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El camino del agua

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Andrés Felipe Yaya

Hoy, a la hora de la madrugada, escandalosa, la borrasca interrumpió el sueño. Desde la noche, la lluvia diminuta, gruesa, cayó  inundando los surcos del maizal. La cañada, como un niño muerto, creció: suelta el agua arrasó el monte, partió la cañabrava, dobló la guadua. La bulla de las aguas, enfrentadas contra sí, traspasaba, con voz penumbrosa, las paredes de esterilla y boñiga. Y, como tiemblan los farolillos de lejanas casas en las montañas, parpadeando, el piso de tierra rechinaba como cerrojos: infundía, en polvo, secos miedos en nosotros. Desde los cuartos, el rugido de las aguas se escuchaba, opacas corrían borrando tapices verdes, llevando pantano. Quizás a los días, encontremos flores azules y caracolas de otros lugares, en el monte plano de la finca. Era la hora en que el gallo, ronco, ponía onzas de tiempo al vacío. Cantaba el gallo y los primeros pasos de las vacas rodeaban la sal de los establos, el desperezarse de las gallinas, el aleteo de esas golondrinas en los almendros, el encuentro de la luz y el color.

Asombrado, mi abuelo encendió la linterna, llevó fuego al candelabro. El candelabro, apagado por las ráfagas de viento, no espantaba los mosquitos. Los mosquitos, a la desesperada, zumban y pican. A tientas manoteamos: a veces se amilanan; otras, pican y dejan ronchas: rojas, diminutas. El canto, decía mi abuelo, los mortifica, entonces recitaba a Quevedo:

“Ministril de las ronchas y picadas,

mosquito postillón, mosca barbero:

hecho tienes el testuz harnero

y deshecha la cara a manotadas”

Un olor a cáscaras de frutas podridas llevaba el viento. A medio vestir salimos hacia la cañada, protegidos con hojas de plátano, cruzamos los guayabos, íntimos en su postura; saltamos las raíces del mango, descuajado, y otra vez, arriba las chuchas sopeteando los frutos. El ruido de la lluvia en el tejado de zinc nos cortaba la conversación; el tejado que en otras noches, tembloroso, devolvía sordamente al cielo el brillo de las estrellas. Despacio —decía mi abuelo—, entre los árboles hay pájaros, cuyo sueño también es de agua. Aquel sigilo era necesario y el corazón lo prolongaba. Tuve miedo al llegar al filo del barranco: de allí se veía la cañada más imponente, más terrible. Por allí las aguas, como animal cebado que crece de repente, hasta casi devorarnos, abrían el monte en dos tajos. Cargada de troncos, el tono sube, tiembla el puente que separa nuestra finca con la otra de don Benjamín. Su fluir es doloroso, fluir que adelanta con aire agresivo, asumiendo inciertas apariencias. Tieso un ternero flota con una mueca triste, sigue su marcha, en las aguas más amargas. En los remansos los gallinazos desinflarán su vientre, con cierto miedo a las piedras que lanzan los niños desde las orillas.

Es mayo: mes de los aguaceros y las borrascas, de hojas secas y mariposas muertas. En estas tierras, los hombres hablan de la borrasca del tres de mayo; leen en las estrellas, envueltos en niebla,  las lluvias que llegarán. Una borrasca, indómita y gris, donde la tarde pertenece a la tormenta, y solamente los sueños, como migas de estrellas, alumbran en las aguas que pasan. Hinchada la cañada, buscando el camino, se retorcía cubriendo las trochas. Las orillas se ensanchaban; montones de enredaderas dejaba en las raíces de los balsos. En la hierba un camino húmedo, de un verde oscuro, dejaba nuestros pasos. De cuando en cuando, los remolinos azotaban los barrancos. Este fantasma llevaba parte de los linderos de doña Tulia, los cafetales del Mono; escurridizo, arrastraba rasgos de la vereda. A este fantasma interrogo, a veces, pidiéndole las estrellas que bebió; otras, por los pájaros muertos que deja en el patio. Entonces, uno a uno, arrancamos una pestaña y la lanzamos a sus aguas para apaciguarla: las pestañas al viento, como en antiguos momentos, hacen que escampe. Después de todo, la cañada se encauza como la vida, a ratos tan calma, a ratos tan borrascosa.

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