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Instrucciones para decir adiós

 

Municipio de Jardín, Antioquia

Camila Builes

@CamilaLaBuiles

Tenía nueve años cuando mi mamá le estaba arreglando el cabello a una mujer de veinte. Ella se iba de viaje y necesitaba cortárselo alto para no sufrir por él en su aventura.  Esa imagen me perforó y me caló hasta lo más profundo; hasta hoy. Completa, decidida, segura de lo que quería ser, pero nerviosa por lo que conocería.

Desde ese día me prometí que me iría de casa a los veinte años, me convencí que los veinte sería la edad perfecta para irme y viajar por todo el mundo, andar en bicicleta, escribir en libretas de colores y dibujar por ahí una flor que me encontrara en el camino. Nunca lo olvidé. Cada 20 de enero iba pensando en eso, en lo que estaba haciendo para irme y perderme: para soltarme. Miraba mi cabello sin crecer mucho, imaginaba que el destino me estaba preparando para mi propia aventura.

Cuando cumplí 20 años estaba en quinto semestre de mi carrera. Al despertar ese día, recuerdo, me sentí algo frustrada: no tenía planes de viajes cercanos, no sabía qué hacer con ese sueño de marcharme pronto y entonces fingí reírme de esos anhelos infantiles, mientras mi mente andaba pensando en qué había hecho mal para no haber convertido en realidad mi más profundo y antiguo sueño.

En uno de mis libros favoritos la protagonista decide viajar durante un año como redención de todos sus males, sobre todo su mal interior: un agobiante sufrimiento que tiene que ver con la pérdida del equilibrio, con la lejanía respecto a Dios y, por ende con ella misma. Esa fue mi manera de escapar a los veinte: leer todos los libros posibles acerca de mujeres aventureras que conquistaban el mundo, ver una cantidad innumerable de  películas que me hicieran viajar, aunque sólo fuera mentalmente, a los lugares que tenía escritos en una libreta desde los nueve años y pensar que algún día sería mi turno.

Así, entre libros, películas y apuntes en libretas, siempre pensé que decir adiós sería muy fácil ¿Cuántas maneras hay para decirlo? La palabra en sí es una especie de presagio, al menos en español: A-diós, que se va a Dios, al cielo porque no se puede estar durante más tiempo acá. Y yo quería ir a Dios. Decir “Adiós”, que es diferente de “hasta luego” porque nos condena a una eternidad; por esa razón me gustaba la posibilidad de al menos decirla alguna vez, y ser eterna, aunque la palabra parezca imposible.

Un día entendí que no debía esperar. Esperar es forzar, pero el universo actúa de maneras increíbles sin que uno lo presione y sin hacerle cola a peticiones que para uno parecieran tener un gran sentido y a la final son la simple respuesta a necesidades de otros. La escuela o el trabajo, la mamá o el papá, los amigos o los enemigos: todos posicionan sus demandas pero pocas veces uno está en realmente en ellas.

Un año después estaba lista para mi adiós.

-Levantar la mano

-Sonreír

-Evitar el llanto

-Decir la palabra: Adiós.

Fácil. Pues no, no era fácil desprenderse y dejar todo lo que alguna vez entendimos como propio, aunque sepamos que nada nunca es totalmente nuestro. Siempre soñé con mi momento de decir adiós y cómo disfrutaría la despedida de una yo pasada. Y, cuando por fin se dio, entendí que jamás sería capaz de decirlo, que mi alma siempre quedaría atada a los lugares en los que sin miedo mi corazón ha actuado y que, como dice Mercedes Sosa, “Uno siempre regresa a los lugares donde amó la vida”. Pues bien, sin decir adiós entendí que yo siempre regresaría a mi casa, a mis personas, a mis libros, a mi cama, a mi madre. Por eso jamás diré ADIÓS, por eso jamás me despido.

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