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Féminas o el dulce aroma de las feromonas

Féminas

 

Berta Lucía Estrada 

Carmen Carmen

¡Que rompa el son caliente,
y que lo baile la gente,
pecho con pecho,
vaso con vaso,
y agua con agua con aguardiente!

Yoruba soy, soy lucumí,
mandinga, congo, carabalí.

Nicolás Guillén 

Cada vez que escucho La Habanera inevitablemente pienso en Carmen, no en la gitana de Bizet sino en nuestra compañera de universidad.

Estudiaba literatura como nosotras, pero era la dramaturgia su verdadera pasión. Asistía a clases de actuación en las mañanas y leía cuanta obra se le atravesaba. En esa época todas leíamos desde teatro griego hasta Racine o Molière, pero ella buscaba, además, obras contemporáneas. Cuando descubrió a Brecht fue como si acabase de nacer. Por otra parte, estaba el teatro de denuncia de los años setenta y ella no podía escapar a su influencia. Pero si se escapaba de la universidad para irse una semana al Festival Internacional de Manizales. Solía decir que se iba para un congreso. Y tenía razón. En la universidad nos han debido dar la semana libre. Pretendían que leyésemos obras teatrales, pero no nos enseñaban a verlas, a disfrutarlas en escena. Carmen soñaba con ser una actriz reconocida.

Una de las obras que más le impactó, fue un montaje colectivo que se hizo sobre la masacre de las bananeras. Creo que fue esa obra la que definitivamente la marcó. Pero también el hecho que por esa época el Festival de Manizales recibía escritores latinoamericanos de enorme importancia. Pablo Neruda había sido uno de sus invitados de honor. Solía contar, con el corazón en la boca, que cuando Neruda se presentó en el Teatro Los Fundadores, los organizadores del evento cerraron las puertas cuando ya no hubo más sillas disponibles, pero que los estudiantes, enardecidos, las habían echado al piso. Echar era un eufemismo, porque las puertas eran de vidrio. La juventud entera quería ver al poeta. ¿Se imaginan? -nos preguntaba-. Esa noche sentí que mi vida nunca sería la misma. Que mi alma y mi cuerpo estarían para siempre ligados al teatro en particular y a la literatura en general -agregaba-. -Al año siguiente fue Ernesto Sábato el invitado de honor. ¿Cómo no obedecer a un llamado tan visceral como ese? -nos volvía a preguntar-. Otra vez, fue leyendo a García Lorca. La lectura de La Casada Infiel y Bodas de Sangre, no hacían sino confirmar su profunda pasión hacia la poesía y el teatro.

En realidad, el llamado a la literatura lo había tenido desde niña. Aprendió a hablar repitiendo las poesías que le recitaba su mamá. A la edad de cuatro o cinco años, ya hacía parte del grupo de teatro y de danza del colegio donde estudiaba. Aprendió a bailar una jota, o un pasodoble, al mismo tiempo que la cumbia, incluso recibió clases de ballet clásico. Lo que nunca pudo soportar eran los cursos de piano que recibió siendo adolescente. Más tarde diría que si de algo se arrepentía era de no haber sabido valorar el piano que tenía en casa. Hasta la lectura del pentagrama se le olvidó. Nunca dejaría de lamentarlo. Y sin embargo, durante años fue integrante de la banda del colegio, habiendo pasado por todos los instrumentos. Carmen tenía de la otra Carmen una pasión desmedida por la danza y por la música. Era bastante ecléctica en cuanto a gustos se refiere. En música aceptaba todo, menos el vallenato. -Eso no es música, es ruido, -aclaraba enfáticamente.

Podía escuchar un bolero o la ópera de Bizet con igual entusiasmo. Un día podía escuchar a Vivaldi y al siguiente pasarse toda la tarde escuchando tango, jazz o pasarse a Los Beatles o simplemente escuchar a Gina María Hidalgo. Y todo con el mismo ardor. Si escuchaba a Celia Cruz su cuerpo de medusa comenzaba a bailar sin importarle si tenía pareja o no.

Más tarde comprendería que entre Carmen, la música y la danza había una relación intrínsica. Eso, sumado a su deseo de ser actriz, le abrió unas posibilidades plásticas que no siempre es fácil encontrar en todos los actores. Carmen era otra de las incondicionales de César. Soñaba con él, no sólo en el ámbito sexual sino en el manejo que él le daba al cuerpo cuando danzaba. Carmen decía que al verlo bailar, era como si viese a Shangó. Se imaginaba a sí misma como Yemanyá, por lo que imitaba el movimiento de las olas cuando mueren en la playa. Debe de ser por eso que siempre iba llena de brazaletes, una de las insignias de la diosa africana. Ansiaba ser yoruba o lucumí, como en el poema de Nicolás Guillén. Decía que ella era 60% indígena y 40% negra. Que por fortuna no tenía nada de española ni de europea. En definitiva, estaba orgullosa de ser mestiza, -como lo es todo el mundo en este continente, decía. No obstante, cualquiera que la viera bailar un pasodoble, sabría leer en sus pasos los movimientos sensuales de una bailaora, varias veces centenaria, que se lucía en tierras ibéricas ante el César de turno.

