasa de foca. Con pesadez alcanzó la antorcha que estaba a un costado de su trineo y la encendió utilizando su cuchillo, una piedra y el último poco de grasa.

La llama iluminó los cadáveres de seis perros y los cuerpos de otros dos gravemente heridos que respiraban con dificultad. Dos agudos chillidos se escucharon con unos segundos de diferencia luego de que Nanoq les enterrara el cuchillo en el cuello para acabar con su sufrimiento. Sabía que tratar de llevarlos de vuelta a casa para alimentarse no era una solución pues estaba a unas seis horas de camino en trineo y cada perro pesaba unos cien kilos.

Se vendó su cabeza y ató un improvisado cabestrillo entre su brazo y su cuello. Sabía que no podía regresar con las manos vacías, por lo que decidió seguir su camino a la costa congelada, que estaba a un par de cientos de metros, para buscar una foca que era una presa más pequeña.

De momento la suerte por fin pareció sonreírle. Había encontrado uno de los huecos que las focas usan para respirar cada cierto periodo de tiempo y sabía que sólo era cuestión de minutos para que alguna se asomara. Clavó su antorcha a varios metros, lo suficiente para no advertir a la foca de su presencia pero a una distancia que le permitiera ver algo.

Se inclinó cerca al hoyo y empuñó su lanza con la mano que aún tenía suficiente fuerza como para asestar un golpe letal. Levantó la mirada al cielo implorando el favor de los dioses y luego clavó su vista en el pequeño agujero.

La fortuna seguía de su lado cuando el cielo se despejó permitiéndole ver el vasto cielo estrellado. Inmediatamente aparecieron burbujas en el agua estática al fondo del respiradero. Se inclinó expectante y apretó la lanza con todas sus fuerzas al ver el resplandor de la nariz negra y brillante que se asomaba por sobre el agua helada. Levantó su brazo lo más alto que pudo. El golpe fue certero.

No había sido la lanza impactando en la foca la causante del estruendo. La médula se le heló. Su cuero cabelludo se elevó por los aires, mientras se separaba de la cabeza, un segundo después del zarpazo propinado por el enorme oso polar que pesaba casi tres cuartos de tonelada. Este ser también se había acercado al agujero buscando alimento y se había topado con una presa mucho más jugosa.

El cuerpo del esquimal cayó bruscamente contra el hielo enrojecido tras los eternos segundos del ataque; brutal, salvaje e instintivo. Nanoq aún estaba con vida mientras yacía sobre el suelo congelado y era arrastrado de un pie por la bestia alba. Antes de cerrar los ojos, vio por última vez hacia las siete estrellas más brillantes de la Osa Mayor. Recordó que su madre le decía que esta constelación también parecía un trineo en el que andaban los dioses y se dejó llevar.

A Papá, en su cumpleaños número 57.

*Comunicador Social y Periodista Universidad Pontificia Bolivariana, de Medellín, colaborador del Magazín de El Espectador e hincha de mis queridos padres, Luis Carlos y María del Rosario, de mi hermana Valentina. También, del Nacional y del Barcelona. Lector de Jack London, Giovanni Papini, Arturo Echeverri, Juan Rulfo, Sherwood Anderson, Andrés Caicedo, Alain Fournier.  

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