Al final de la carrera, Carmen y César escribieron una obra y luego la llevaron a escena en Virginia, libros y pintura, el sitio cultural que había abierto Miranda con su compañera. Ella narraba en términos épicos, el choque cultural del siglo XVI, mientras que el cuerpo de César representaba un plañido profundo de los pueblos que habían visto arrancar sus raíces de cuajo. Por lo que su cuerpo simulaba a la vez un galeón y un galeote. Era el África ancestral que hablaba en cada músculo, en cada movimiento, en cada salto o asalto, en cada mirada, en cada gesto. Carmen, por su parte, narraba los hechos utilizando el poder de la tradición oral, como si fuese una antigua juglar. El resultado fue una obra a todas luces mágica. Los que tuvimos oportunidad de verla, nos sumergimos en un sueño que nos llevó a diferentes épocas, culturas y religiones. Carmen decía siempre que la gran tragedia del pueblo latinoamericano era su sentimiento de bastardía, por lo que la obra no era sino la búsqueda de la identidad perdida.

Los dos necesitaban contar la versión de los vencidos, pero no la náhuatl, sino la de ellos. La versión que salía de una memoria que venía allende el mar, pero también de las montañas y de los llanos. Su obra comenzaba con las frases de Binigdi Badio, un indígena cuna: “La cultura es para nosotros como un árbol mágico que hunde sus raíces en nuestra historia, para extraer de la memoria colectiva de nuestra gente, la savia maravillosa que nos nutre y nos hace retoñar de nuevo. Por eso no nos hemos acabado”. De todas formas los poemas indígenas o “cantos tristes” les ayudaron a encontrar un lenguaje que hurgaba en la esencia del pueblo latinoamericano. Carmen lo sabía muy bien, amaba la poesía náhuatl y cuando pensaba en lo que habíamos perdido recitaba los versos que hablaban sobre la llegada de Cortés a México:

En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.
Golpeábamos, en tanto los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo,
pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad..
Llorad, amigos míos,
tened entendido que con estos hechos
hemos perdido la nación mexicatl.
¡EI agua se ha acedado, se acedó la comida!
Esto es lo que ha hecho el Dador de la Vida en Tlatelolco. . . (Visión de los vencidos. Miguel León Portilla.)

Con el montaje de la obra, Carmen había comenzado a despedirse de esta tierra, quería irse a estudiar a Francia. Pero también decía que antes de visitar la ciudad luz o de irse de paseo a Epidauros, tenía que hacer una peregrinación por los sitios sagrados de ese pasado glorioso y tumultuoso que tanto dolor le causaba. Así que primero se fue de viaje a San Agustín. La Fuente de Lavapatas significó para ella el comienzo de un viaje iniciático que culminaría en Machu-Picchu. Luego partió. Fue al día siguiente de la graduación. Se iba con la firme intención de no regresar nunca. Por supuesto que años después lo haría. Alguien como ella no podía estar lejos del mundo al que admiraba por encima de todas las cosas. América Latina hacía parte de sus entrañas, sólo que en ese momento aún no era consciente de ello. Lo sabría con el tiempo.

París significó para Carmen un descubrimiento en todos los sentidos. Salir a las calles y tropezarse con gente de los cinco continentes, escuchar lenguas que nunca había oído, conocer formas diferentes de vestir, de peinarse, leer obras que no nos llegaban o que lo hacían con varios años de retraso, poder escoger la formación académica que quisiese, ver a las mujeres mayores coqueteando con hombres jóvenes. Observar las ganas de conocer o de viajar de muchos franceses, su capacidad analítica y crítica; todo eso fue para Carmen como un nuevo renacer.

Pero también estaba la otra parte, la parte oculta que le llevaría más tiempo conocer. El racismo y la xenofobia incrustada en una parte del pueblo que se negaba a aceptar que en la diversidad está la riqueza de la especie humana, o los desempleados, o los clochards errando por las calles, o las sopas populares.

Cuando Carmen comenzó a ver la otra cara de ese París cosmopolita y hermoso, sintió como si una bofetada le hubiese atravesado el rostro. Se dio cuenta que el mundo de inequidad también estaba fuera de América Latina y que la precariedad no era sólo una pandemia nuestra.

A esas alturas ya sabía que era el choque cultural. Fue entonces cuando Alma, la francesa de corazón abierto y generoso, la invitó a conocer el Jardín Botánico de París. El aire cálido y húmedo, mezclado con las fragancias de flores tropicales que respiró en su invernadero, le trajo a la memoria el olor de su país. La invadió la añoranza, hasta que la morriña le dolió. La luz del trópico, las montañas y los abismos sin fin, comenzaron a roerle el alma. Comenzó a soñar con tulcanes, con colibríes, con orquídeas, con el calor de su casa.

Carmen, se había convertido en Carmen Carmen. Estaba escindida. Una parte amaba a Francia y a su lengua, y la otra amaba a Colombia. No podía tener las dos cosas a la vez, al menos eso creía. A su regreso el país la recibió con la toma del Palacio de Justicia y con la explosión del Nevado del Ruíz. Pasarían muchos años antes de poder comprender que ella podía vivir con esos dos amores, sin serle infiel a ninguno. Terminaría también por comprender que el exilio hace parte de nosotros mismos como si fuésemos eternos exiliados en nuestros propios cuerpos, por lo cual no hay escapatoria posible. Es como la soledad, podemos estar en medio de una multitud y sentirnos abandonados en una playa de la cual nadie tiene ni la menor idea de su existencia. Porque finalmente soledad y exilio son sinónimos, o soledad y desesperanza, o desesperanza y exilio. Cuando finalmente lo comprendió, sintió que las partes de su cuerpo, que habían estado largo tiempo separadas, volvían a unirse en un todo. Fue cuando decidió nuevamente instalarse en Francia. Ella también viene hoy, me lo confirmó por correo electrónico hace una semana.

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